viernes, 1 de enero de 2010

De la pichinguería nacional: monumento a Goriletti

Vos El Soberano


Por Armando García

Cada ex presidente de la democrática, occidental y cristiana república de Corruptonia debe tener su respectivo monumento. No importa que se apode con su nombre el frontis de una escuela o colegio; que se bautice una calle o gimnasio con sus apelativos o apodos; otros, más vivos que él, y que han hecho menos, tienen, un su Taj-Mahal motejado con su gracia: estadios, museos, teatros, represas, cloacas, rastros, marquetas, termoeléctricas, hospitales, crematorios, puentes, calles, aeropuertos, montepíos, lupanares, cárceles, digamos.

Lo anterior es demasiado pequeño para perpetrar la grandeza de su ruina. Cada ex debe tener su respectivo monolito. El de Rosuco, por ejemplo, lucirá la estampa de un sujeto, tipo Sancho, pelándose la panza; mostrando la teta del ombligo, unos ojos de tecolote desvelado y sombrero de gamonal y de peaña, sosteniendo esa “figura de agradable demencia”, un estadio trunco, con las gradería de los tendidos preferenciales y los de la afición de sol tachonados, como la bandera de los piratas, de huesos y calaveras de los torturados, asesinados y desaparecidos en su guerra sucia de baja intensidad y, los portones y las antesalas, deberán estar teñidos con la sanguaza de sus víctimas en esa danza macabra de los tiempos de los “soldados de la libertad” de Reagan y Negroponte.

El pichingo de Ola (para las nuevas generaciones el General cuya única batalla fue contra el erario y no resistir el cañonazo dolarizado del soborno bananero). Una estatua de chafa troglodita, garfios de la edad de piedra alzando el garrote vil de dar golpes de Estado made in Usa. La tarja mostrará un avioncito, un banco y otros “business” que el “héroe” del golpe del 63 y de la guerra del fútbol del 69 “acumuló” en sus tiempos de “sacrificado” Jefe de Estado. La gradería del monumento tendrá una enorme cantidad de bananos, como símbolo inmarcesible de su in-sobornabilidad. Porque el hombre, señores,  no se vendía: lo compraban las gringas transnacionales de la musa paradisíaca, de topón y en partida, junto con sus ministros y sus colaboradores más cercanos,  hoy: “Prominentes hombres honrados, venerables Caballeros de Suyapa  y destacados miembros de la iglesia Católica, Apostólica y Romana”.

La estatua del Monarca lucirá anteojos montados al aire, una bolsita de mangos viches, un coyolito, un par de delicados  guantes como los de Rafles, el ladrón de las manos de seda. ¡Ah!, y un desplumado Lempira de la era de a dos por dólar y, haciendo juego, con un rimero de pasaportes corruptonios de nuestros paisanos chinos de Hong Kong y uno, singular, con una visa gringa denegada; un botecito con restos de la oleaginosa sustancia del petrolazo,  algunas facturitas respaldadoras de su alta “honorabilidad” de sportman de la Garra Catracha y las cartas de venta de jugadores a granel –herrados y venteados– en extranja y, cual baraja de naipes, el ridiculum vitae de un potosí de sus cartas de libertad.

La estatua al Gallo Colorado tiene que mostrar a un vejete mendaz blandiendo, a lo Noriega, un Guarizama de los tiempos de Cinchonero, amellado y oxidado porque no cortó uña de ladrón alguno.. Una copia de una Robolución (in)Moral. La figura debe ser, como los líquenes, una fusión de las patillas de Morazán, el sombrero de Modesto; los anteojos de “Pajarito”, el tata de los golpistas de la Mara-28, los cachorros de doña Nina ( ¿hijo de tigre…, compadre?); el bigote de Carías, la deyección de Lempira, la micción de Zúniga-Huete y las guedejas de Cabañas… En la base debe haber un catre, una hamaca, una almohada o un petate que simbolice su moroso, amoroso y atávico sueño morazánico, de dormirse en sus laureles a mediodía en punto.

El monumento a la grandeza del Reingeniero de la era del huracán Mitch debe tener una estructura, cual torre Eiffel, con alquería férrea de puente Bailey para soportar la insufrible estampa del héroe que debe estar parado con sus pies de barro en un libro, la Nueva Agenda. Sus candorosas manos de yagual de pianista de can-can deben estar aplaudiendo su diáfana y transparente obra lavada por el agualotal numismático del huracán hasta transformarse en una avenida pavimentada hacia un inter-airport  u otros vuelos de igual dorado y calado.

Estas tres estatuas es mamero hacerlas. El monumento del Gachupín “de La Ceiba” nacido en Santander en la mera península Ibérica; el del generalísimo Bolo Vas del Sur y el del Canalero, 100 por ciento hondureños nacido al pie de una esclusa, son fáciles:

-la primera, un Gachupín a una nariz pegada que tenga una grabadora que repita no mirar la crisis y el libro de registro municipal con las páginas arrancadas que atestiguaban, según los linces de la demagogia, que el hombre “nació”, por Dios y la madre, en Ceibita, la bella.

-La del General Bolo Vas, fácil de ejecutar: un flaco muñeco con una pacha de guaro, una guerrera florecida de medallas ganadas sin ir a batalla alguna y una banda pueblerina tocando a rebato.

-Y la del Canalero de las maduras esclusas: una copia de una nave Max-Panamá con un tubo de ensayo que contenga una pinta del jus-sanguinis, del jus-soli y del yus-carán mostrando, a su vez,  el documento –firmado y sellado por uno de sus suegros– que confirme, con partero brasileño,  la tetra- trinidad de su naci-miento: Guatemalo-Guanaxio-Canalero-Catracho, ¡Ay, por Dios!, no se olvide el escultor de colocarle a la diestra o a la siniestra de su estatua  a su adorable Aguas Santas cargando un chingo de güirros caretos.

¡Ah! y el monumento ecuestre del Comandante Vaquero, un poco jodido, a lo western spaguetti: un sombrero tejano, un mostacho de los tiempos de Pancho Villa, botas vaqueras Dan Post, tienen que ser; unos tacuches Armani o guayaberas camagüeyanas o chiapanecas, el caballo Coffee o la yegua de Saro, una guitarra, una Harley Davison, un traje de buzo, una escafandra de F-5, una cuarta urna, el decreto del Salario mínimo, la fórmula anti-monopolio-transnacional-del-combustible; una varita mágica con la que despertó a este dormido pueblo hacia la constituyente, una hoja de ruta de su entrada triunfal al país y una copia de los tratados del Alba.

Y, el monumento de Goriletti, el führer tropical, facilísimo de alzarlo, el escultor que lo ejecutare tendrá que hacer una figura cascarrábica con chatarra de bus de ruta, babas de gusano miamense, camiseta blanca, toletes, bombas lacrimógenas, balas de “goma”, cabezas de ajo (para la limpia de malas vibras), constituciones violadas, urnas taqueadas en las más espurias elecciones estilo Honduras, sangre de hondureños de la oposición descuartizados, mujeres violadas y esculpirle, en letras doradas, en el frontis, de la tanqueta que va a servir de peaña, el pensamiento de Vargas Vila: “Es tan grande su obra[Goriletti], que impera entre ruinas” o colocarle, en su defecto, en la lápida una parodia del epitafio de uno de los colegas más célebres de Rodríguez Maradiaga, el Cardenal de Richelieu: “Aquí yace [Goriletti]/ un hombre que, en la vida, hizo el bien e hizo el mal/ Cuando hizo el mal, lo hizo bien/ Y cuando hizo el bien, lo hizo mal.” Y un rastrero parlante de cerco mediático oligárquico que a cada rato difunda los decibeles de su catatónico chirrido de gallo tísico: ¡vi-va-Hon-du-ras!

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