miércoles, 26 de junio de 2013
El Che en América Latina en el 85º aniversario de su natalicio
Rebelión
Por Roberto Regalado Álvarez
Ponencia presentada en el coloquio «Che Guevara en la hora actual en el 85 aniversario de su natalicio», celebrado en el teatro del Ministerio de Educación Superior de Cuba, en La Habana, los días 13 y 14 de junio de 2013.
¿Tiene vigencia el pensamiento del Che en la América Latina del siglo XXI, cuando la izquierda accede al gobierno mediante elecciones y el único conflicto armado revolucionario que se mantiene activo, el colombiano, parece avanzar hacia una solución negociada?
La vigencia del pensamiento de Ernesto Guevara de la Serna –lo llamo por su nombre debido a que sus ideas revolucionarias empiezan a formarse antes que sus compañeros en Cuba lo apodaran «Che» y que ascendiera a comandante del Ejército Rebelde– aparece de manera nítida, evidente, y con inusitada actualidad y fuerza, cuando traspasamos la cortina de humo que lo estereotipa con una imagen estrecha, unilateral, sesgada de Che guerrillero, y brota a la luz el pensador y líder revolucionario que, en su corta vida, tanto hizo para desarrollar la teoría de la revolución de fundamento marxista y leninista como teoría de la praxis, emanada de la interacción fecunda con la realidad, enriquecida con la experiencia de la Revolución Cubana, en las condiciones de la crucial sexta década del siglo XX, y con el objetivo de emancipar a América Latina y todo el entonces llamado Tercer Mundo.
Es imposible para mí abordar el tema, con la profundidad y la amplitud que merece, en el tiempo que me corresponde hablar en este coloquio «Che Guevara en la hora actual en el 85 aniversario de su natalicio». Además, sería presuntuoso intentarlo siquiera, al ser un evento del Centro de Estudios Che Guevara, prestigiosa institución dedicada a analizar y divulgar su vida y su obra, la más autorizada para fundamentar la vigencia de su pensamiento, a la que mucho agradezco la distinción de invitarme a participar en este panel. Me limito, por tanto, a puntualizar algunos elementos que contribuyen a difuminar la mencionada cortina de humo.
El pensamiento revolucionario de Fidel Castro y Ernesto Guevara, entrelazados y retroalimentados entre sí de manera indisoluble, son el símbolo por excelencia de la etapa de luchas populares abierta en América Latina por el triunfo de la Revolución Cubana, que comienza en 1959 y concluye entre 1989 y 1991. Haré unos breves comentarios sobre esa etapa, y luego otros sobre la actual.
Nada más lejos de la realidad que presentar al Che como un ser esquemático, aferrado a la guerrilla como única forma de lucha. Al contrario, él comprendió, reiteró y actuó con apego a la idea de que los pueblos emprenden la lucha armada revolucionaria solo cuando se convencen de que las vías legales para satisfacer sus necesidades e intereses vitales están cerradas, la cual nos remite a la definición leninista de situación revolucionaria [1]. La primera consideración que deseo trasladarles es que, tanto la situación de América Latina previa al triunfo de la Revolución Cubana, como la posterior al asesinato del Che, hasta el momento en que se produce el derrumbe del bloque europeo oriental de la segunda posguerra mundial, validan sus reflexiones sobre la lucha armada como motor de la revolución.
¿Qué sucedía antes de la victoria del Ejército Rebelde en Cuba?
La izquierda tradicional latinoamericana seguía aferrada a la estrategia de frentes populares, que si bien le facilitó ocupar espacios institucionales, políticos y sociales mediante la lucha legal mientras duró la alianza antifascista entre los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, se tornó impracticable, y hasta suicida, a partir del estallido de la guerra fría.
La izquierda tradicional pretendió descalificar su pensamiento mediante la construcción del estereotipo de Che guerrillero, contrapuesto a la elección del gobierno de la Unidad Popular chilena. Sin embargo, el derrocamiento del presidente Allende demostró que en América Latina podría haber reveses en la lucha armada revolucionaria, pero era imposible emprender un proceso de reforma social de signo popular –¡ni hablar de un proceso de transformación social revolucionaria!– mediante la competencia electoral, ni siquiera en Chile, uno de los dos casos excepcionales, junto a Uruguay, donde la democracia burguesa funcionó en la primera mitad del siglo XX con una estabilidad muy por encima de los estándares de la región.
Añádase a lo anterior que tampoco perduraron los procesos de reforma social liderados por militares progresistas como Juan José Torres en Bolivia, Juan Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos en Panamá, y que desde finales de la década de 1970 se produjo un nuevo auge de la lucha armada revolucionaria, con la insurrección del Movimiento de la Nueva Joya en Granada y el triunfo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, y con la convergencia de fuerzas revolucionarias materializada en la creación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en El Salvador, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca y la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar en Colombia, nuevo auge que fue neutralizado por el fin de la bipolaridad mundial.
¿Cómo concebía el Che la lucha armada revolucionaria?
A riesgo de dar una visión reduccionista y esquemática, por lo cual pido disculpas anticipadas, permítanme sintetizar que el Che evaluaba que en América Latina existían las condiciones objetivas para emprender la revolución, cuyo carácter tenía que ser socialista para ser verdadera. La guerra de guerrillas no era para él la única forma de lucha, pero sí la más conocida y efectiva en su momento, porque la acción de la vanguardia armada revolucionaria contribuiría de modo decisivo a crear las condiciones subjetivas. El propósito de las fuerzas revolucionarias era aniquilar al enemigo mediante la lucha armada con la finalidad de conquistar el poder, y ello presuponía que la guerrilla ascendiera a los peldaños que le permitiesen obtener crecientes resultados militares, mejorar su composición social y profundizar su desarrollo político, hasta convertirse en la impulsora del movimiento generador de conciencia revolucionaria de las masas. No era la guerrilla la que haría la revolución, sino la acción directa del pueblo que ella genera.
¿Por qué la concepción del Che sobre la lucha armada revolucionaria no tuvo el resultado que él esperaba?
No lo tuvo por una combinación de factores, entre los que resaltan: la violencia contrarrevolucionaria y contrainsurgente desatada por el imperialismo, en sus dos vertientes, a saber, la empleada para bloquear, aislar y estigmatizar a Cuba, y la utilizada para descabezar, desarticular y aniquilar a los movimientos revolucionarios del resto de la región; la extrapolación de la estrategia y la táctica victoriosas en Cuba a naciones con condiciones y características económicas, políticas y sociales muy diferentes, incluidas las dimensiones étnica y cultural; las debilidades, errores e insuficiencias de las fuerzas revolucionarias, entre ellas, las pugnas que impidieron la unidad, un principio elemental en la concepción revolucionaria del Che; y, cuando a contracorriente de los elementos señalados parecía afianzarse una nueva etapa de flujo de la lucha revolucionaria en Centroamérica y Colombia, entró en escena el cuarto factor negativo, cuyo peso es determinante para el cierre de la etapa histórica abierta por la Revolución Cubana. Ese factor es el cambio en la correlación mundial de fuerzas, que en América Latina repercute a partir de la proclamación de la política de nueva mentalidad de Mijaíl Gorbachov, en particular, mediante las presiones que la dirección soviética ejerció sobre el Gobierno Revolucionario de Nicaragua para que concertase, a cualquier costo, un acuerdo político que «desactivara» el llamado conflicto centroamericano.
Es importante detenernos un instante en este punto porque con demasiada frecuencia se habla de las tendencias mundiales como algo inmaterial o sobrenatural, y se pasa por alto, por ejemplo, las torceduras de brazos, amenazas, presiones, chantajes y agresiones a las que acudieron las potencias imperialistas para imponer la globalización neoliberal, cuya esencia asesina y depredadora no estuvo predestinada desde el «más allá», sino impuesta por la fuerza bruta del «más acá». En el caso que nos ocupa, la «tendencia mundial» que frenó el auge de la lucha revolucionaria en América Latina a finales de la década de 1980, incluyó la decisión del gobierno soviético de suspender la ayuda económica y militar que le permitía a la Revolución Popular Sandinista enfrentar la guerra contrarrevolucionaria desatada contra ella por el imperialismo norteamericano. Esta política, que pasó de la amenaza a los hechos cuando la URSS interrumpió el suministro de petróleo a Nicaragua mientras se negociaban los nefastos acuerdos de Esquipulas II, [2] no solo hizo mella en ese país, sino también frenó el flujo revolucionario en la región en su conjunto.
La interrelación entre las «tendencias mundiales» sublimadas y los hechos concretos, mundanos y ocultos, sobre los que ellas se sustentan, se evidenció cuando el entonces alcalde de Moscú, Boris Yeltsin, viajó a Managua como portador de un mensaje del Buró Político del Partido Comunista de la Unión Soviética, que informaba a la Dirección Nacional del Frente Sandinista de Liberación Nacional la política a la que acabo de hacer referencia.
¿Dónde y cómo se aprecia hoy la vigencia del pensamiento del Che?
La vigencia del pensamiento del Che en América Latina –y en el resto del mundo– se expresa, ante todo, a través de la supervivencia de la obra de la cual él fue uno de los constructores principales, es decir, de la Revolución Cubana, pues muy distinto sería el mapa político del continente si ella no hubiese sido capaz de resistir y vencer la ofensiva ultrareaccionaria que estremeció a la humanidad a finales de los años ochenta e inicios de los noventa, y así demostrar, con su ejemplo, que los pueblos sí podían emprender y llevar a cabo proyectos políticos, económicos y sociales contrapuestos a la lógica del totalitarismo neoliberal. No encuentro palabras para enfatizar cuan decisiva fue para América Latina la supervivencia de la Cuba libre y soberana en ese momento, y cuan decisiva lo sigue siendo en el presente.
Del significado de la Revolución Cubana para la izquierda latinoamericana de nuestros días, quiero destacar dos ingredientes del cemento con que Fidel y el Che forjaron sus pilares, cuya extraordinaria calidad explica que haya sobrevivido a todos los avatares enfrentó y enfrenta.
Un ingrediente del cemento de los pilares de la Revolución Cubana es la concepción, ética, moral, integral, de la conciencia revolucionaria y, en particular, del trabajo como fuente de riqueza social, antes y por encima de, como medio de beneficio individual. Tan fuerte es ese principio que sobre él se ha asentado el funcionamiento de la economía cubana durante las cinco décadas y media en las cuales, por razones conocidas, Cuba no ha logrado estabilizar la edificación de la base material del socialismo y, por consiguiente, tampoco ha podido aplicar de modo efectivo la fórmula socialista de distribución a cada cual según su trabajo, con otras palabras, no ha podido establecer un balance entre las políticas sociales que benefician al pueblo en su conjunto, y un salario real que cubra las necesidades particulares del trabajador, la trabajadora y sus familias.
Pese al comprensible desgaste sufrido por el mecanismo ideológico debido a su tan prolongada sobreutilización para compensar el déficit en la producción y la distribución de la riqueza material, cuando hoy hablamos de reencauzar la economía cubana, está claro que en el futuro previsible tendremos que seguir apelando a él como el resorte fundamental para mover a esa inmensidad de hombres y mujeres que llevan sobre sus hombros el peso de la producción y los servicios del sector estatal, hasta el día en que finalmente logremos definir la combinación de formas de propiedad social sobre los medios de producción, de mecanismos –morales y materiales– de estimulación del trabajo creador, y de políticas públicas y políticas salariales de distribución social de riqueza, todos ellos adecuados a las posibilidades y las necesidades de la Cuba del siglo XXI.
La impregnación en el pueblo de la concepción revolucionaria de crear riqueza con la conciencia –y no conciencia con la riqueza–, esa extraordinaria contribución de Fidel y el Che, es la que mantiene con vida a la Revolución Cubana a más de dos décadas de que se derrumbara el socialismo en países con mucho mayores recursos económicos y niveles de consumo que los nuestros, y la que, pese a los costos sociales e ideológicos de las tareas incumplidas de la infancia de nuestra economía socialista, aún nos tiende puentes y amplía los plazos para enfrentar los problemas que arrastramos. Esa concepción es uno de los elementos de mayor vigencia del pensamiento del Che, no solo para Cuba, sino también para los países latinoamericanos que emprenden procesos de transformación social revolucionaria, los cuales, igual que Cuba, tendrán que enfrentar desafíos inéditos.
Un intelectual y líder del calibre del vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera habla del problema recurrente de movimientos sociales que, en medio de las luchas que desembocaron en la elección del gobierno de Evo Morales, asumieron posiciones y actitudes universalistas, en pro de la emancipación de la sociedad boliviana en su conjunto, y que luego, en el desarrollo de la Revolución Democrática y Cultural, asumen posiciones y actitudes particularistas y corporativistas, como la reciente huelga de la Central Obrera Boliviana –por solo citar un ejemplo, ya que no es el único caso–, que pretenden desestabilizar al gobierno popular y son capaces presionar con la intención de hacerlo caer, en función de sus intereses egoístas y estrechos, sin importarles que ello provoque el retorno de la derecha neoliberal al control del Estado, con su desastrosa secuela para las mayorías y minorías nacionales, incluidos ellos mismos.
También puede hablarse de los efectos del rentismo y el clientelismo que arrastra la sociedad venezolana de etapas anteriores a la Revolución Bolivariana, una de las causas principales de la relativamente elevada votación que recibió el candidato derechista derrotado en la reciente elección presidencial, Henrique Capriles, ya que la burguesía y la clase media de esa nación no pueden tener más de siete millones de votantes propios. Sin duda, hay amplios sectores populares en Venezuela que aún zigzaguean al vaivén del flujo y reflujo de la hegemonía del capital, y eso requiere librar una batalla, no tanto económica, como ideológica.
El otro componente del metafórico cemento de los pilares de la Revolución al que deseo referirme, es la concepción del internacionalismo como deber político y moral, claro que practicado en correspondencia con las condiciones y requerimientos de cada momento histórico. Precisamente por la sistematicidad, el amor y el altruismo con que la Revolución Cubana desarrolló el internacionalismo desde su triunfo mismo, es que en la actualidad cosecha los beneficios de esa política. En lo interno, ella sirvió para profundizar la conciencia revolucionaria del pueblo, algo que se entronca y complementa con lo dicho en el punto anterior. En lo externo, permitió cambiar la correlación continental de fuerzas a favor de los sectores de izquierda y progresistas, y construir un sistema de relaciones políticas y sociales que sentaron las bases de la ayuda internacionalista y solidaria que hoy recibimos nosotros mismos, la cual se multiplica en la medida en que aquellos revolucionarios modestos, y en muchos casos anónimos, que hace décadas recibieron la mano de Cuba a lo largo y ancho de la geografía de Asia, África, América Latina y el Caribe, en la actualidad son presidentes, primeros ministros, ministros o figuras políticas de países con los que mantenemos relaciones fraternales de comercio, colaboración y cooperación.
Ahora que hay varios de gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina y el Caribe, es el momento de evitar el facilismo de encauzar la política internacionalista y las relaciones solidarias, en forma exclusiva o desproporcionada, por canales intergubernamentales. De la misma forma en que dentro de cada país donde la izquierda gobierne se precisa una interacción complementaria, armónica y respetuosa entre Estado, partido y movimiento social, también se precisa una interacción semejante entre esos tres actores en el plano regional y mundial, no solo para que el internacionalismo y la solidaridad sean realmente integrales, sino también porque es la única forma de garantizar su continuidad a largo plazo. Téngase en cuenta que en la historia se producen sucesivos relevos generacionales, y el relevo de Fidel, Raúl, Chávez, Maduro, Evo, Correa, Daniel, Lula, Dilma, Tabaré, Mujica y otros, si es genuino, no provendrá de las estructuras gubernamentales, ni siquiera de las estructuras gubernamentales que ellos encabezan, sino de las jóvenes generaciones de los movimientos sociales, social-políticos y políticos populares, de los cuales ellos provienen.
Además de la vigencia del pensamiento del Che derivada de su contribución a la Revolución Cubana, quiero resaltar que el acumulado de las luchas populares libradas en la etapa 1959 - 1989, la cual él simboliza, aunque no haya sido coronado con la toma del poder político en las condiciones y con las características que entonces lo entendíamos, es el principal factor que obligó al imperialismo norteamericano y a las oligarquías criollas a abrir los espacios de participación política legal a través de los cuales fuerzas de izquierda y progresistas acceden al gobierno, lo que me hace evocar el concepto marxista de trabajo acumulado.
Trabajo acumulado es aquel que se atesora en las maquinarias que multiplican la productividad del trabajo vivo. Siguiendo ese concepto, lucha acumulada es la que se atesora, no solo en la Revolución Cubana, que conquistó el poder con las armas, sino también en todos los procesos de transformación social revolucionaria y de reforma social progresista que se desarrollan en América Latina. No habría hoy en la región gobiernos de izquierda y progresistas si entre las décadas de 1960 y 1980 no se hubiese producido un auge sostenido de diversas formas de lucha popular, entre ellas la lucha armada revolucionaria. Esta afirmación no es etérea. Hay casos mucho más obvios. Por ejemplo, si no hubiese triunfado una revolución en Nicaragua en 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional no hubiese podido acceder al gobierno por la vía electoral en los comicios de 2006, ni haberlo retenido en los de 2011. Si el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador no hubiese desarrollado la insurgencia revolucionaria entre 1981 y 1991, no sería hoy el partido político en torno al cual se formó la coalición que gobierna en el país.
Hay casos menos obvios, pero también reales y tangibles. El Movimiento Revolucionario 200 de Venezuela, protagonista del pronunciamiento militar de febrero de 1992 contra el desgobierno de Carlos Andrés Pérez, se inserta en la tradición revolucionaria venezolana que, desde los años sesenta, buscaba combinar la lucha armada con la insurrección de sectores militares de izquierda. De manera análoga, en la construcción del Instrumento Político boliviano, que desde las elecciones de 2005 asumió la identidad de Movimiento al Socialismo, se inserta la lucha acumulada de los continuadores del Ejército de Liberación Nacional, comandado por Ernesto Che Guevara. Recordemos, además, que una de las vertientes de la construcción del Partido de los Trabajadores de Brasil fueron los llamados sobrevivientes del movimiento insurreccional, entre ellos la actual presidenta Dilma Rousseff. También juega un papel importante en el Frente Amplio de Uruguay el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, entre cuyos dirigentes históricos se encuentra el presidente José Mujica. Es cierto que hay quienes en sus actuales cargos en el gobierno, en la legislatura o en la corte reniegan de su pasado guerrillero o lo consideran una etapa superada de sus vidas, pero sin ese pasado no habría gobierno, ni legislatura, ni corte que los aceptara como miembros.
En este contexto es preciso colocar a la insurgencia colombiana, una parte de la cual está inmersa en un diálogo con el gobierno nacional que esperamos desemboque en un acuerdo de paz, mientras otra parte reitera su disposición de iniciar un proceso similar. La insurgencia colombiana no pertenece a una especie de luchadoras y luchadores revolucionarios diferente a la que ejerce el poder en Cuba, a la que desarrolla procesos de transformación social revolucionaria en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, ni tampoco a la que impulsa procesos de reforma social progresista en Brasil, Uruguay, El Salvador y Argentina. La diferencia radica en que la lucha acumulada, que en los demás países mencionados ya se atesora en nuevos procesos de transformación social revolucionaria o de reforma social progresista, todavía no lo ha hecho en Colombia. Con otras palabras, en Colombia hasta ahora no ha habido la posibilidad de convertir el acumulado de lucha político militar en acumulado de lucha política, social y electoral, en condiciones que no impliquen una renuncia a la historia ni a los objetivos estratégicos, una conversión que sí fue posible hacer en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, una metamorfosis que, como bien sabemos, no está exenta de contradicciones, retos y peligros. Digamos que mirar a la insurgencia colombiana es mirar a un retrato de muchos de nosotros de hace veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años.
La otra cara de la moneda, también derivada de las luchas populares en las décadas de 1960, 1970 y 1980, es el rechazo universal que llegó a provocar el genocidio cometido por las dictaduras militares de «seguridad nacional» del Cono Sur y los Estados contrainsurgentes de América Central. El acumulado de luchas populares y el acumulado de represión dictatorial compulsan al imperialismo norteamericano y a las oligarquías criollas, a reconocer y respetar los derechos de participación política que históricamente les negaron a los pueblos, y esto último sumado los efectos sociales de la reestructuración neoliberal, explica que fuerzas de izquierda y progresistas accedan al gobierno mediante elecciones.
Es cierto que fuerzas progresistas y de izquierda hoy ganan elecciones, pero baste mencionar los golpes de Estado en Honduras y Paraguay, las campañas desestabilizadoras y pro-golpistas en Venezuela, Bolivia y Ecuador, y las guerras imperialistas de recolonización en África del Norte y el Medio Oriente, para demostrar que la violencia reaccionaria no desapareció de la faz de la tierra, sino se incrementó. De modo que la legalidad y la legitimidad no bastan para defender los espacios institucionales, políticos y sociales conquistados por los pueblos. Es necesario tener también la capacidad y la voluntad de defenderlos mediante el ejercicio de la violencia revolucionaria. Sin duda alguna, es muy importante que la auditoría de los resultados de la elección del 14 de abril de 2013 haya demostrado la pulcritud de ese proceso, porque ello ratifica el respeto de la Revolución Bolivariana a la voluntad ciudadana. Sin embargo, por sí solo no bastaba. La verdad, algo que nunca le ha interesado al imperialismo ni a la derecha, hubiese sido negada y escamoteada, a no ser por el apego a la Constitución y el respaldo a la Revolución de la Fuerza Armada Bolivariana, de las milicias populares, de la mayoría de los hombres y las mujeres del pueblo venezolano, y de los gobiernos y las fuerzas de izquierda y progresistas de América Latina y el Caribe.
Por último –no porque con ello se agote el tema, sino para no extenderme más–, quiero mencionar la vigencia del multidimensional concepto guevariano de emancipación política, económica, social, cultural, humana, latinoamericana, tercermundista, concepto excepcionalmente fértil para el cultivo y el florecimiento de las nuevas visiones que hoy amplían los horizontes de los movimientos sociales y social políticos y políticos de América Latina y el Caribe.
Notas:
[1] Véase a Vladimir Ilich Lenin: «La Bancarrota de la II Internacional», Obras Completas , t.26, Editorial Progreso, Moscú, 1986, pp. 228 229.
[2] Firmados en agosto de 1987.
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