viernes, 13 de enero de 2012

Honduras: Secuelas de un Estado fallido

Servindi

Por Ollantay Itzamná

Mientras los bicentenarios Estados de Latinoamérica se fortalecen, y como región se constituyen en interlocutores propositivos en un mundo sacudido por crisis sistémicas, Honduras se disuelve como Estado y como sociedad, producto de la atrofia mental y moral de sus élites.

Sería una insensatez sostener que la acelerada licuefacción de las instituciones estatales y la violenta desintegración social generalizada son fruto del golpe de Estado. Este acto criminal sólo aceleró las contradicciones terminales con las que nació Honduras a la vida republicana. Por cerca de dos siglos, las élites creyendo que gestaban y administraban un Estado real, prohijaron un Estado ilusorio. Y, ahora, miran sin querer ver, de cómo se diluyen las fachadas institucionales de una ilusión estatal que no pudo cuajar, ni material, ni simbólicamente, en el territorio del país, como tampoco en el imaginario colectivo de sus habitantes.

Las sociedades, por sus necesidades de convivencia, tienden a organizarse jurídica y políticamente, en aras de buscar el bienestar común de sus integrantes. Para ello acuerdan normas de convivencia obligatorias y nominan autoridades que velen por el cumplimiento de dichas normas. A eso se llama Estado. La violencia generalizada, por el contrario, es la ausencia del Estado.

La rectora de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), Julieta Castellanos, ante la incertidumbre existencial del país, afirmó “En Honduras no existe Estado. Lo que existen son funcionarios sin Estado”. Pero la realidad es mucho más dura. Honduras se encuentra bajo las hordas de funcionarios criminales organizados para asaltar, torturar, matar y robar, ya no sólo a los resabios institucionales del Estado, sino a la población en general. Es esto lo que hace la Policía Nacional. Suficiente escuchar testimonios de sobrevivientes a los asaltos policiales, como es el caso del sacerdote católico, Marco Aurelio Lorenzo, o de las más de 20 personas acribilladas diariamente, pero sin ninguna investigación sobre los culpables. De cada 100 casos de asesinatos, 4 llegan al sistema judicial, pero de estos casi ninguno se investiga, ni se sanciona. De este modo, la impunidad es un premio ejemplar que estimula a los criminales.

En Honduras sobrevivimos en una situación en el que los resabios institucionales del aparente Estado fallido se volvieron criminales con la misma sociedad. En estas condiciones de incertidumbre la gente se arma y resuelve sus conflictos interpersonales a bala y machete. Y así, transitamos de un Estado fallido, hacia una sociedad fallida por desintegración. Cuando la disyuntiva de “matar para sobrevivir o morir en el intento” se vuelve permanente, estamos en una sociedad fallida.

Frente a esta situación, quienes simulan gobernar Honduras, argumentan: “La violencia es generada por las pandillas, el narcotráfico, la corrupción policial, etc.”. Y como medidas de solución sacan a militares a patrullar las calles y debaten la depuración policial con especialistas colombianos e israelíes. Pero el crimen organizado, policial o no, es una industria de jugosas utilidades para las élites cuyos ingresos mermaron con el fracaso estatal. Y así, el crimen organizado no sólo utiliza lo que fue la inteligencia estatal para delinquir, sino que descuartiza el territorio nacional en feudos criminales, y destruye todo lo poco que se pudo construir en el país.

En estas condiciones límites, el presente y el futuro de Honduras no pasan por la depuración de la Policía Nacional, o por la reestructuración del aparato judicial promotora de la impunidad. Todo esto son propuestas de parches en el vacío.

Por instinto de sobrevivencia, Honduras tiene que emprender un acelerado proceso de reconstitución estatal y societal con la más amplia participación, en especial de las y los excluidos, en el marco de un proceso constituyente. Y toda Latinoamérica debe acompañar este urgente proceso de la refundación hondureña. De lo contrario, la experiencia hondureña no sólo será un mal ejemplo para la integración y la convivencia social intrarregional, sino una derrota para la región en su intento de constituirse en un referente propositivo en un sistema-mundo en crisis.

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