lunes, 7 de enero de 2019

Resultados de la Encuesta Latinobarómetro 2018. Annus horribilis para Honduras.



Por Lester Ramírez Irías

El Informe Latinobarómetro 2018 salió el pasado 09 de noviembre de 2018, con resultados nada favorables para América Latina. La región del mundo con los niveles más altos de desigualdad, los niveles más altos de violencia y los niveles más altos de corrupción, llegando a 40 años del proceso democratizador. Esto se refleja en la caída de 20 puntos en los últimos 10 años del apoyo a la democracia, de un 44% en 2008 a un 24% en 2018.

El Informe Latinobarómetro 2018 sitúa a Honduras en términos comparativos con los 18 países de la región desde el año 1995 que se inició la medición. La especial particularidad de la encuesta de éste año es que presenta el sentimiento de la población hondureña en términos científicos (solo 3% de error tiene la encuesta) después de la crisis poselectoral y con un presidente reelecto con serios retos de legitimidad. Esto permite tener un panorama más claro de la realidad del país, a través de los diferentes matices sociodemográficos e ideológicos de la población. Sin embargo, no se debe perder de vista los problemas histórico-estructurales que viene arrastrando el país, al igual que los cambios que la globalización está produciendo en la población.

Los resultados de la encuesta Latinobarómetro 2018, muestran dos actores en situación de calamidad: los liderazgos políticos y las instituciones públicas. Esto queda evidenciado con indicadores como el bajo nivel de aprobación presidencial otorgado a Juan Orlando Hernández de tan solo 41%, cuando en el 2015 fue de 62% (el más alto de los últimos tres presidentes constitucionales desde Ricardo Maduro). También se muestra en la baja confianza en las instituciones públicas, la cual no supera el 25% de las personas encuestadas. Asimismo, en la alta percepción de que los diputados están involucrados en actos de corrupción, con 4 de cada 10 hondureños afirmando esto. Todo esto desemboca en una Honduras que se sitúa dentro de los principales países que no se consideran democracias, junto con Venezuela, Nicaragua y sorprendentemente, El Salvador.

La alternancia en el poder ha servido para oxigenar a la democracia hondureña durante los últimos 35 años. Al haber quitado esta opción, como la historia reciente lo demuestra, no le ha permitido a la población que configure un nuevo ciclo de expectativas y esperanzas, especialmente en términos económicos. La pérdida del sentimiento de cambio por la población, ha motivado diversas manifestaciones, algunas violentas que muestran el desconocimiento a la autoridad gubernamental, mientras que otras más trágicas, que muestran la desesperanza de muchas personas, como ha sido la Caravana de Migrantes en octubre de 2018.

Sin duda, la corrupción es el daño más grande que se le hace a la democracia hondureña. Es lo que permite a las élites entronarse en el poder, a través del financiamiento ilícito; asegurar impunidad a través de la captura de las instituciones; y, mantener a grandes sectores de la población sumergidos, a través de la pobreza. A pesar del interés y seguimiento mediático que recibe la corrupción en Honduras; así como, los importantes esfuerzos que se han hecho por castigar a los corruptos –record histórico de ocho grandes casos en el 2018 con más de 100 imputados-, las actitudes y comportamientos de la población requieren especial atención. La encuesta Latinobarómetro 2018 mostró que el 56% de los hondureños están dispuestos a cometer actos de corrupción para resolver sus problemas –el porcentaje más alto de América Latina. Por otro lado, 71% de los hondureños consultados prefieren guardar silencio en vez de denunciar -el porcentaje más alto latinoamericano.

Como sociedad aún no hemos aprendido a combatir la corrupción de manera estructural, pero si hemos aprendido a convivir con el flagelo. Es importante prestar atención a la corrupción desde la óptica política e administrativa, pues es la más visible y las más dañina. Pero la corrupción no solo involucra a presidentes, diputados, ministros o policías, también participan ciudadanos cuyos actos afectan sus entornos, perpetuando antivalores, manteniendo la tolerancia social a la corrupción y la cultura de impunidad. Es por esa razón que se debe hacer un importante esfuerzo por vincular la corrupción con los efectos en la vida de las personas, en su entorno familiar y su barrio, colonia, caserío o aldea. La corrupción debe ser vista como un problema social, de la misma manera como la pobreza y la inseguridad ciudadana.

Obviamente el golpe de Estado del 2009 ha marcado un antes y después en términos de quiebre democrático; así como, las Elecciones Generales del 2017. Estos dos eventos han convertido a la democracia hondureña en sumamente propensa a la violencia –algo contradictorio, ya que las elecciones es básicamente la resolución del conflicto político por medios pacíficos y civilizados. No atender esta disfuncionalidad por la clase política, no solo será irresponsable, sino hasta suicidio político para una clase política cada vez más distanciada de la población y envuelta en la corrupción.

Para el año 2019 se tienen enfiladas una serie de reformas políticas, estas al igual que las que se realizaron en el 2004, lastimosamente quedaran cortas al pretender únicamente “facilitar” el proceso electoral para reducir la conflictividad entre los políticos. Sin embargo, lo que nos deja el año 2018, es que los problemas trascienden lo electoral y lo político. Lo que se ocupa en Honduras son reformas que verdaderamente modifiquen las relaciones de poder, a través de los contrapesos que la democracia dispone. Es decir, más inclusión social para reducir la desigualdad; más transparencia y rendición de cuentas para reducir la corrupción; y, más oportunidades de participación ciudadana para tener instituciones más responsivas a las necesidades reales de la población. 

Si la clase política cree que, con solamente reformas electorales, consultando sobre la reelección presidencial o con más juntas interventoras tendrán la distracción necesaria para sobrevivir la tormenta hasta el próximo proceso electoral, pues habrá que prepararnos para más violencia, más corrupción, más éxodos y menos democracia.

Para el año 2018, el “apoyo a la democracia” muestra la segunda puntuación más baja desde el año 1995, con 34% de las personas respondiendo favorablemente (ver cuadro naranja). Solamente el año 2005 supera los actuales resultados en materia de apoyo a la democracia, con 33% (ver cuadro rojo). Es importante resaltar que en ese año se estrenan las reformas electorales materializadas en el actual Tribunal Supremo Electoral (TSE) y la Ley Electoral y de las Organizaciones Políticas (LEOP) vigente. Sin embargo, ese importante acontecimiento para el sistema electoral no se tradujo en apoyo a la democracia por la población. Esto muestra que se requiere algo más que solo aprobar legislación que facilite el proceso electoral, se requiere tener resultados que produzcan confianza.


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