Agencia Paco Urondo
Por Pablo Melicchio
Ilustración: Matías De Brasi
Mientras Borges recorría su análisis personal, entre el 1946 y 1948, se puede suponer que estaba escribiendo varios cuentos de El Aleph, publicado en 1949. Allí, tal como en la experiencia psicoanalítica, interroga a los saberes adquiridos, para que emerja otra verdad: la verdad oculta del sujeto.
Volví a ver, como quien relee un libro, las conferencias que Ricardo Piglia dictó sobre Borges para la Tv Pública, y me detuve donde antes había pasado de largo. En una de las charlas recomienda lo que para él es la mejor biografía escrita sobre Borges, la de Estela Canto: Borges a contraluz. Hice una pausa. Fui hasta mi biblioteca, y en el largo estante de madera, tierra donde se erige la ciudad borgeana, allí estaba, callado, nunca leído, la biografía, como uno más de los tantos libros deshabitados de lectura, pendientes para el incierto mañana.
Según Piglia, es Estela Canto quien le recomienda ir al psicoanalista. Y Borges, en el año 46, empieza una suerte de terapia. “Y qué pasó, lo que pasa con el psicoanálisis, Borges no resolvió el problema al que iba, pero perdió la timidez y pudo dar conferencias. A mí me pasó igual, yo empecé a analizarme en 1970, sigo con los mismos problemas, pero aprendí a bailar el tango como nadie”, dice Piglia, y la audiencia ríe. Pero a mí no me causó risa, como tampoco reí la primera vez que lo escuché. Entiendo que es una simpática ironía del escritor de Respiración artificial. Pero no me dio risa porque me quedé recalculando; vicio de psicoanalista. Se sabe, desde la práctica del psicoanálisis, que el motivo de consulta no siempre es por lo que verdaderamente se inicia una terapia; se va por una cosa, pero en el curso del análisis terminan saliendo otras.
Dejé la conferencia de Piglia en pausa, y empecé a esbozar algunas ideas y preguntas sobre un papel gastado, como un científico loco que busca encontrar la fórmula de la inmortalidad. ¿Borges en terapia? ¿Cómo saber qué lo llevó a consultar a un psicoanalista? ¿Qué pretendía ver, profundizar, entender? ¿Qué era un problema para Borges; que asumiera Perón; su incipiente ceguera; la timidez; las mujeres que le dolían en todo el cuerpo? ¿Su fallido debut sexual apurado por su padre, como señalan en algunas de sus biografías? ¿Pero importa de verdad conocer los motivos que lo llevaron a consultar a un psicoanalista? ¿No es acaso morboso, habladurías baratas, puterío de intelectuales, meterse en el baño, en la intimidad, en el diván de Borges? Lo cierto es que me entusiasmé sabiendo que Borges quiso psicoanalizarse, y más allá de lo que dijo o calló en ese consultorio, lo significativo es que estuvo allí, tratando de hacer algo con su neurosis, suponiéndole el saber de sus padecimientos a un profesional que tuvo la aventura única de entrar en el verdadero laberinto de Borges.
Mientras Borges recorría su análisis personal, entre el 46 y el 48, se puede suponer que estaba escribiendo varios cuentos que integrarían el libro El Aleph, publicado en 1949. En el cuento El Aleph, anticipado en la Revista Sur en 1945, Borges es Borges, es el narrador protagonista. Hay un relato en primera persona, y una muerte, la de la amada Beatriz Viterbo. Finitud, desdicha y amor no correspondido, ¿con lo que se confrontaría en su terapia? Y ante el olvido, que todo lo devora, el recuerdo como única forma de vencer a la muerte. Y desde luego, el encuentro con el famoso Aleph, la posibilidad de lo infinito, de lo ilimitado, de verlo todo, lo opuesto a la castración que implica el hecho mismo de estar vivos. El Aleph es literatura fantástica, pero como sucede en la experiencia psicoanalítica, el libro pone en jaque a los saberes adquiridos, abre grietas entre la realidad y la ficción, entre la conciencia y el inconsciente, para que emerja otra verdad: la verdad oculta del sujeto. ¿No somos acaso una ficción cuando nos describimos, cuando decimos “yo soy”? El psicoanálisis ayuda a liberar la propia voz, repensar el pasado y ponerlo en palabras, por lo tanto reinventarlo. Ficción proviene del latín fingere, que es fingir, pero también modelar, dar forma. Cuando contamos nuestra historia, ¿acaso no armamos una ficción construyendo nuestro ser en un relato?
Lo cierto es que antes de la terapia, Borges no daba conferencias, sentía terror a lo público, al público. Parece que el análisis le sirvió para resolver esa angustia y de algún modo encontrar una forma de hablar, de tomar la palabra y llevarla más allá de lo escrito. Borges se adueñó de una narración oral articulada entre sus lecturas y su vida porque hizo una relectura de su vida. Borges, inventor de ficciones, quizá encontró en el espacio de la terapia un oyente, el psicoanalista, que le devolvió sus propias palabras para que el escritor fundara una nueva manera de narrar. Si hubo un trauma en el pasado, y quedó reprimido, logró que su sufrimiento no retornara como inhibición, como síntoma o angustia, y que se liberara como energía vital para la creación. Borges se reinventó. La perfecta economía de su escritura encontrará, en la oralidad y en la asociación libre, un despliegue extraordinario, un discurrir pausado en complicidad con la audiencia, nunca subestimada. Borges conferencista, como un google de carne y hueso, extraía de la galera de recuerdos, citas y poemas en sus idiomas originales, e inmediatamente los traducía al español. Le hablaba al público, al que dejará de ver, producto de su ceguera, pero al que le seguirá hablando como un analizado recostado sobre el diván. La multitud entonces será una mancha difusa, como un test proyectivo donde Borges hablará para hablarse a sí mismo también. Fue convirtiéndose en un conferencista excelente, sin inhibiciones, a pesar de su tartamudez de infinitos saberes que se le atoraban en la garganta. Borges se quedará ciego a los 55 años, en su madurez como artista, y cambiará las reglas de su hacer para reconvertirse desde la sombra.
Borges, al momento de la consulta al médico psicoanalista, sabe que su destino cercano será ser ciego. Al inicio de la década del 50 se va acelerando ese largo crepúsculo de la ceguera. Otras inquisiciones, publicado en 1952, es su mejor testamento, tal vez la despedida del escritor clásico que escribe mirando la hoja y que va pariendo palabras sobre reglones. De la ceguera en adelante empezará a dictar lo que quiera escribir; otros y otras serán sus ojos. De alguna manera su escritura será en la hoja de la memoria y su tinta la palabra oral.
¿Quién era su “psicólogo”? Así lo nombra Borges, según Estela Canto, su biógrafa. Se llamaba Miguel Cohen Miller. Comencé a buscar más información por internet, pero no hallé certezas, sino más bien contradicciones, como sucede con la vida misma. Son inciertos los motivos de la consulta y los resultados del tratamiento también. Parece que el doctor Miller ya había analizado al escritor Manuel Peyrou y a la escritora española Rosa Chacel, exiliada de la guerra civil. Un doctor que incorpora el pensamiento freudiano, pero que con Borges queda más en la línea del médico consejero, que incluso se autoriza y cita a Estela Canto, o al menos ella relata eso en su libro. ¿Qué lugar tiene una prometida en el espacio analítico? Qué se jugó en esa sesión, como en las otras, lo saben sus protagonistas, que hoy solo viven en la memoria finita de los que quedamos haciéndonos preguntas. Como toda biografía, en Borges a contraluz se desnuda y humaniza al escritor, pero por sobre todo sobran datos innecesarios, propios de la intimidad que se abrió en el espacio de la confianza y que luego es traicionada por los que se cuelgan de las tetas del famoso. Como su supuesto amigo Adolfo Bioy Casares, que anotaba hasta cuándo, dónde y qué comía con Borges y cómo le quedaba la nueva dentadura postiza; ¿era necesario saber eso? Sí, para llenar esa suerte de diario exageradamente poblado de insignificancias.
Según Estela Canto, la idea del psiquiatra “…era que, al ayudar a Borges a emerger de su «infierno», la literatura argentina se iba a ver beneficiada”. Si el infierno son los otros, como señaló Sarte, quizá Borges haya aprendido a entrar y salir del averno exorcizando a la audiencia, a sus lectoras y lectores, con el brebaje de palabras maceradas en infinitas bibliotecas. ¿Quién sabe qué buscaba ese médico desde el psicoanálisis y qué buscaba Borges con ese psicoanalista? ¿Quién sabe qué encontraron sin buscar? ¿Qué ficción se habrá tejido entre los dos? Tal vez yo, el que escribe, y vos, que estás leyendo, seamos parte de un sueño que Borges le está contando a su psicoanalista. Pero por hoy dejamos aquí.
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