martes, 11 de junio de 2013
Oscar Álvarez y la violencia de Estado en la década de 1980
En una entrevista con The Baltimore Sun en junio de 1995, Oscar Álvarez, un antiguo oficial de las fuerzas especiales hondureñas, y sobrino del Gral. Álvarez, describió:
«Los argentinos fueron los primeros en llegar, y nos enseñaron cómo hacer desaparecer personas» dijo Álvarez. «Los Estados Unidos añadieron eficiencia. Los americanos (...) trajeron el equipamiento. Nos dieron el entrenamiento en Estados Unidos, y trajeron agentes aquí para proporcionar algún entrenamiento en Honduras. Dijeron: 'necesitáis alguien que pinche teléfonos, alguien que transcriba las cintas, grupos de vigilancia'. Trajeron cámaras especiales que estaban dentro de termos. Nos enseñaron técnicas de interrogatorio».
Peón de la guerra fría: Honduras en los años 80
En la década de los 80, los Estados Unidos se arrogó el territorio hondureño como plataforma para su guerra fría en América Central. En los vecinos países de Nicaragua, El Salvador y Guatemala se agravaban los conflictos civiles, y los Estados Unidos presentían la amenaza comunista. Situado en el centro de este campo de batalla, Honduras fue la apuesta de EE.UU., y acabó profundamente sumergida en los conflictos de sus vecinos. También adoptó la política, promovida por EE.UU., de proteger la seguridad nacional eliminando las amenazas insurgentes o subversivas observadas dentro de sus fronteras: una política que condujo a la tortura y la desaparición de cientos de civiles.
Unos 15.000 nicaragüenses, pertenecientes a la Contra operaban desde bases clandestinas en territorio hondureño, siendo el más conocido el llamado «el Aguacate». Financiada, equipada y entrenada por los Estados Unidos, la Contra cruzaba la frontera con Nicaragua para atacar e intentar derrocar al gobierno Sandinista de izquierda. Los Estados Unidos también construyeron y pusieron el personal del Centro Regional de Entrenamiento Militar, donde soldados salvadoreños y guatemaltecos hacían cursos sobre técnicas contra la insurgencia para combatir a los movimientos guerrilleros de sus países.
Además, los Estados Unidos construyeron bases aéreas en Honduras, la mayor de las cuales fue la de Palmerola, y miles de tropas estadounidenses se establecieron en Honduras para participar en numerosos ejercicios de entrenamiento. La ayuda militar a Honduras aumentó de forma ingente de 3,9 millones de dólares en 1980 a 77,4 millones en 1984.
Entre 1980 y 1984, los Estados Unidos fomentaron la aplicación de su doctrina de seguridad nacional en Honduras. Bajo esta doctrina, imperante durante la guerra fría, las fuerzas de seguridad se centraban no en amenazas externas, sino en la subversión interna potencial. Se hizo prioritario erradicar la disidencia, a menudo sin respetar los derechos humanos de las personas señaladas como subversivos potenciales. De acuerdo al antiguo comisario de derechos humanos hondureño, Leo Valladares, la doctrina de seguridad nacional facilitó el marco para «una guerra sucia contra cualquier cosa o persona considerada subversiva».
El gobierno estadounidense también persuadió a los militares hondureños para que instituyeran una democracia constitucional y entregaran el control a líderes civiles. El primer presidente civil, un doctor en medicina llamado Roberto Suazo Córdoba, ocupó el puesto de 1982 a 1986. Durante su mandato, Suazo Córdoba dio el respaldo del gobierno democrático a las políticas de Washington, y gobernó a la sombra de los militares hondureños, sirviendo básicamente de presidente nominal.
Así, la institución de la presidencia civil sirvió como tapadera que ocultó mezquinamente el hecho de que los militares conservaban el control de la sociedad hondureña. Durante el resto de la década, las administraciones de Suazo Córdoba y sus sucesores civiles aplicaron sistemática y rigurosamente la doctrina de seguridad nacional en Honduras. Los militares controlaban todos los aspectos de la seguridad interna hondureña, incluyendo el mando de las fuerzas policiales nacionales.
El mayor defensor en Honduras de la doctrina de seguridad nacional, y poder tras el presidente, era el ultraconservador Gral. Gustavo Adolfo Álvarez Martínez. Su liderazgo como Comandante en Jefe de las fuerzas armadas hondureñas de abril de 1982 a marzo de 1984, en que fue desbancado por un golpe militar interno, inició un periodo de crueles violaciones de los derechos humanos, sin precedente en la historia del país.
Al menos 200 civiles supuestamente subversivos –incluyendo estudiantes, campesinos, líderes sindicales y religiosos progresistas– fueron víctimas de tortura, «desapariciones» y asesinatos en Honduras en los 80, con apariencia de «seguridad nacional».
Graduado en 1961 en la Academia Militar Argentina, Álvarez Martínez aplicó las tácticas más represivas de la fallida «guerra sucia» argentina. Invitados por él, llegaron a Honduras consejeros militares argentinos, poniendo en marcha tácticas que incluían vigilancia, infiltración, secuestro, centros de detención clandestinos, tortura y ejecuciones sumarias por escuadrones de la muerte y unidades militares secretas sancionadas por el gobierno.
La vigilancia y acción contra la subversión doméstica fue inicialmente responsabilidad de las Fuerzas de Seguridad Pública (FUSEP), el brazo policial de las fuerzas armadas hondureñas. Dentro de las FUSEP, una unidad de contrainteligencia denominada «Unidad Especial» proporcionaba apoyo técnico para el embargo de armas entre Nicaragua y El Salvador, mientras que la Dirección Nacional de Investigaciones (DNI) se encargaba de las investigaciones.
Otra unidad secreta, una organización paramilitar de derechas mantenida por la DNI y conocida por «Ejército de Liberación Anticomunista de Honduras (ELACH)», llevó a cabo operaciones contra izquierdistas hondureños, con un estrecho parecido a un escuadrón de la muerte dirigido por el gobierno.
Junto con la Unidad Especial, ELACH encabezó la ofensiva de las fuerzas armadas contra supuestos subversivos, pero operaba fuera de la estructura oficial de las fuerzas armadas y del control de las autoridades civiles. Un informe desclasificado de la CIA indica que «durante el periodo en el que ELACH operó (1980-1984), sus operaciones incluyeron vigilancia, secuestros, interrogatorios bajo coacción y la ejecución de prisioneros considerados revolucionarios hondureños».
Álvarez Martínez rechazó las dudas sobre la legalidad y la brutalidad de las tácticas utilizadas por las unidades bajo su mando y control, afirmando que los supuestos «desaparecidos» estaban probablemente en Cuba o Nicaragua recibiendo entrenamiento terrorista. De hecho, Álvarez Martínez superó a los Estados Unidos en su fervor anticomunista. Washington sabía de su ideología y tendencias represivas desde que era coronel y jefe de FUSEP.
En un cable desclasificado del Departamento de Estado sobre una reunión el 6 de febrero de 1981, el embajador de EE.UU., Jack Binns apuntó: «Álvarez hizo hincapié en que las democracias y 'occidente' son blandos, quizá demasiado para resistir la subversión comunista. Los argentinos, dijo, se han enfrentado a la amenaza de forma efectiva, identificando y 'ocupándose' de los subversivos: su método, opinó, es la única manera eficaz de afrontar el reto».
En los meses siguientes a esta reunión, Binns envió informes al Departamento de Estado sobre un brote de abusos contra los derechos humanos en Honduras. Binns consideraba la situación tan grave que recomendó la supresión de la asistencia militar estadounidense al país. Washington no sólo hizo oídos sordos a los abusos que Binns señalaba, sino que algunos altos cargos intentaron silenciarle.
En junio de 1981, Thomas Enders, Subsecretario de Estado para asuntos interamericanos, llamó a Binns a Washington. Enders pidió a Binns que dejara de informar sobre violaciones de derechos humanos perpetrados por los militares hondureños, pues podía crear prejuicios contra la política en América central de la administración. Binns se negó a satisfacer su petición.
Al regresar a Tegucigalpa, Binns supo que la estación de la CIA en Honduras había recibido órdenes de no pasar información sobre temas de derechos humanos al embajador u otros empleados de la embajada. El embajador, ostensiblemente la más alta autoridad de EE.UU. en el país, era expulsado del circuito por una agencia supuestamente subordinada. Forzado a depender de la prensa y otras fuentes libres para obtener información, Binns continuó denunciando los abusos de los militares e insistiendo ante Washington para que se emprendieran acciones.
En octubre de 1981, Binns fue destituido anticipadamente y sustituido por John D. Negroponte, un funcionario de carrera del servicio exterior que compartía la visión de la administración Reagan sobre América Central. Durante su ejercicio de cuatro años, Negroponte supervisó el periodo de masiva preparación de actividades entre los EE.UU. y los militares hondureños. Al mismo tiempo, a pesar de las noticias contradictorias que venían de la prensa, de informes de grupos locales de derechos humanos y de las múltiples visitas de los familiares de desaparecidos a la embajada de EE.UU., Negroponte negó la existencia de violaciones generalizadas de los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad hondureñas.
En 1982, los consejeros argentinos se retiraron de Honduras, y la CIA los sustituyó en sus funciones de entrenamiento. En una entrevista con The Baltimore Sun en junio de 1995, Oscar Álvarez, un antiguo oficial de las fuerzas especiales hondureñas, y sobrino del Gral. Álvarez, describió la transición.
«Los argentinos fueron los primeros en llegar, y nos enseñaron cómo hacer desaparecer personas» dijo Álvarez. «Los Estados Unidos añadieron eficiencia. Los americanos (...) trajeron el equipamiento. Nos dieron el entrenamiento en Estados Unidos, y trajeron agentes aquí para proporcionar algún entrenamiento en Honduras. Dijeron: 'necesitáis alguien que pinche teléfonos, alguien que transcriba las cintas, grupos de vigilancia'. Trajeron cámaras especiales que estaban dentro de termos. Nos enseñaron técnicas de interrogatorio».
En abril de 1982, basándose en las recomendaciones de un seminario militar conjunto EE.UU.-Honduras, las fuerzas armadas hondureñas cedieron el control de la Unidad Especial de las FUSEP a una división de inteligencia militar del personal de las Fuerzas Armadas. Según undocumento desclasificado de la CIA, «el propósito de este cambio fue mejorar la coordinación y el control, disponer de mayores recursos personales e integrarse en la producción de la INTEL (inteligencia)».
Con este cambio, la Unidad Especial cambió también su nombre a Batallón de Inteligencia 3-16. El 2 de enero de 1984, Álvarez Martínez firmó los acuerdos ministeriales de defensa nacional y seguridad pública que crearon oficialmente y asignaron personal al Batallón 3-16. Mucho de este personal venía de las FUSEP, y aunque con otro nombre, seguía aplicando las mismas tácticas represivas, incluso con mayor precisión.
Un documento desclasificado del Departamento de Defensa de EE.UU. titulado «Organización de Inteligencia de Honduras (U)» indica que el Batallón 3-16 había «establecido centros secretos de operaciones en las principales ciudades y [estaba] trabajando en estrecha colaboración con la DNI y su red de agente e informantes».
Según el informe, «la Compañía de Contrainteligencia (CI) es la parte más desarrollada del MIB (Batallón de Inteligencia Militar), y aparentemente disfruta de la mayor prioridad. La Compañía CI no es grande, probablemente cuenta con menos de 50 miembros. La mayor parte del personal que trabaja en la Compañía CI son agentes de la DNI, [tachado]. La misión principal de la Compañía CI es desarrollar la inteligencia, por medios secretos, en lo concerniente a grupos, facciones o individuos subversivos y antigubernamentales que puedan constituir una amenaza».
Algunos miembros del Batallón 3-16 recibieron entrenamiento en operaciones psicológicas y técnicas de «explotación de recursos humanos» de instructores de la CIA, incluyendo ejercicios prácticos en los que se interrogaba a prisioneros reales. Un artículo del New York Times que informaba de que los interrogadores hondureños entrenados por EE.UU. torturaban sistemáticamente a los prisioneros bajo su custodia puso en el punto de mira estos entrenamientos en 1988.
La CIA alegó que sus instructores no aconsejaban torturas físicas, pero el antiguo interrogador del Batallón 3-16, Florencio Caballero, dijo al Baltimore Sun que era un método promovido por el Gral. Álvarez. Es más, según el testimonio de varios hondureños que tuvieron la suerte de sobrevivir a las horribles condiciones de la detención clandestina confirma que el Batallón 3-16 utilizó métodos brutales contra sus cautivos, incluyendo violentas palizas, electrochoques, inmersión en barriles de agua y violación.
Según un documento desclasificado de la CIA, en septiembre de 1987, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Hondureñas, Gral. Humberto Regalado, ordenó la disolución del Batallón 3-16. No obstante, creó otra unidad de contrainteligencia que conservó parte de las funciones y del personal del Batallón.
En Honduras, «Batallón 3-16» se había convertido en sinónimo de cualquier actividad similar a la de los escuadrones de la muerte. Muchos activistas de derechos humanos hondureños y de otros países difundieron y atribuyeron todos los secuestros, desapariciones y asesinatos sucedidos en Honduras durante los 80 al «Batallón 3-16», por la notoriedad que había adquirido a lo largo de los años.
Recientemente, las investigaciones se han centrado en el mando y el control de ciertos oficiales militares hondureños la responsabilidad de los abusos contra los derechos humanos cometidos por sus subordinados. Entre ellos, destacan los antiguos dirigentes del Batallón 3-16, el Teniente Coronel Luis Alonso Discua, el Comandante Inocente Borjas Santos y el Teniente Coronel Luis Alonso Villatoro Villeda. Otros oficiales militares sospechosos de violar estos derechos son Alexander Hernández, Billy Joya Amendola y Juan Evangelista López Grijalba.
Para más información
Extractos de «Temas seleccionados con relación a las actividades de la CIA en Honduras durante los 80». Oficina del Inspector General de la CIA, EE.UU. 27 de Agosto de 1997. (Publicado por el Archivo de Seguridad Nacional).
«Cuando una ola de tortura y muerte sacudió a un pequeño aliado de EE.UU., la verdad fue una de las víctimas». (Primera de una serie de cuatro partes). Gary Cohn y Ginger Thompson. The Baltimore Sun, 11 de junio de 1995.
«Confesiones de torturadores». (Segunda de una serie de cuatro partes). Gary Cohn y Ginger Thompson. The Baltimore Sun, 13 de junio de 1995.
«Historia de una superviviente». (Tercera de una serie de cuatro partes). Gary Cohn y Ginger Thompson. The Baltimore Sun, 15 de junio de 1995.
«Un engaño cuidadosamente elaborado». (Cuarta de una serie de cuatro partes). Gary Cohn y Ginger Thompson. The Baltimore Sun, 18 de junio de 1995.
«Publicar los archivos: Una oportunidad para ayudar a la desmilitarización de Honduras». Adam Isacson y Susan Peacock. Centro de Política Internacional, 1997.
«A la búsqueda de verdades ocultas». Informe interno sobre desclasificación por el Comisario Nacional de los Derechos Humanos en Honduras. Leo Valladares Lanza y Susan Peacock.
«Testimonios de tortura». James LeMoine. The New York Times Magazine, 5 de junio de 1988.
«La CIA en Honduras». Notas de una conferencia convocada por el Centro de Política Internacional, 7 de mayo de 1997.
Nombramiento de John Negroponte. Sen. Christopher Dodd. Registro del Congreso, 14 de septiembre de 2001.
Leticia Salomón: «La doctrina de seguridad nacional en Honduras: Análisis del declive del General Gustavo Álvarez Martínez», ed. Nancy Peckenham y Annie Street, Honduras: Retrato de una nación cautiva. Praeger, 1985.
«Los Estados Unidos en Honduras, 1980-1991: Memorias de un embajador». Jack R. Binns. McFarland & Cia, 2000.
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