martes, 18 de junio de 2013
El año en que Joaquín Sabina fue “juez y parte”
Por Rafael Calero
En 1985, Joaquín Sabina aún no era Joaquín Sabina. O por decirlo de una manera menos críptica: Joaquín Sabina, ese cantante y compositor mainstream que hoy todos conocemos y que gusta —o no gusta— a todo tipo de públicos, no era el artista de éxito masivo que es ahora. En 1985, Joaquín Sabina aún no llenaba estadios, no actuaba con lo más granado de la música española e hispanoamericana, no vendía miles de álbumes, no nos daba el coñazo hablando sin parar de sus amigos los poetas, no iba por la vida con su disfraz de tipo respetable ni, por supuesto, cenaba con el Príncipe de Asturias y su señora esposa.
En 1985, Joaquín Sabina ya había publicado tres discos en solitario —el fallido Inventario; el irregular Malas compañías y el notabilísimo Ruleta rusa—, y uno en compañía de Javier Krahe y Alberto Pérez, La Mandrágora. Es decir, en 1985, Joaquín Sabina no era precisamente un recién llegado al mundo de la música.
Pero en 1985, Joaquín Sabina era un cantautor que aún andaba buscando su camino artístico y estético, que más o menos, y en según qué cosas, viene a ser lo mismo; actuaba en conciertos contra la entrada de España en la OTAN, y escribía canciones que dejaban un regusto en el oyente a medio camino entre la ironía, el sarcasmo, la mala leche, la nocturnidad y la mejor poesía dylaniana que se había escrito por estos lares. Y a los hechos me remito.
En 1985, Joaquín Sabina se hacía acompañar por un grupo de rock llamado Viceversa —el primer nombre que usaron fue Ramillete de Virtudes— formado por músicos curtidos en mil bandas sin éxito, como Pancho Varona, Paco Beneyto, Marcos Mantero o Andreas Prittwitz, entre otros.
En 1985, Joaquín Sabina publicó Juez y parte, su primera gran obra maestra, su primer gran disco con sonido rockero, su primera gran colección de canciones, su primer paso hacia la champion league de la música española, donde por aquella época jugaban gente como Miguel Ríos, Radio Futura, Joan Manuel Serrat, Ramoncín, Alaska y Dinarama y otras luminarias, más o menos caídas en el olvido en la actualidad.
Y es que Juez y parte es un disco magnífico. Empezando por el envoltorio, sencillo pero cargado de simbología. En la portada, un desafiante Sabina parece estar mirando directamente a los ojos del oyente, sosteniendo un cigarrillo en la mano derecha, y enfundado en unos pantalones de cuero, con esa actitud tan suya, en la que parece estar diciendo, soy más chulo que un ocho. Sentado en medio de una habitación vacía, en la que tan solo se ve una guitarra eléctrica y una máquina de escribir, las dos herramientas fundamentales en cualquier cantautor que se precie.
¿Y qué se puede decir del interior? Pues que contiene diez canciones chulísimas, que ya mostraban a un artista inmenso, y que presagiaban que lo mejor estaba por venir. Se abría la cara A del disco, con “Whisky sin soda”, con música de Hilario Camacho, y letra del propio Joaquín. Toda una declaración de principios, en la que por ejemplo, Sabina ya advertía a quien tuviera oídos para escuchar que había vendido “por amores y no por dinero, mi alma a Belcebú y de las dos majas de Goya, prefiero la misma que tú”; “Cuando era más joven” dibuja un autorretrato sobre la época en la que el jienense empezaba a buscar su norte, viajando siempre en trenes con destino hacia el norte; “Ciudadano cero” suponía su primera incursión en el, ejem, ejem, género negro, y cuenta la historia de un tipo que un día decide ser noticia en los telediarios, coge una escopeta y arma la de Dios es Cristo, cargándose a 17 inocentes que pasaban por allí; “El joven aprendiz de pintor” es un tema en el que el de Úbeda juega a pronosticar cómo será el futuro cuando se vea tocado por la varita mágica del éxito; en “Rebajas de enero” Joaquín cuenta una historia de amor de esas que en discos posteriores se harían tan populares y que tanto gusta a su público más fiel; “Kung Fu”, envuelta en un falso directo, es el retrato de una banda de delincuentes tocados por ese halo romántico con el que el mejor Joaquín sabe revestir a personajes marginales, como ya había hecho anteriormente con el delincuente juvenil Jero en la canción “Qué demasiao”; en “Balada de Tolito” el protagonista es un mago que se gana la vida de tren en tren, haciendo trucos y juegos malabares, y cuya vida nos mostró en prime time la TVE en el programa “Vivir cada día”, cuando sólo había dos cadenas y nadie en este país sabía que cojones era eso del prime time; “Incompatibilidad de caracteres”, a ritmo de swing, es una divertida muestra de lo que se ha dado en llamar la lucha de los sexos. Cerraba el disco “Quédate a dormir” una canción magnífica que quedó eclipsada entre tantos buenos temas, pero que escuchada ahora, treinta años después de ser grabada, me parece quizás la mejor de toda la colección.
Y hemos dejado para el final esa joya que es “Princesa”, el “Like a Rolling Stone” particular de Joaquín Sabina. Se trata de una canción en la que Joaquín dibuja con trazo firme el retrato conmovedor de un antiguo amor que ha recorrido el camino sin retorno que lleva de ser una princesa, con la boca de fresa, a una yonki marchita incapaz siquiera de sonreír. Aunque la mayoría de la gente piense que esta es la primera versión de este tema, hay que señalar que no es así, pues en el año 1982, se publicó una versión en el disco Seguir viviendo (1982) del cantautor malagueño Juan Antonio Muriel, que era el coautor de la canción, —él se había encargado de la música y Joaquín de la letra—, con algunos versos distintos a la versión popularizada por el propio Joaquín. El propio Muriel, contaba en el libro Una historia del pop malagueño 1960-2009, de Javier Ojeda, cantante del grupo Danza Invisible, cómo se gestó el tema.
El único pero que se le puede poner a Juez y parte es el de su producción, que corrió a cargo del propio Joaquín y de Jesús Gómez, a quien supongo dedicándose más a las tareas técnicas que a las artísticas, y que, siendo benévolos, digamos que ha envejecido mal. El sonido del disco es típico de la época, con unas cajas de ritmos y unos teclados omnipresentes, que han hecho que hoy en día suene artificial. Uno no se explica cómo la misma persona, en este caso Jesús Gómez, pudo hacer esta producción y, por la misma época, encargarse del minielepé Cuatro rosas, de Gabinete Caligari, que sigue sonando intemporal y maravilloso. Siempre he pensado que estas grandes canciones merecen otro tipo de sonido y ahora que Joaquín Sabina es una megaestrella y que parece haber perdido el punto a la hora de escribir canciones memorables, podría volver a grabar muchos de estos viejos canciones y darle un sonido más contemporáneo.
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