jueves, 24 de enero de 2019
Trump Gobierno, política exterior y geoestrategia mundial
Por Wim Dierckxsens, Walter Formento, Julián Bilmes
Un gabinete heterodoxo
Luego de imponerse en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre, Donald Trump inició las negociaciones para definir las figuras que postularía para conformar el nuevo gabinete presidencial. Según la Constitución estadounidense, gran parte de éstos debían ser aprobados por el Parlamento, mientras que los consejeros presidenciales se encontraban exentos de ese requisito.
Si bien Trump había mantenido un fuerte enfrentamiento con el establishment del Partido Republicano a lo largo de las internas electorales, el cual promovía en un primer momento las candidaturas de Marco Rubio y de Ted Cruz como expresiones orgánicas de esos intereses, éstos debieron aceptar la victoria de Trump ante la Convención partidaria que definiría el candidato republicano, y llegaron a un acuerdo. Se había definido ya en aquel entonces que Mike Pence, gobernador de Indiana y miembro del establishment, acompañaría a Trump como vicepresidente. Una vez consumada la victoria de la fórmula Trump/Pence en las elecciones generales de noviembre, este campo de intereses obtuvo un lugar importante en el gabinete de lo que sería la nueva administración.
Como nuevo Jefe de Gabinete se seleccionó pues a Reince Priebus, presidente del Comité Nacional Republicano (CNR) y oriundo de Wisconsin (estado del “cinturón industrial” en que Trump se impuso “sorpresivamente”), una figura que podría alinear al Congreso para viabilizar las principales medidas, ámbito de predominio republicano. A la par, se definió como nuevo secretario de prensa a Sean Spicer, quien se desempeñaba como director de comunicaciones del CNR que dirigía Priebus, y como consejera presidencial a Kellyanne Conway, quien había sido jefa de campaña de Trump luego de la declinación de la candidatura de Ted Cruz, a quien asesoraba hasta entonces. Las tres figuras, de conjunto, eran cercanos a los líderes republicanos del Senado, Mitch McConnell, y de la Cámara de Representantes (Diputados), Paul Ryan. A la par, el nuevo Director de Inteligencia Nacional, el republicano Dan Coats, tenía un vínculo íntimo con el vicepresidente Pence, por ser también oriundo del Estado de Indiana.
En una línea similar, a pesar de las fuertes críticas que le había dirigido durante la campaña electoral, Trump le asignó un espacio importante en el gabinete a Goldman Sachs, gran banca financiera norteamericana, baluarte del campo de fuerzas que conforma el esquema de poder continentalista norteamericano, enfrentado al globalismo. Puso al frente de la Secretaría del Tesoro a Steven Mnuchin, su jefe financiero de campaña, quien había trabajado 17 años en la compañía y es hijo de uno de los viejos socios de ella. A la par, Gary Cohn, presidente y número 2 de esa banca, era ubicado como principal asesor económico, a cargo del Consejo Económico Nacional, mientras que se seleccionaba como asesora económica a Dina Powell, presidenta de la fundación Goldman Sachs.
Por otro lado, el muy relevante puesto de Secretario de Estado (símil a canciller, a cargo de las relaciones internacionales), fue para Rex Tillerson, quien se desempeñaba hasta entonces como CEO de ExxonMobil, la enorme petrolera norteamericana de la ´Casa´ Rockefeller. En su anterior función, Tillerson había realizado una asociación con las grandes empresas hidrocarburíferas rusas, lo que le valió una relación cercana a Vladimir Putin y su hombre de confianza Igor Sechin, CEO de la petrolera Rosneft, en base a lo cual le fue otorgada la Medalla de la Amistad por parte del mismo Putini. Ello parecía obedecer a la estrategia de constituir un “G-2” junto a Rusia contra China, buscando romper la alianza estratégica entre ambas potencias asiáticas (impulsoras del esquema de poder multipolar BRICS), en base a la teoría de “balance de poder” de Henry Kissinger, señalado por el analista William Engdahl como el cerebro geoestratégico en las sombras bajo la nueva administraciónii.
Bajo esa teoría tomada de la geopolítica británica clásica, en aras de asegurar la dominación mundial, una potencia hegemónica debía procurar entablar una alianza con el más débil de dos rivales para derrotar al más fuerte, y en ese proceso, agotar y debilitar también el poder del más débil. Una ecuación de poder extraordinariamente exitosa en la construcción del Imperio Británico hasta la Segunda Guerra Mundial. Esa doctrina fue la que había implementado el mismo Kissinger bajo el gobierno de Nixon en 1971-72, cuando se desempeñaba como Secretario de Estado, y generó el acercamiento de EUA con China, en aquel entonces el más débil de sus dos grandes adversarios, seduciendo a ese país para aliarse contra la Unión Soviética, entonces el adversario más fuerte. Jugada que le dio resultado a EUA en aquel entonces, y que Kissinger ha venido planeando reeditar, aunque invertida, en la actualidad.
Ello ha implicado una política inversa y opuesta a la que sostuvo Barack Obama durante su mandato, en especial durante el último tiempo, quien bajo la geoestrategia de Zbigniew Brzezinski confrontó fuertemente con Rusia, buscando detener el ascenso de las potencias emergentes euroasiáticas y su planteo de rediseño del ordenamiento mundialiii. Así, en febrero de 2014 había promovido la “revolución de color”, o golpe de Estado, del “euromaidan” en Ucrania que derrocó al presidente Yanukóvich, cercano a Rusia, lo cual desencadenó una guerra civil de grandes proporciones y relieve estratégico. Luego, ante la anexión rusa de la península ucraniana de Crimea, luego del referéndum en que más del 95% de sus ciudadanos votaron por incorporarse a la Federación Rusa, Obama impulsó una serie de sanciones por parte de “Occidente”. Por lo contrario, entre los planes de Kissinger figuraba el reconocimiento oficial por parte de EUA de Crimea como parte de Rusia y el levantamiento de las sanciones económicas.
En ese marco, Kissinger salió a apoyar en aquel entonces la designación de Tillerson como nuevo Secretario de Estado, con quien comparte espacio en una Junta de Síndicos estadounidense. Además, Kissinger se ganó el respeto de Putin a raíz de los acontecimientos de los años ’70, y se reunió con él en privado en Moscú, en febrero de 2016, en una reunión calificada como “un diálogo amistoso” entre ambos, vinculados por una relación de larga data.
Volviendo al nuevo gabinete, una figura importante de la nueva administración, opuesta ya a la cúpula del Partido Republicano, era Steve Bannon, designado como Jefe de Estrategia y miembro del Consejo de Seguridad Nacional. Éste era editor del portal de noticias Breitbart, de postura “alt-right” (derecha alternativa), expresión de la radicalización de parte de la base republicana que durante el mandato de Obama se volcó a expresiones racistas y xenófobas como el Tea Party, reivindicando un nacionalismo blanco supremacista, usualmente denominado WASP (siglas en inglés de “blanco, anglosajón y protestante”). Si bien Bannon tiene un pasado en Goldman Sachs, se volvió fuertemente crítico de Wall Street, la city de Nueva York, denunciando el “globalismo” de las élites financieras y la pérdida que ello había ocasionado al poder estadounidense.
Otra de las figuras relevantes es el yerno de Trump, Jared Kushner, gran empresario inmobiliario como su suegro, quien se desempeña como consejero del presidente desde su asunción, con participación importante en la política exterior. Junto con su esposa Ivanka Trump forman parte del círculo íntimo del nuevo presidente, ocupando roles importantes en cuanto a toma de decisiones e implementación de políticas. Según el investigador Wayne Madsen, de los servicios de inteligencia de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA por sus siglas en inglés), citado por el analista Alfredo Jalife, existen tres administraciones simultáneas en el nuevo gobierno de Trump, graficado ello en términos de círculos concéntricos, y en el primer anillo, el círculo íntimo del presidente, ubica a Kushner e Ivanka Trump, Bannon, el otro consejero superior Stephen Miller y el nuevo procurador Jeff Sessionsiv. Miller, redactor de varios discursos de Trump, había ocupado puestos importantes en la campaña presidencial, y había sido director de comunicaciones del entonces senador de Alabama, nuevo fiscal general en 2017, Jeff Sessions. Ambos desarrollaron lo que Miller describe como “populismo de Estado-nación”, una respuesta a la globalización y a la inmigración.
Bannon, Sessions y Miller serían pues parte de los ideólogos del importante componente WASP del nuevo gobierno, idea que sintetiza el núcleo duro de la base social del “trumpismo”, especialmente en la relegada área rural de EUA, en los 17 Estados de lo que se denomina como “cinturón industrial” y “cinturón bíblico”v. Tanto en EUA con las fuerzas del Trump-ismo como en el RU con las fuerzas del Brexit, se refuerzan las reivindicaciones étnicas nacionalistas frente al cosmopolitismo y multiculturalismo que conlleva la globalización transnacional, en tanto maniobras defensivas frente a un proyecto que amenaza la propia identidad nacional fundante, base de sustentación en que se asientan los proyectos estratégicos que no superan la escala continental. Dado que Trump expresa un nacionalismo industrialista anti-globalista y anti-oligárquico, con él emergen formas radicalizadas de ese nacionalismo conservador, como los supremacistas blancos.
La relevancia de Bannon en la nueva administración se cristalizó en la novedad que implicó el asiento que le fue dado en el Consejo de Seguridad Nacional, hecho inédito para un asesor político presidencial (en tanto Jefe de Estrategia), a la par que se rebajaba el estatus del presidente del Estado Mayor Conjunto y del Director de la Inteligencia Nacional, limitando la asistencia de ambos en caso de que la reunión lo requiriera y no de hecho en todas. Trump vigorizaba con ello al sector más propio del gabinete, en detrimento del establishment republicano, unipolar financiero, pero de escala continental. Si bien debió retroceder en caso de la presencia no sistemática del Director de Inteligencia Nacional en ese órgano, eso ayudó a excluir a la CIA (Agencia Central de Inteligencia) del mismo.
Según contextualiza esta importante medida el analista Thierry Meyssan, el Consejo de Seguridad Nacional (CSN) había sido el centro del Ejecutivo estadounidense desde 1947 con el reordenamiento mundial pos Bretton Woods, órgano en que “el presidente compartía el poder con el director de la CIA –nombrado por él– y con el jefe del Estado Mayor Conjunto, seleccionado por sus pares de este órgano estrictamente militar”vi. Se buscaba con ello entonces recuperar poder para el ejecutivo, a la par que debilitar la incidencia de la CIA en cuanto a política exterior, especializada en la realización global de acciones secretas, cambios de régimen y “revoluciones de colores” en países considerados peligrosos para la seguridad nacional estadounidense, asesinatos selectivos, etc.
La nueva política exterior de Trump pasó a concentrarse en reducir las cargas financieras que le implica a EUA ser árbitro mundial (en instituciones y organismos como la OTAN y la ONU) para concentrarse en el lema de “Estados Unidos primero”, en pos de reindustrializar el país y recuperar los empleos perdidos a causa de la globalización que ocasionó la deslocalización de empresas. Desde una posición de nacionalismo industrialista, ello parecía implicar una política menos intervencionista y más aislacionista en materia internacional.
A la par, se buscó dejar de “sostener” al Estado Islámico en Siria e Irak (ISIS) como habían venido haciendo las élites financieras globalistas expresadas por Obama, mediante la CIA y la OTAN, para “contener” el avance ruso y chino en Eurasia. Se puso el blanco entonces en combatir al terrorismo islámico radical, instrumento que podrían utilizar sus enemigos globalistas para generar hechos de desestabilización a la presidencia Trump, por lo cual se avanzó en los decretos contrarios a la inmigración indiscriminada de países de Medio Oriente, y se buscó un acercamiento con Rusia para combatir al Estado Islámico en Siria (ISIS).
En este punto juega un importante papel la designación del general Michael Flynn en el gabinete original de Trump, también como Consejero de Seguridad Nacional. Éste había dirigido la agencia de inteligencia del Pentágono (DIA por sus siglas en inglés) entre 2012 y 2014, bajo la administración Obama, puesto desde donde se había enfrentado con la geopolítica globalista de Obama y Hillary Clinton (en ese entonces Secretaria de Estado, a cargo de la política exterior), oponiéndose al respaldo de esa administración a la creación del ISIS. Según Thierry Meyssan, Flynn se encontraba organizando a fines de 2016 una amplia reforma de los servicios de inteligencia de los EUA, revirtiendo las reformas introducidas por Bush y Obama, buscando centralizar las 16 agencias de inteligencia estadounidenses en una rendición de cuentas a sí mismo como Consejero de Seguridad Nacional, y no ya al Director de la Inteligencia Nacional (puesto que ocuparía el republicano Dan Coats, cercano al establishment de ese partido)vii.
En esa misma línea, el nuevo Secretario de Defensa (a cargo del Pentágono), James Mattis, y el Secretario de Seguridad de la Patria, John Kelly, ambos también generales retirados, se habían enfrentado a la política estadounidense en Irak luego de la guerra e invasión desatada por Bush a raíz de la connivencia y el apoyo a facciones del terrorismo islámico radical. Meyssan asevera que con ello Trump ha buscado garantizar su control sobre los órganos de seguridad, conformando su equipo en la materia alrededor de dos cuestiones centrales: la erradicación del Estado Islámico (ISIS/Daesh) y la oposición a la versión oficial de los hechos del 11 de septiembre de 2001, la llamada “caída”, en realidad derribo, de las Torres Gemelas (World Trade Center: centro del comercio financiero global), por parte del “terrorismo islámico de Al Qaeda” según esa interpretación.
En este último sentido, recupera Meyssan la oposición de Trump a esa versión oficial sobre el derribo de las Torres, denunciando la imposibilidad de los argumentos oficiales sobre cómo se había producido ello. Se oponía con ello al establishment republicano dominado por los Bush y los intereses continentalistas que éstos expresan (complejo financiero militar-industrial del Pentágono, industrias petrolíferas y farmacéuticas, etc.), quienes orquestaron ese golpe contra la fracción de capitales financieros globalizados, más avanzada y que ya desde entonces jaqueaba el poderío industrial-militar estadounidense en pos de una nueva forma global de estatalidad del poderviii.
A la par, en esa misma estrategia parece ubicarse la figura elegida para dirigir la CIA, “Mike” Pompeo, formado en la academia militar de West Point, quien se desempeñaba como representante de Kansas en la Cámara de Representantes y era miembro de la facción ultraconservadora republicana conocida como Tea Partyix. Según afirma Meyssan, el nuevo equipo de seguridad tenía intenciones de poner a la CIA bajo la órbita del Pentágono más que en la del Departamento de Estado, en donde Hillary Clinton aún contaba con influencia.
No obstante, una parte de esos planes lograron ser frenados por parte de los oponentes de la política de Trump: el globalismo financiero en primer término, y el continentalismo norteamericano en segundo –aunque aliado táctico este último y parte del esquema de gobierno de la nueva administración-, a fin de garantizar gobernabilidad frente a los sucesivos golpes y desestabilizaciones producidos por los diversos instrumentos controlados por el globalismo. Fue así que ni bien producido el anuncio de que Flynn ocuparía el cargo de CSN, la CIA y el equipo de Clinton denuncian sus estrechos vínculos con Rusia (en 2015 había sido invitado al aniversario de la agencia de noticias RT -Russia Today-, para la cual había colaborado luego de su retiro del Ejército, y donde pronunció un discurso), país al que han venido acusando de haber interferido en las elecciones de 2016.
Finalmente, lograron generar su renuncia en febrero, sólo 24 días después de haber asumido en el cargo (el más corto en la historia del CSN), a raíz de haber mentido en su informe sobre las conversaciones sostenidas con el embajador ruso a fines de 2016, confirmándole las declaraciones de Trump en torno a levantar las sanciones impuestas por Obama contra aquel país. La CIA estaba empeñada en demostrar que esos contactos constituían un crimen federal, y ello constituía una traición en un marco de hostilidad entre ambos países. En su lugar en el CSN, Trump designó al teniente general H. R. McMaster, un militar que se había hecho conocido a fines de los ’90 por su tesis de doctorado, en donde criticaba la estrategia seguida durante la guerra de Vietnam por el presidente Johnson, su secretario McNamara y otros personajes.
Con el devenir de los acontecimientos una parte importante de las principales figuras del gabinete presidencial se verían desplazadas o renunciarían a sus cargos, dando cuenta de las fuertes pujas internas de esa alianza en posición de gobierno. Dada la fragilidad de ésta y en base a las convulsiones a nivel nacional para desestabilizar al gobierno, la estrategia de Trump parece haber seguido un camino de “equilibrista”, posicionándose a favor de ciertos funcionarios en contra de otros, echando a unos y nombrando a otros, demostrando la fortaleza de la figura presidencial en la toma de decisiones. Y si bien para gran parte de la “opinión pública” ello lo muestra como impredecible, los trazos gruesos de sus políticas muestran una coherencia con lo expresado a lo largo de la campaña, buscando consolidar ese nacionalismo industrialista expresado en los eslóganes de Make America Great Again y America First.
Contra los mega-acuerdos comerciales: Fin del TTP, renegociación del TLCAN y nueva política proteccionista
Desde su primer día de funciones como presidente de los EUA, Trump comenzó a hacer efectivo lo anunciado a lo largo de toda la campaña electoral referente a los mega-acuerdos de libre comercio en los que participa, o participaría, Estados Unidos. Sus ataques habían sido dirigidos especialmente contra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA por sus siglas en inglés), impulsado desde 1992 por el gobierno de George Bush (padre) y firmado en 1994 por Clinton, y contra el Tratado Transpacífico de Cooperación Económica (TTP, o TPP por sus siglas en inglés), habiendo sido negociado en secreto luego de la crisis financiera global de 2008 por la administración Obama. Ese primer día de actividad como presidente, Trump firmó una orden ejecutiva (prerrogativa que elude al Congreso) que indicaba la retirada del país del TTP, lo cual implicaba prácticamente su desaparición -o al menos una gran pérdida de relevancia geoestratégica-, dado el peso y rol fundamental de EUA en el mismo.
Con esta medida, Trump avanzaba en una medida fundamental para su programa de gobierno, desarmando el diseño geoestratégico globalista de la administración de su predecesor Obama. Éste se apoyaba en tres grandes pilares: el TPP, el TTIP y el TISAx, enormes acuerdos comerciales y de inversión concebidos a la medida de las empresas transnacionales (ETN’s), los cuales eran impulsados como contraataque al creciente peso de los bloques de poder emergentes nucleados en el BRICS, en términos geoeconómicos, geopolíticos y geoestratégicosxi. El Tratado Transpacífico, en particular, buscaba conformar el mayor bloque económico del mundo, representando el 40% del PBI global y una tercera parte del comercio mundial, agrupando 12 países de Asia, Oceanía y América en un mercado de 800 millones de personasxii. Excluyendo a China, el TTP representaba el brazo comercial del llamado “giro asiático” del gobierno de Obama, concebido para consolidar la presencia de las Transnacionales Globalizadas en el nuevo motor y en el nuevo centro de la economía mundial, el Asia-Pacífico, buscando contrarrestar el creciente peso de la China multipolar en su continente y las zonas de inmediata influencia.
Dada la “impopularidad” de estos mega-acuerdos proto-globalesxiii, venían siendo negociados en secreto. Según se conoció a raíz de una serie de filtraciones en WikiLeaks sobre ciertos apartados del TTP referentes a propiedad intelectual, medicamentos, medio ambiente, términos de intercambio y otras aristas, se diseñaban regulaciones hechas a medida de las ETN’s, quienes podrían así avanzar en mayores privatizaciones y monopolizaciones de diversos campos de la vida económica y social (medicamentos, internet, derechos de autos, patentes, medio ambiente, etc.). Inclusive, mediante un mecanismo de solución de controversias entre inversores y Estado (denominado ISDS por sus siglas en inglés) se habilitaría a los primeros a demandar a los gobiernos nacionales en caso de no cumplir esas prerrogativas, violar los tratados o “afectar sus intereses”, apelando para ello a tribunales internacionales como el CIADI. Lo cual restringiría la capacidad de implementar política económica por parte de los Estados, e implicaría la cristalización institucional-legal de la negación de la soberanía de los Estados-nación (incluso los de país central) que conlleva la nueva forma de acumulación del capital financiero transnacional global.
Con esta decisión de Trump, la China multipolar vio una gran oportunidad para colocarse a la cabeza del proceso de globalización ´a su modo´, en momentos en que el país que fuera su principal impulsor -con los gobiernos de Clinton y Obama especialmente- se volcaba hacia el proteccionismo. Esto quedó claro en el lanzamiento del acuerdo RCEP para los países miembros del ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), y en los discursos de Xi Jinping en las cumbres de APEC (Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico) y del Foro Económico Mundial de Davos, hacia fines de 2016 y principios de 2017. Aunque el carácter del proceso de mundialización impulsado por China es distinto al carácter del proceso neoliberal financiero, ya que se asienta en patrones de acumulación predominantemente industriales, productivos y mixtos en detrimento de los financieros, especulativos y pro-mercado, potenciando así el comercio de bienes y servicios de la economía real y los grandes proyectos de inversión en infraestructura (carreteras, puentes, canales, represas y centrales energéticas, etc.). Y, para imponerse este proyecto estratégico frente al del capital financiero global, necesariamente debe conformar un esquema de poder de carácter multipolar, abriendo el juego de las discusiones, negociaciones y tomas de decisión a nivel mundial e incorporando en ello a los distintos bloques gran-nacionales de poder de cada continente.
Volviendo al flamante gobierno de Trump, éste afirmó que la retirada del TTP representaba un gran beneficio para los trabajadores norteamericanos, en base a su doctrina de America First (Estados Unidos primero) consistente en recuperar el poderío industrial y los empleos perdidos, con una gran inversión en infraestructura y buscando forzar un proceso de relocalización de las grandes transnacionales frente a la deslocalización operada desde los años ’90 hacia las economías de México y el Asia-Pacífico. En este sentido, ese mismo primer día en funciones Trump había advertido a los líderes de importantes empresas norteamericanas que no trasladaran su producción al extranjero, a la par que anunciaba un muy alto impuesto fronterizo para productos que quisieran entrar al mercado estadounidense provenientes de países con “costos laborales” más bajos.
Es cierto que el TTP ya venía en cuestión y serio riesgo de ser puesto en funcionamiento, dado que para ello debía ser aprobado por EUA (al precisarse al menos el 85% de su PBI combinado, representando EUA el 60% del mismo), y esa decisión debía pasar por el Congreso. Éste era un ámbito de por sí adverso a Obama, por estar controlado por los republicanos, aunque además contaba con la oposición del ala de los demócratas más cercana a los sindicatos, quienes sabían bien que los trabajadores serían los principales perjudicados por los tratados de liberalización y apertura económica. Sin embargo, la acción llevada a cabo por Trump terminó de sepultarloxiv, representando una medida contundente, en la que se anunciaba los términos de la nueva política comercial estadounidense bajo su nueva administración.
Ésta apuntaba a revertir el gran déficit comercial global con que cuenta EUA, de 750.000 millones de dólares, principalmente con China (347.000 millones), seguido por Japón (69.000 millones), Alemania (65.000 millones) y México (63.000 millones). Y para ello anunciaba Trump la necesidad de establecer términos de “comercio justo” más que de libre comercio, según sus palabras, apuntando a entablar tratados comerciales bilaterales antes que grandes acuerdos multinacionales. Se aprecia en ello que lo bilateral ayuda a establecer una posición de poder, no como los TLC (Tratados de Libre Comercio) diseñados para deslocalizar continentalmente a la manera del NAFTA, o globalmente a la manera del TTP/TTIP/TISA. La vía bilateral posibilitaría a EUA imponer su enorme poder militar, virando el multilateralismo de la administración globalista de Obama-Clinton por un unilateralismo más belicistaxv. Aunque se trate de un unilateralismo de carácter más defensivo que expansionista como fue el de los Bush, más preocupado por recuperar los pilares de su poderío de antaño y frenar la desindustrialización, antes que seguir empleando dinero, tiempo y esfuerzo en el diseño y la supervisión del orden mundial.
El equipo de asesores de comercio elegido por Trump ilustraba claramente la nueva postura. Como representante comercial de los EUA había designado a Robert Lighthizer, un abogado proteccionista que se había desempeñado en un puesto afín bajo la presidencia de Reagan en los ’80, y en las últimas décadas había representado a los productores de acero estadounidenses en sus frecuentes litigios en materia de comercio, particularmente con China. A éste su unía Peter Navarro, quien había sido asesor económico de Trump durante la campaña electoral y era designado ahora al frente del nuevo Consejo de Comercio Nacional de la Casa Blanca. Éste último era muy crítico también de China, abogando por una postura más agresiva en lo que advertía sería una guerra económica entre las dos grandes potencias. Ambos se sumaban para trabajar como un equipo, en “estrecha coordinación” en materia de política comercial, con el nuevo Secretario de Comercio, Wilbur Ross, quien se había enfrentado a los fabricantes de acero chinos a principios de los años 2000xvi.
El nuevo equipo de comercio tendría como desafío reequilibrar la balanza comercial, crear buenos empleos y hacer crecer cadenas de valor diversas nuevamente en territorio estadounidense. Ello se basaba en una concepción de “juego de suma cero”, en el sentido de que en el comercio internacional lo que gana uno otro lo pierde, y viceversa, lo cual llevaba a endurecer la posición propia frente a otras naciones, en particular con aquéllas con las cuales se sufre de déficits comerciales. Trump y sus principales asesores comerciales compartían la opinión de que en los años precedentes se había priorizado el ideal de libre comercio por sobre los propios intereses, mientras que otros países habían venido socavando la base industrial norteamericana al subsidiar sus propias industrias de exportación, a la par que se impedía la importación de productos estadounidenses, es decir, una “competencia desleal”xvii.
Aparece en este punto la cuestión del TLCAN (o NAFTA), que agrupa a Estados Unidos, Canadá y México, y representa hoy día la mayor zona de libre comercio del mundo (en términos concretos, más allá de los mega-acuerdos de mayor escala pero que no han entrado aún en vigor). Saliendo del mismo, o renegociándolo a su manera, el proyecto nacionalista industrial de Trump podría recuperar gran parte del sistema productivo estadounidense hoy deslocalizado en México (en especial la industria automotriz), lo cual podría devolverle la escala y fortaleza industrial perdida.
Sin embargo, en esto se contraponía con sus aliados tácticos del continentalismo norteamericano, proyecto estratégico y esquema de poder que se asienta en el NAFTA como base territorial para poder seguir jugando en los primeros planos del poder mundial. Éste representa, así, el modo en que se expresa la expansión de la magnitud de la base territorial de una forma de Poder-Valor-Estado, de capitales financieros comparativamente retrasados en su desarrollo en cuanto a escala de producción-acumulación frente a las fracciones más dinámicas que impulsan el proceso de globalización transnacional. Por ello a Trump le llevó más tiempo, con fuertes tensiones de por medio, avanzar en sus pretensiones en torno al TLCAN, debiendo optar por la renegociación antes que la retirada de éste.
El enfrentamiento a lo interno del nuevo gabinete entre el sector comandado por Bannon, abierto partidario de abandonar el acuerdo, y el que expresa al continentalismo norteamericano, da cuenta en parte de esta interna. Ya en abril de 2017 se forzó el apartamiento del Jefe de Estrategia de su lugar en el Consejo de Seguridad Nacional, luego del bombardeo sobre Siria (hecho que abordaremos en detalle más adelante), ganando así mayor influencia los intereses continentalistas. Luego, en agosto se imponen ya estos intereses en la pulseada, con el desplazamiento completo de Bannon de la Casa Blanca, a raíz de enfrentamientos callejeros violentos que “habían sido producidos” en la localidad de Charlottesville asumiendo la forma de conflictos raciales, habiéndose centrado la atención de los grandes medios de comunicación (tanto los que expresan al globalismo como los del continentalismo, golpeando a la par en esto) sobre el accionar de los grupos de “derecha alternativa” que expresa y fomenta Bannon con su portal Breitbart News.
Ese mismo mes de agosto, pues, comienzan las negociaciones tripartitas para actualizar el TLCAN, con sucesivas rondas centradas en distintas aristas que hagan a un nuevo formato del acuerdo, y proyectando completar las negociaciones hacia principios-mediados de 2018. Así como el Partido Demócrata presentaba divisiones en cuanto al TTP que impulsaba Obama, en este punto también se da que un sector de legisladores de ese partido, cercano a la central sindical AFL-CIOxviii, anunciara que podrían apoyar a Trump en la renegociación del acuerdo. Según se puede ir rastreando con el correr de las rondas de negociaciones, hay un conjunto de temas centrales que dan cuenta de lo que se pone en juego en la renegociación del acuerdo, así como intereses económico-sociales encontrados que han salido a marcar posición.
Según Lighthizer, el representante estadounidense en las negociaciones, el TLCAN es responsable de la pérdida de 700.000 puestos de trabajo en ese país, y del gran déficit comercial de 64.000 millones de dólares que tiene EUA con México. Si bien la balanza comercial con Canadá ha sido más equilibrada, en los últimos años ha aparecido y crecido también un déficit comercial, se denuncia la existencia de subsidios canadienses a ciertos productos como lácteos, vino y cereales. Los EUA, por ende, han amenazado con reducir los déficits vía recortes en el comercio, o bien reinstalar aranceles, y más allá de que los Tratados de Libre Comercio fijan la quita de éstos a exportaciones e importaciones, el nuevo gobierno busca eliminar el impedimento de aplicarlos a aliados del Tratado. Ello representaría una gran preocupación para México y Canadá, dado que éstos envían 80% y 76% de sus exportaciones a EUA, respectivamentexix. A su vez, EUA propone crear un mecanismo para impedir a los socios del TLCAN “manipular el tipo de cambio” de su moneda en pos de obtener “una ventaja competitiva desleal”, a lo cual se oponen sus vecinos por representar una inhabilitación para definir política monetaria, y entregar así el control de su moneda a la Reserva Federal estadounidense.
El caso de México se ha vuelto centro del debate, acaparando los continuos ataques de Trump. Desde la entrada en vigor del TLCAN, ese país se ha convertido en caso emblemático del sistema de maquilaxx, basando el crecimiento de su economía en la mano de obra barata y la exportación de productos que las transnacionales ensamblan allí (pero cuyas piezas y partes desarrollan en otros lugares), un modelo de carácter excluyente y polarizador socialmentexxi. Ello, a su vez, ocasionó una gran pérdida de empleos manufactureros en EUA, de baja calificación, que las ETN’s en proceso de deslocalización llevaban hacia su país vecino, a la par que se creaba en EUA una nueva gama de empleos en áreas de diseño, ingeniería y áreas afines: un trabajo más calificado e intelectual que manual, pero de mucha menor cantidad que aquéllos otros, por lo cual la resultante daba cuenta de una caída en los niveles totales de empleo, y el pasaje a la desocupación de grandes contingentes de trabajadores norteamericanos de las otrora pujantes ciudades del “cinturón industrial”.
Es por ello que los ataques de Trump sobre México resultan tan populares para su base electoral de trabajadores de esos estados, acusando a ese país de robar sus fuentes de trabajo. Los sindicatos han manifestado su apoyo a los pronunciamientos de Trump, y demandan que el nuevo acuerdo exija un nivel mínimo de salarios en los tres países que garantice condiciones de vida digna, para protegerse de la mano de obra barata procedente de México (cuyos niveles salariales oscilan entre un sexto y un octavo de los de EUA, y en la industria automotriz llegan a ser 12 veces menores), y se asegure que haya un “campo de juego nivelado”xxii.
Un aspecto central de las negociaciones, luego, reside en las denominadas reglas de origen, es decir, los requisitos que deben cumplir los exportadores de cada país para que sus productos sean considerados originarios, y por ende beneficiarios de las rebajas arancelarias fijadas en el Tratado. La Secretaría de Comercio de EUA ha establecido que el porcentaje estadounidense de los bienes importados de México (en más de 60% provenientes de la industria automotriz) pasó de 26% en 1995 (un año después de la vigencia del NAFTA) a 16% en 2011, en una tendencia que se mantiene. Esa disminución de 10 puntos, indican, fue absorbida por países no integrantes del NAFTA, fundamentalmente a raíz de la extraordinaria ola de inversión extranjera (IED) que recibió México luego de 1994, sobre todo en la industria automotriz, proviniendo la mitad de ésta de Chinaxxiii.
Se aprecia la centralidad del sector automotor en lo que se pone en juego para el gobierno de Trump. Actualmente, un automóvil que se ensambla en México, aunque no todas las partes sean de allí, no está sujeto al impuesto de importación hacia EUA si cierto porcentaje de éste se hizo en América del Norte. Los EUA buscan aumentar ese porcentaje, pues (del 62.5 al 85%), y que una porción significativa de las partes provenga del país, como parte de una estrategia que apoya el sindicato automotriz más grande de Estados Unidos. Aunque los fabricantes de autos están preocupados por esa idea, la cual elevaría sus costos de producción y por tanto de venta, según sus previsiones (dado que les resulta más barato importar de países con menores “costos laborales”, del Asia-Pacífico principalmente)xxiv.
Para la administración Trump, la producción de empresas automotrices estadounidenses en México es una práctica que debe ser erradicada, para devolver a EUA los puestos de trabajo estadounidenses que se han perdido desde la puesta en marcha del TLCAN y para revertir el fenómeno de desindustrialización a causa de la deslocalización, lo cual se expresa tan claro en una ciudad devenida “fantasma” como Detroit. Para ello cuentan con una gama de recursos que incluyen también estímulos fiscales y la imposición de aranceles. Aunque el peligro consiste en que las automotrices estadounidenses se deslocalicen de México hacia China, una tendencia que ya está en marcha hace mucho tiempo y que haría incrementar el déficit comercial con ese paísxxv.
Otros puntos en discusión refieren al Tribunal de Arbitraje (en donde se denuncian prácticas de dumping, subsidios y otros mecanismos de “competencia desleal”), y cuestiones que hacen a la actualización del TLCAN de acuerdo a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación: comercio electrónico, propiedad intelectual y otros.
Por último, cabe señalar que las amenazas de Trump de salirse del NAFTA han dado lugar a oportunidades para otros grandes jugadores mundiales que podrían producir el realineamiento geopolítico de Méxicoxxvi y de Canadá. Éste último país firmó a fines de 2016 el Acuerdo Económico y Comercial Global (CETA por sus siglas en inglés) con la Unión Europea, un acuerdo de libre comercio que reduce tasas aduaneras para un número importante de productos y estandariza normas para favorecer los intercambios. México, por su parte, fue invitado por China hacia fines de 2017 a un foro de negocios en una cumbre del BRICS, a la par que mostraba su predisposición a estrechar vínculos en la reunión anual del Grupo de Alto Nivel Empresarial México-China, creado hace unos años por sus presidentes, y Peña Nieto firmaba un gran acuerdo con la empresa china de comercio electrónico Alibaba en pos de incorporar pymes mexicanas en la exportación en el mercado chino. De esta manera, en medio de las negociaciones del NAFTA, el presidente mexicano jugaba la “carta de China” para mostrar su plan B en caso de que aquéllas no prosperenxxvii.
Los Estados Unidos de Trump, por su parte, no se quedaban atrás, apuntando la nueva administración a establecer una alianza estratégica con el Reino Unido de Theresa May, bajo el proyecto de la Corona Británica, contrarios ambos al globalismo financiero. Siendo relativamente similares ambos países en cuanto al valor de su fuerza de trabajo y el nivel de consumo de sus mercados, ello daría más oportunidades a Trump para llevar adelante su proyecto de reindustrializar EUA frente al capital financiero global.
A su vez, a principios de 2018, todavía con el NAFTA en proceso de renegociación, Trump volvía a la carga con su política comercial de America First, estableciendo tarifas de 25% a las importaciones de acero y 10% para el aluminio, y anunciando ante las amenazas de la UE y China que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. Una vez lograda la aprobación del proyecto de reforma fiscal a fines de 2017, en base a la labor de sus aliados tácticos del continentalismo, le dio aire a Navarro para reemprender la línea comercial dura en asociación con Lighthizer y Ross, lo cual motivó duras réplicas del establishment republicano, y la renuncia de una de las figuras fuertes del gabinete, el jefe del Consejo Económico, Gary Cohn, ex número 2 de Goldman Sachsxxviii.
Estas medidas anuncian una vuelta a los lineamientos nacionalistas de campaña, luego de un 2017 ajetreado y de grandes conflictos. La cuestión del acero en particular presenta particular relevancia: el aumento de las tarifas y la protección de la industria nacional que ello implica fue justificado, en forma novedosa, en términos de “cuestión de seguridad nacional”. Trump había afirmado que el acero es fundamental tanto para la economía estadounidense como para sus Fuerzas Armadas, y no es un área en que se pueda tolerar la dependencia de países extranjeros, lo cual iba en sintonía con la Estrategia de Seguridad Nacional anunciada a fines de 2017xxix. Y en ello volvía la mirada sobre la consolidación de sus bases y apoyos sociales, parte importante de los cuales proviene de los industriales del carbón y el complejo sidero-metalúrgico, expresión de una fracción y forma del capital retrasada a nivel global y dependiente de la economía estadounidense. Intereses que expresan Lighthizer, Ross, Navarro y también el ex asesor de campaña en economía y política comercial, Dan DiMiccio, ex CEO de la siderúrgica Nucor, principal empresa de acero en ese país junto con US Steel.
Primera cumbre Trump-Xi Jinping y el bombardeo a Siria
El 6 y 7 de abril de 2017 tuvo lugar un hecho de gran magnitud y relevancia: la primera reunión entre el nuevo mandatario estadounidense y su par chino, en donde podrían empezar a plantearse las nuevas relaciones entre las dos mayores “potencias” del mundo. La cumbre no tendría lugar en la Casa Blanca, sino en la residencia particular de Trump en Mar-a-Lago (West Palm Beach, Florida), lo cual otorgaba mayor discrecionalidad a lo acordado en ella. Una gran sorpresa y preocupación generó, no obstante, el bombardeo de los EUA sobre Siria el mismo día 6, en plena cumbre, a causa de un ´supuesto´ ataque de armas químicas contra la población civil por parte del gobierno de Bashar al-Assad, que meses después fue descartado por falta de pruebasxxx. Estos dos hechos en estrecha conexión revisten gran relevancia geoestratégica, y los abordaremos sintéticamente.
El gobierno estadounidense llegaba a la reunión sin una postura clara sobre qué tipo de relación entablar con China, cómo y cuánto confrontar, luego de una campaña electoral con muy fuertes críticas hacia ese país por parte de Trump: los había acusado de robar empleos norteamericanos, manipular su moneda y desarrollar prácticas de comercio desleal. El gran déficit comercial constituía uno de los puntos clave a tratar. Otro residía en la amenaza nuclear que representaba Corea del Norte: a principios de año ese país había realizado una prueba con sus flamantes misiles balísticos intercontinentales, violando los acuerdos de Naciones Unidas, y se temía que podía estar muy cerca de colocar una ojiva nuclear en un misil capaz de llegar a la costa oeste de EUA ante una eventual confrontación bélica. Trump buscaba entonces que China intensificara las sanciones económicas contra Pyongyang, dada la gran dependencia de la economía norcoreana de las importaciones chinas.
Del lado chino existían un conjunto de elementos a considerar de cara a la cumbre. En primer lugar, se buscaba establecer cómo serían las nuevas relaciones con EUA bajo el gobierno de Trump, apuntando a construir un “nuevo tipo de relaciones entre superpotencias”, basado en el “no conflicto, la no confrontación, el respeto mutuo y la cooperación ganar-ganar”xxxi. Además, se procuraba poner a China en el nivel de par de EUA, para consolidar un rol de primer orden en la economía y la política internacional (como se venía perfilando en Davos y APEC), además de garantizar el liderazgo de Xi Jinping de cara al 19no Congreso del Partido Comunista chino gobernante, a realizarse en octubre, en donde se refrendarían las autoridades. También, resultaba estratégico para China la búsqueda de acuerdos con el gobierno estadounidense en torno a cuestiones geopolíticas conflictivas: el reconocimiento de “una sola China” (lo que representa dejar de cooperar con Taiwán), el conflicto en la península de Corea y en las islas del Mar del Sur de China.
Por último, pero en el nivel más alto de la geoestrategia, China planeaba invitar a EUA bajo su nuevo gobierno a sumarse a las iniciativas de la Nueva Ruta de la Seda (NRS) y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII). Incorporar al país más poderoso del mundo a esa iniciativa estratégica china resultaría clave para afianzar el diseño geoestratégico que el mismo comportaba. Por el lado del gobierno de Trump, ello podría brindar parte importante de las necesarias inversiones para su programa económico reindustrializador, particularmente en el área de infraestructura. Además, según fuentes diplomáticas chinas, como gesto de buenas intenciones Xi planeaba ofrecer un reforzamiento del control de bancos chinos que trabajan con el régimen norcoreano, así como también importar mayor cantidad de productos estadounidenses, lo cual encajaría bien con el cambio de modelo económico chino hacia uno más basado en el consumo del mercado interno.
Este último escenario de acuerdos profundos entre EUA y China no parece descabellado teniendo en cuenta el verdadero conflicto del gobierno de Trump, que no es con la china multipolar sino con el globalismo financiero asentado en las áreas próximas a Hong Kong y Shanghái (china unipolar global). Las cifras del comercio EUA-China ilustran que, si bien éste último ostenta un superávit en el comercio bilateral de bienes, exhibe un déficit en el comercio de servicios con EUA. Aunque medir por país es un indicador obsoleto en tiempos de globalización transnacional: por caso, el 40% del déficit que tiene EUA con China en comercio de bienes proviene de las ETN’s de origen norteamericano que operan en China, responsables también de los servicios que desde EUA brindan a escala global debido a su “tecnología de punta”xxxii. Es decir que quienes “robaron los empleos” norteamericanos no fue la china multipolar sino las transnacionales globales deslocalizadas en el área china global unipolar.
Sin embargo, el bombardeo a una base militar siria en el mismo momento de la reunión en Mar-a-Lago tensó la relación y acaparó las primeras planas de la “opinión pública” mundial, desplazando el foco de los acuerdos de la cumbre. Así, en la madrugada del 7 de abril EUA bombardeó la base de la Fuerza Aérea Árabe Siria en la localidad de Shayrat, de improviso y sin consultar al Congreso estadounidense ni al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Las explicaciones oficiales señalaban que se trataba de una respuesta frente al ataque químico sobre población civil, en la ciudad siria de Jan Sheijun el día 4, hecho del cual se responsabilizó al gobierno de Bashar al-Assad. Sin embargo, los datos y el marco en que se dio ese ataque merecen mayor atención.
Sorprendió primero la muy baja efectividad del imponente ataque: de los 59 misiles Tomahawk que lanzó EUA (lo cual representaba en conjunto una potencia total equivalente a casi 2 bombas atómicas como la de Hiroshima), sólo 23 atinaron en el blanco. A su vez, transcurridas 24 horas del ataque, la base militar ya estaba nuevamente en funcionamiento. Ron Paul, una figura de peso del Partido Republicano (tres veces candidato presidencial y cuyo hijo Rand es líder histórico del Tea Party, muy enfrentado al establishment del partido) denunciaba que se trataba de una “operación de falsa bandera”, pergeñada por los neoconservadores, “aterrorizados de que cundiera la paz en Siria”xxxiii.
En efecto, se trataba de una puesta en escena. Algunos analistas leían ello como una demostración de supremacía frente a Corea del Norte, Irán y las naciones díscolas y peligrosas para EUA, en donde entran la misma China y Rusiaxxxiv. Así, días después del bombardeo EUA enviaba el portaaviones USS Carl Vinson, dotado de armas nucleares, a la península coreana para amedrentar a Corea del Norte, y por extensión a China. Y la semana siguiente EUA lanzó la “madre de todas las bombas” (no nucleares) en Afganistán, contra posiciones del Estado Islámico.
Según analistas chinos, el bombardeo a Siria fue un mensaje de supremacía por parte de los EUA: en el marco de la cumbre con Xi, la relación no era en realidad entre pares, como buscaba mostrar Chinaxxxv. Sin embargo, dada la profunda crisis interna de EUA y atendiendo al devenir de los hechos, ello puede ser leído, a su vez, como una demostración de fortaleza de Trump dentro de su país, cediendo ante las presiones del complejo industrial-militar controlado por los intereses continentalistas. Ello, en el marco de un contexto de inestabilidad y continuo embate contra el gobierno a raíz de la causa por la supuesta injerencia rusa en las elecciones para favorecer a Trump, siendo éste acusado de traición a la patria y agitándose el pedido de impeachment (destitución).
Según Meyssan, los bombardeos en Siria y Afganistán estaban destinados a convencer al Estado Profundo norteamericano (a su rama continentalista, diríamos nosotros) de que la Casa Blanca enarbolaba nuevamente la política imperial. Trump plasmaba luego de ello un acuerdo con el campo de intereses continentalistas a través de uno de sus máximos representantes: John McCain, senador y ex candidato presidencial del Partido Republicanoxxxvi. Así, Trump cedía en sus pretensiones de desmantelar o abandonar la OTAN, a la par que aceptaba seguir considerando a Rusia como su principal enemigo (o fingía seguir haciéndolo). Mientras tanto, obtenía vía libre para su plan para cortar el financiamiento del yihadismo en Oriente Medio. Para sellar el acuerdo, dos neoconservadores ligados a McCain entrarían a puestos de gobierno para dirigir la política hacia Europaxxxvii.
Aunque, a su vez, se cuidaba la relación con Rusia y China, quienes no reaccionaron frente al ataque a Siria, a pesar de sus intereses sobre la pacificación de Medio Oriente y de Eurasia en generalxxxviii. Pocos días después del bombardeo el secretario de Estado Tillerson tuvo una extensa reunión en Moscú con su par ruso Lavrov, reuniéndose ambos luego de ello con el presidente Putin. El canciller Lavrov indicó posteriormente a la prensa rusa que habían llegado a un acuerdo: EUA se comprometía a no atacar nuevamente al Ejército Árabe Sirio, a la par que se reestablecía la coordinación militar entre ambas Fuerzas Armadas para evitar incidentes en cielo sirio. Mientras, el consejero adjunto de Trump, Sebastian Gorka, un hombre muy cercano a Flynn en sus planes contra el yihadismo y en particular contra el Emirato Islámico en Siria e Irak, aseguraba que la Casa Blanca seguía considerando al presidente Assad como legítimo y a los yihadistas como el enemigo a destruir.
No obstante, en el marco de las complejas contradicciones en el gobierno de Trump, debido a los diversos intereses que se coaligaban y colisionaban en el mismo, la relación con China se afianzaría. Desde el comienzo del mandato existían en el gobierno posturas encontradas en torno a cómo actuar frente a la potencia asiática. La prensa señalaba la existencia de dos facciones sobre ello: la que lideraba el yerno de Trump, Jared Kushner, quien había gestado la reunión entre Trump y Xi mediante sus vínculos con el embajador chino en EUA, en busca de aproximar posiciones y rebajar tensiones, y la que agrupaba a los “halcones” como Bannon o Peter Navarro, que abogaban por adoptar una posición de fuerza respecto a Pekín e imponer sanciones y tarifas a sus exportacionesxxxix. A su vez, salía a luz que Bannon, desplazado del Consejo de Seguridad Nacional un día antes del ataque a Siria, había argumentado que ello no estaba de acuerdo con una política exterior de “Primero Estados Unidos”, y había perdido la discusión con Kushnerxl. De esta manera, ganaba mayor poder en el gobierno en lugar de Bannon el general McMaster.
Kushner había ido ganando en influencia, convirtiéndose en la persona de mayor confianza de Trump, desde su rol de asesor “senior” pero sobre todo como “diplomático en la sombra”: había sido designado como enviado especial para el conflicto árabe-israelí, para México y para China, tareas prioritarias para la nueva administraciónxli. Así, había construido un vínculo con el embajador chino en EUA, organizando juntos esta cumbre, así como también la conferencia telefónica entre Trump y Xi de febrero, a poco de la asunción, en que el primero se había comprometido a respetar la política de “una sola China”. Para los chinos era importante cultivar esta relación, y habían acudido en rescate de la familia Kushner mediante el pago de un salvataje financiero ante un mal negocio de éstos, además de fomentar la confianza invitando a la familia a la celebración del Año Nuevo chino en la delegación diplomática de Washingtonxlii.
Fue así como, más allá de la tensión que implicó el bombardeo sobre Siria en plena cumbre Trump-Xi Jinping, los acuerdos a los que llegaron ambos mandatarios prosperarían. Por un lado, quedó pautado el compromiso de una visita de Trump a China, la cual se efectivizaría en noviembre durante su gira asiática. Por otro lado, y más allá de lo que trascendió sobre esos acuerdos, los hechos posteriores son elocuentes: a mediados de mayo ambos países firmaban un acuerdo comercial fomentando el intercambio de diversos productos, y que el secretario de Comercio estadounidense, Wilbur Ross, festejaba argumentando que reduciría el déficit comercial de EUA con ese paísxliii. Aunque, más importante, y a nivel geoestratégico, EUA reconocía allí la importancia de la Nueva Ruta de la Seda y aceptaba enviar una delegación al Foro que llevaría a cabo China días después, para lanzar a mayor escala esa iniciativa estratégicaxliv.
Ello representaba un hecho de primer orden para las perspectivas del multipolarismo a nivel mundial: articulándose en el esquema de poder que proyectan China y Rusia a través del BRICS, en particular mediante la NRS y el BAII, Trump podría obtener los respaldos necesarios para sortear la gran oposición que lo enfrenta, y viabilizar parte importante de las inversiones requeridas para su programa económico reindustrializador, en especial en el área de infraestructura. Y para el multipolarismo en ascenso, que EUA se inserte dentro de su diseño geoestratégico podría resultar clave.
Las Cumbres del G-7, la OTAN y el Encuentro con Francisco
Nos enfocaremos aquí en dos eventos de visibilidad internacional que acontecieron a finales del mes de mayo de 2017, ambos en el continente europeo: la reunión del G7 en Taormina, Sicilia (Italia) y la reunión de la OTAN en Bruselas (Bélgica). En el marco de los procesos que el voto brexit ha desencadenado en el Reino Unido y la Unión Europea, pero también en el mundo, haremos mención también al encuentro entre Trump y el Papa Francisco, desde el encuadre geoestratégico que venimos sosteniendo.
El Grupo de los Siete (G7 o G-7) reúne desde 1973/77 a las principales siete economías del mundo, bajo el diseño mundial tricontinental proto-global de entonces: países líderes de América del Norte (EUA y Canadá), Europa (Alemania, Francia, Italia y Reino Unido) y Asia (Japón), con sus respectivas áreas de influencia. Si bien en 1998 el grupo se amplió con la incorporación de Rusia (pasando a llamarse G7 + Rusia, o G8), en 2014 fue desplazado a causa del conflicto por la península de Crimea luego del golpe de estado y guerra civil en Ucrania.
La cumbre de mayo de 2017 manifestó grandes divergencias al interior del grupo, alrededor de asuntos como el cambio climático y el comercio mundial. En este encuentro en que Italia asumió la presidencia, se anunció que iban a abordarse temáticas claves como el acuerdo sobre el cambio climático, las migraciones desde África, la lucha contra el terrorismo y los desequilibrios financieros junto con la política comercial internacional. Tratándose de un espacio en el cual históricamente se ha reivindicado el libre comercio, los países intentaron condenar las políticas proteccionistas, ante lo cual Trump tuvo que plegarse. No obstante, no todas las presiones funcionaron ante el líder estadounidense. Si nos atenemos al comunicado final producto del encuentro entre los líderes de los siete países, se observa que, respecto del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático (firmado por Obama), no se logró establecer consenso con EUA, único país discordante, quien lo rechazaría una semana después de las reuniones.
Respecto de Siria y los conflictos con Rusia –a partir de las responsabilidades que se le asignan a este país en torno a la crisis de Ucrania-, se afirma que esperan encontrar una “solución política” trabajando en conjunto con Rusia. A esto se agregó el llamado a esforzarse para derrotar al terrorismo internacional en Siria, Iraq y Libia, con foco en el ISIS/Daesh y al-Qaeda.
Otro de los temas de mayor relevancia fueron las diferencias entre EUA y Alemania, personificadas en sus líderes, Trump y Merkelxlv. El conflicto nace por los cuestionamientos del primero en torno al aporte que Alemania hace a la OTAN, organismo que Trump había calificado como “obsoleto” y “una carga” para los EUA. Esto se desarrolla en el marco de una OTANxlvi que, conducida por los intereses del Unipolarismo Financiero Global, empieza a ser reflejo de las disputas geoestratégicas entre diversos jugadores y esquemas de poder mundial. De esta manera, lo que aparece como diferencias entre Alemania y EUA en torno al comercio, al cambio climático y a Rusia, ponen sobre el tapete el movimiento de Trump en relación a reducir los aportes de su país a la OTAN. A su vez, la queja de Trump en torno al superávit comercial alemán récord fue otro de los dardos lanzados en contra de Alemania, y de la Oligarquía Continental que conduce la UE, en particular.
Por el lado de la UE, aparece como central la cuestión de la atmósfera de “euroescepticismo” apoyada en diferentes pilaresxlvii. Uno de ellos, asociado con la sensación de inseguridad que reina en los países del continente dados los ataques terroristas de ISIS (pertrechado por la OTAN y la CIA). A esto se suman los movimientos migratorios, tan cuestionados por quien se convirtió en la tercera fuerza en el Parlamento Alemán, el partido nacionalista Alternativa para Alemania (AfD). Éste obtuvo un buen resultado electoral a raíz de sus propuestas xenófobas para con la llegada de inmigrantes a Alemania. Inmediatamente después del voto brexit, observamos cómo ambas cuestiones se convirtieron en ejes de acción para el debilitamiento y fragmentación de la UE. Asociamos entonces dichos impulsos euroescépticos con los intereses del globalismo financiero, una vez consumado el voto brexit, es decir, abierta la potencial y cada vez más real salida del RU de la UE, que implica un golpe duro a la City Financiera de Londres y su pérdida de acceso y control del mercado europeo.
De esta manera, desde la UE se critica que la OTAN no esté proporcionando la seguridad “suficiente” en el continente europeo. Como respuesta a esta situación, y como hecho de primer orden geoestratégico, desde la Comisión Europea se ha planteado la conformación de un ejército común propio, lo cual equivaldría a aumentar sus grados de autonomía y soberanía continental frente a ambos unipolarismos financieros (global y continental: OTAN y Pentágono, para graficar esquemática y paradigmáticamente).
Por el lado de Trump, su estrategia nacionalista industrialista ha venido enfrentándose con los instrumentos globalistas de los Tratados Transpacífico y Transatlántico, la salida del Acuerdo sobre Cambio Climático, e incluso una potencial retirada, o redefinición de las funciones, de la OTAN, en pos de vigorizar y retomar el control del complejo industrial militar de su país, sus FF.AA., y poder dar lugar a su programa nacional de reindustrialización. A su vez, ha buscado virar las funciones de la OTAN para combatir al Estado Islámico en lugar de apoyarlo como base irregular de maniobras de balcanización euroasiáticaxlviii.
De modo que podemos afirmar, hoy la OTAN está siend
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