viernes, 11 de enero de 2019
Mientras hay camino, hay esperanza
Por Carlos Reyna
Gerardo Antonio recorrió en camión los cerca de 400 kilómetros de carretera que separan a Veracruz de la Ciudad de México junto con otros miembros de la caravana migrante. Lo dice mientras algunos de sus amigos se ríen y comparten miradas de complicidad y una Coca Cola de 3 litros que van pasando de mano en mano. “Es la distancia más grande que hemos recorrido sentados desde que salimos de Honduras hace 15 días”, dice. De tanto caminar se le acabaron los zapatos con los que empezó el viaje. Lo dice mientras señala unos tenis de tela verde militar, rotos, sin agujetas y con la suela en la parte del tobillo sumamente desgastada. Ahora trae unos crocs azules. Se los regalaron ayer.
Antonio no esperaba el frío de la travesía, mucho menos el frío que hizo ayer en la capital mexicana. “Todo el recorrido había sido caluroso hasta que llegamos a Veracruz y luego a México”, cuenta. Cuando abandonó su casa, lo que menos pensó fue en el clima o en la ropa. Sólo pensó en salir. Se fue primero con un morral que perdió en algún lugar de Guatemala y que reemplazó con una bolsa de plástico que contiene apenas tres playeras. La de manga más larga dice Brasil en el pecho y llega hasta el codo. “Empaqué unas cuantas cosas, pero para qué cargar, si lo que queremos es empezar una nueva vida”.
La vida que busca Gerardo Antonio es una diferente a la que las políticas económicas de su gobierno y las pandillas que anegan a su país le obligaron a vivir, a él y a su familia los últimos años.
“Ni estudios, ni trabajos, ni una casa. Nadie puede comprar una casa, ni en tres generaciones”. Y con el dato preciso, dice, “allá el 80% de la población vive rentando, ya nos acostumbraron a eso. Trabajaba todo lo que podía y qué le voy a dejar a mis hijos, ¿una vida como esta?”.
La idea que le sale por la boca es brevemente interrumpida, mientras pasa un grupo de hombres con quienes comparte anécdotas de viaje. “Con ellos me vine y ya estamos hasta acá”, me dice explicando la pausa. “¿Qué te decía? Que trabajando en la construcción te cobran todo y si no es posible pagarle al gobierno, pagarle a los Maras es algo que no puedo aceptar. Esas pandillas envían cartas a tu casa pidiendo dinero para dejar viva a tu familia o a vos. Y sin dinero qué se hace”.
Y ¿tu familia vino con la caravana? “Vienen atrás, vienen atrás”–responde.
Del recorrido no le llamó la atención el río que separa a México de Guatemala, lo pasó sin problema. Allá en Juticalpa, Honduras, de donde es originario, hay uno similar, el Río Patuca. Cuenta que de niño se bañaba ahí y que de niño jamás imaginó que dejaría su pueblo, o que los ratos que pasó ahí con sus amigos un día le servirían para cruzar una frontera.
La madrugada del domingo, cuando llegó la caravana migrante a la Ciudad de México, los camiones, que según Antonio eran como quince, hicieron el traslado directo al estadio. No hubo escalas. Tampoco había ganas de conocer esta ciudad, que sólo sería un paso más en el empedrado camino hacia los Estados Unidos. “Ya era muy tarde, ya teníamos sueño”, dice. Pero comenta que desde el camión las luces de la ciudad le parecieron brillantes. “No me dejaron dormir ni con la cortina a medio cerrar”.
Las horas siguientes, hasta las 12 del día, las pasó acostado en las gradas del estadio Jesús Martínez “Palillo”, cerca del Palacio de los Deportes solo con una cobija que le regalaron pero que después le dio a alguien más, “a un hermano que la necesitaba” y con las tres playeras de la bolsa como almohada.
En los terrenos que colindan con el Estadio, a las doce del día el aire es frío pero el sol es intenso, tanto que la gente ha aprovechado para lavar la ropa que traen puesta. Sobre bardas y columpios, sobre las escaleras de algunas resbaladillas, hay pantalones y playeras apiladas esperando a que el sol no tarde en hacer su trabajo. Otros más, los menos pudorosos, entre estos los más jóvenes de la caravana, han aprovechado los enormes tinacos que el Gobierno de la CDMX dispuso para los migrantes, para darse un baño a jicarazos, recolectando agua de las botellas vacías o cualquier otro recipiente.
Algunos más se reúnen donde hay gente de organizaciones no gubernamentales, monjas, estudiantes, personas repartiendo frutas, colocando enormes pilas de ropa sobre el piso. Ahí, Kimberly Tatiana, con el pelo mojado, las cejas recién pintadas y una capa de labial rosa sobre los labios, toma una sudadera roja.
Me dice a tono de broma que su primera meta es “curarse de gripa y después llegar a Estados Unidos”. En un tono más solemne, pero siempre arreglándose el cabello, como si se preparara para salir a cuadro, dice que en su país, El Salvador, no se puede vivir por la discriminación. “Nadie nos entiende allá, nos nos dejan vivir tranquilas”.
Con el semblante aún más serio, dice que es la segunda vez que ha migrado. “Primero pasé de ser un yo que no era y ahora me alejo del país donde no debí haber nacido”. Es católica, tanto que se encomienda a un par de santos cuando le preguntó cómo imagina su futuro cuando logre cruzar la frontera mexicana. Se persigna. “Primero me gustaría encontrar un trabajo digno, uno diferente a los que tenemos allá en nuestra comunidad… ya dios dirá, primero le pediré que me saque de este catarro”.
Cuando llegó Kimberly Tatiana, un médico que estaba en el Estadio le confirmó el diagnostico y la inyectó “contra varias cosas”. Tal vez por eso se siente así, especula. Se despide señalando una banca donde dos mujeres la esperaban haciéndole señas con una caja de pizza en las rodillas. Mucha gente ha llegado al estadio no solo con ropa, si no con comida de todo tipo y agua, intentando ayudar a los 4.300 migrantes en busca de un albergue temporal.
Uno de ellos es Luis Alonso, un joven de 29 años que llegó durante la mañana del lunes proveniente de Honduras. Hace ademanes con las manos cuando reconoce a alguien entre los miles de personas que ahí se reúnen. “El viaje ha sido largo, pero uno lucha por lo que quiere y nosotros seguimos caminando, como una familia”, dice.
“Yo te quiero contar a vos por qué deje mi país”, lo dice invitándome a sentar sobre el pasto. Ya sobre el suelo, comienza a narrar su historia. “Yo quería ser doctor, pero allá en las escuelas no hay cupo y cuando lo hay las cuotas son muy elevadas. Yo me quedé sólo como Bachiller en Ciencias y ahora cuando pido trabajo nadie me lo quiere dar, que porque no soy universitario, que porque estoy demasiado viejo. ¿29 años y viejo? están pirados”.
“¿Quedarme en México? La gente y todo muy bien, pero nos dicen que los sueldos son los mismos que allá en Honduras. Todos los que ves acá tienen la misma meta, llegar a los Estados Unidos, y mucha gente nos dice que qué vamos a hacer allá. Yo le dije a mi familia que no podía quedarme a esperar, somos personas hermano, todos tenemos derecho a soñar con algo más”.
Tras quedarse en silencio por unos segundos, me dice decidido y estrujando una botella de agua con las manos, “no va a ser fácil, eso lo sabemos. Sabemos que va a ser difícil tratar con el gobierno racista de Trump, pero así como caminamos tantos kilómetros, buscaremos que la comunidad internacional nos apoye, que nos ayuden a encontrar otro plan”.
¿Tienes otro plan?
Sí. No volver a Honduras nunca.
Al estadio sólo los migrantes que portan un gafete azul, autoridades y algunos voluntarios pueden pasar. Ahí no hay cámaras, ni reporteros, solo el campo verde donde algunos caminan y otros más se sientan a tomar el sol. Afuera donde las cámaras de televisión esperan, los niños —siendo niños— corren y juegan en columpios, resbaladillas, sube y bajas, ignorando las historias que los llevaron hasta ahí.
Ahí en una banca, Elizabeth Ali, una mujer originaria de Guatemala, está cuidando a sus tres hijos, un niño de apenas un año que trae en los brazos, uno de 5 que se encuentra jugando con otros de su edad y una niña de 11 que se sienta a su lado, sólo escuchando lo que dice. Mientras cuenta lo que han tenido que pasar durante estas dos semanas, parte una mandarina hasta su mínima unidad, perfumando el ambiente de un aroma cítrico.
Cada que sus manos se quedan sin algo que hacer, busca de inmediato otra forma de ocuparlas. Primero arregla la carreola, donde acuesta a su hijo más pequeño y donde cargan las botellas de agua que le han regalado, ropa, una cobija, otra cobija, unas mamilas y una bolsa de pañales.
Mientras cuida con la mirada a su hijo que juega a unos metros, me dice, “ser mujer y ser migrante es difícil. ¿Por qué crees que hay más hombres? Yo porque vengo con mi esposo y su hermano, pero el río, el calor, el frío, cargar dos niños, la carreola, cuidar a esta. Hacerse cargo de la ropa y las comidas, no es sencillo. Varias vecinas se fueron quedando atrás, unas que ya estaban cansadas, otras que le tuvieron miedo al camino. Yo creo que ya hasta se regresaron. Afortunadamente nos dejaron cruzar por el puente, que si no, nos quedamos allá, pero ya estamos cerca”.
“Mi señor me decía que si estaba segura de seguir, yo le dije que sí, que a qué nos regresamos. ¿A vivir como vivimos, a las pandillas, a las carencias? No, nosotros queremos llegar hasta Estados Unidos. Primero dios, tenemos la esperanza de que la vida nos cambie allá”. Lo dice mientras arregla una bolsa que le han regalado con ropa para niños pequeños.
La mañana de hoy las autoridades anunciaron que el albergue ubicado en el estadio está funcionando al 70% de capacidad. Las 4, 300 personas que pasarán ahí unos días más, esperan más allá de las fronteras un destino diferente y desconocido, pero mejor a lo que han vivido en su lugar de origen.
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