jueves, 22 de octubre de 2020

El huracán en la prosa antillana: Alejo Carpentier y René Marqués


Rebelión

Por Rafael Rodríguez Cruz 

Sería en Cuba en que la prosa antillana vendría a colocar el ciclón en el centro de la discusión acerca de la subjetividad de nuestros pueblos, vinculando este fenómeno atmosférico con la temática de la negritud.

Es conocido que Luis Palés Matos dejó una novela inconclusa titulada Litoral: Reseña de una vida inútil. Aunque menos estudiada que su poesía antillana, la prosa del bardo guayamés contiene ingredientes que ayudan a comprender su visión de por qué la «acomodación básica entre raza y paisaje» es la clave de la definición espiritual de los pueblos de las Antillas. Sin embargo, aunque su reseña se ubica en el Caribe, particularmente en los barrios negros de Guayama, Palés no menciona el tema de los huracanes de manera expresa. Es en la poesía, particularmente la negrista, que él desarrolló este contenido. 

Carpentier y la magia del huracán

Sería en Cuba, y no en Puerto Rico, en que la prosa antillana vendría a colocar el ciclón en el centro de la discusión acerca de la subjetividad de nuestros pueblos, vinculando este fenómeno atmosférico, incluso, con la temática de la negritud. Nos referimos, para comenzar, a la novela escrita por Alejo Carpentier en 1927, ¡Écue-Yamba-Ó! En ella, el ciclón tiene un papel fundamental y es descrito en un lenguaje lírico tan alucinante como el de Palés en sus poemas del mar Caribe y los fenómenos atmosféricos. Y es que, al igual que Palés, Carpentier coloca al huracán en el corazón mismo de la mitología afroantillana. De hecho, en el pasaje de la novela titulado Temporal (b), en que Carpentier describe visual y sonoramente el meteoro, están presentes no solo algunos de los elementos mitológicos sobre los cuales Fernando Ortiz escribiría después en su libroHuracán: Su mitología y sus símbolos, sino también descripciones poéticas que coinciden con las visiones meteorológicas científicas más avanzadas de esa época. Y, para impartirle un sello incuestionablemente afroantillano, Carpentier menciona en ¡Écue-Yamba-Ó! los cánticos de los negros de Puerto Rico al huracán: «¡Temporal, temporal, / qué tremendo temporal! / ¡Cuando veo mi casita, me dan ganas de lloral!» O sea, una plena.

Carpentier escribió ¡Écue Yamba-O! estando preso en la Habana por sus escritos en contra de la dictadura de Machado. Aquí ocurre una situación similar a la vivida por José María Heredia en 1821. Este último escribe su poema En una tempestad, impresionado por el ciclón que impactó a Cuba en septiembre de ese año. Cierto es que en 1927 ningún huracán afectó a Cuba. Pero no fue así el 20 de octubre de 1926, cuando un poderoso ciclón originado en la región suroeste del Caribe destruyó La Habana. El anemómetro del Colegio Belén registró vientos de hasta 180 kilómetros por hora, poco antes de volar por el aire. La torre del Observatorio Nacional, donde estaban los anemómetros, también fue demolida por las poderosas ráfagas. Además, el meteoro traía mucha lluvia. Se estima que tan solo en el día 20 de octubre cayeron 20 pulgadas de lluvia en la capital de Cuba. Toda la provincia y la Isla de Pinos sufrieron daños considerables, pues el de 1926 parecía un huracán nacido solo para golpear a esa isla hermana. Una vez acabó su trabajo destructivo, salió al océano abierto, dio una impresionante y artística recurva de lazo, y se fue para las aguas frente al nordeste de Canadá. 

La publicación de ¡Écue-Yamba-Ó! data de 1933. Carpentier retoma el tema de los huracanes del Caribe en 1948 con la novela El reino de este mundo. En esta, Carpentier desarrolla una idea que ya está presente en la primera obra, aunque de manera incipiente: la relación entre la negritud y la mitología de los huracanes, heredada esta última, en parte, de los pueblos originarios de las Antillas. Estos dos componentes esenciales de la subjetividad caribeña, el ciclón y la negritud, corren paralelamente a lo largo de la historia de El reino de este mundo. Además, se alimentan el uno del otro y se encuentran en momentos decisivos de la narración. Sí, el huracán es un instrumento en manos de las deidades de la cosmogonía del negro del Caribe; pero el poderoso meteoro es invocado únicamente para servir a las luchas libertarias de los esclavos o, lo que tanto vale, para destruir el régimen racista blanco y sus secuelas. Es decir, el huracán es, junto a la negritud, un poder real en la construcción del «reino de este mundo». De hecho, en El reino de este mundo, contrario a ¡Écue-Yamba-O!, el ciclón siempre aparece invocado por las deidades. Veamos.

El huracán aparece cuatro veces en El reino de este mundo. La primera mención es en la sección I, capítulo 6 de la novela, titulado «Las metamorfosis». El huracán es una fuerza natural en manos de las deidades africanas que sirven a las luchas de los negros. Ti Noel, el personaje principal, explica el significado del pacto que Mackandal hizo con los Mandatarios de la otra orilla. Mackandal se encuentra todavía cerrando el ciclo de metamorfosis, en el que muda trajes de animales, cosas y sombras. Sus poderes son ilimitados, pero la «gran hora» no ha llegado:

De noche solía aparecerse en los caminos bajo el pelo de un chivo negro con ascuas en los cuernos. Un día daría la señal del gran levantamiento, y los señores de Allá, encabezados por Damballah, por el Amo de los Caminos y por Ogún de los Hierros, traerían el rayo y el trueno, para desencadenar el ciclón que completaría la obra de los hombres. En esa gran hora –decía Ti Noel– la sangre de los blancos correría hasta los arroyos, donde los Loas, ebrios de júbilo, la beberían de bruces, hasta llenarse los pulmones.

Esta noción del huracán como una tempestad desatada por las divinidades negras para servir a las luchas libertarias de los esclavos da unidad a la novela. Con ella empieza y con ella acaba. La segunda mención del huracán es en la sección II, capítulo 5. El personaje principal, Ti Noel, se encuentra ahora en Santiago de Cuba. Encuentra una cierta afinidad entre las deidades africanas y los cultos a los santos del catolicismo. Esto es una obvia referencia al sincretismo religioso de los negros del Oriente de Cuba. Pero la profecía sigue abriéndose camino y Ti Noel rememora lo que Mackandal decía de Santiago. También evoca la figura revolucionaria de Bouckman, que inicia la Revolución Haitiana de 1791:

Los oros del barroco, las cabelleras humanas de los Cristos, el misterio de los confesionarios recargados de molduras, el can de los dominicos, los dragones aplastados por santos pies, el cerdo de San Antón, el color quebrado de San Benito, las Vírgenes negras, los San Jorge con coturnos y juboncillos de actores de tragedia francesa, los instrumentos pastoriles tañidos en noches de pascuas, tenían una fuerza envolvente, un poder de seducción, por creencias, símbolos, atributos y signos, parecidos al que se desprendía de los altares de los houmforts consagrados a Damballah, el Dios de la Serpiente. Además, Santiago es Ogún Fai, el mariscal de las tormentas, a cuyo conjunto se habían lanzado los hombres de Bouckman. Por ello, Ti Noel, a modo de oración, le recitaba a menudo un viejo canto oído a Mackandal: Santiago, soy hijo de la guerra: Santiago, ¿no ves que soy hijo de la guerra?

La tercera mención del huracán ocurre en la sección III, capítulo 4. Aquí no se trata tanto del meteoro en su dimensión mítica favorecedora de los negros como de la tempestad que castiga a los hombres que son infieles al amo blanco. La persona castigada es Henri Christophe. Este había adoptado la protección de los dioses de los católicos blancos, pretendiendo ignorar el vodú, en su afán de crear una «casta de señores católicos». Christophe vendría a descubrir tardíamente la naturaleza traicionera de las deidades europeas en su relación con los negros. Por eso, cuando el rey de Haití condena a muerte al arzobispo Breille, su propio confesor que lo había excomulgado, San Pedro envía «una nueva tempestad sobre su fortaleza». No se trata aquí, pues, de una tempestad directamente al servicio de los negros, cuya condición de esclavos no ha cambiado bajo Christophe, sino de una tormenta al servicio de los europeos. Christophe es disciplinado por San Pedro para que sea leal a la iglesia católica. Y es que ya en los tiempos de Christophe, Roma buscaba prohibir el vodú, justificándose en una burda y racista representación de la cultura africana. Por otro lado, no hay que olvidar que la caída del régimen de Christophe está ligada a una tempestad. En 1818, la famosa Citadel es golpeada por un rayo que hace explotar la cantidad masiva de explosivos almacenados en la gigantesca fortaleza militar. El fuego que sigue destruye las instalaciones y causa la muerte de muchos soldados, incluido el cuñado de Christophe.    

Antes de llegar a la cuarta mención del huracán, cabe indicar lo siguiente. Carpentier representa la conformación de las acciones revolucionarias de los negros haitianos con imágenes que hacen pensar en los ciclones. El autor es hijo de su entorno. Cuba, al igual que las otras islas antillanas, es tierra de huracanes. Esto marcó su producción literaria en general. José María Heredia, por ejemplo, trató el tema en su poema «En una tempestad», de 1821. El propio Carpentier lo hizo, de pasada, en ¡Écue-Yamba-Ó!  En 1947, dos años antes de la primera edición de El reino de este mundo, Fernando Ortiz publicó su libro El huracán: Su mitología y sus símbolos. Además, desde los tiempos del Padre Benito Viñes Martorell (1837-1893), Cuba se había destacado por los estudios acerca de las formas generales y la estructuración interna de los ciclones. Y el Padre Viñes no adolecía de falta de destrezas de escritor. Escribía de manera muy didáctica, usando imágenes sencillas y con apego a la rigurosidad científica. Después de Viñes, hay que destacar la labor meteorológica de José Carlos Millás Hernández, director del Observatorio Nacional Astronómico de la Habana de 1921 a 1951. Las teorías revolucionarias de Millás Hernández, relativas al fenómeno de la recurva en lazo de algunos ciclones tropicales, eran harto conocidas por Fernando Ortiz y la intelectualidad cubana. Lo cierto es que para la época en que Carpentier escribió El reino de este mundo, la meteorología cubana llevaba más de medio siglo siendo una de las más avanzadas del mundo. No es extraño, pues que Carpentier tomara prestadas imágenes de huracanes para describir las luchas de los negros. Así, al hablar de la caída del régimen opresivo de Christophe, ofrece el siguiente cuadro de la intensidad del momento:   

Llamándose uno a otros, respondiéndose de montaña a montaña, subiendo de las playas, saliendo de las cavernas, corriendo debajo de los árboles, descendiendo por las quebradas y cauces, tronaban los tambores radas, los tambores congós, los tambores de Bouckman, los tambores de los Grandes Pactos, los tambores todos del vodú. Era una vasta percusión en redondo, que avanzaba sobre Sans-Souci, apretando el cerco. Un horizonte de trueno que se estrechaba. Una tormenta, cuyo vértice era, en aquel instante, el trono sin heraldos ni maceros.    

Llegamos así al clímax de la narración, expuesto en el penúltimo párrafo (sección IV, capítulo 4). Es la realización de la profecía. La hora ha llegado para Ti Noel, en lo que toca a su contribución a la creación del reino de este mundo. No se trata ahora de reemplazar una forma de esclavitud por otra, como sucedió con Henri Christophe después de la abolición de la esclavitud bajo los franceses, sino de poner fin al inacabable «retoñar de cadenas y proliferación de miserias, que los más resignados acaban por aceptar como prueba de la inutilidad de toda rebeldía». El reino de Christophe miraba hacia el cielo; el de este mundo, lo han de construir los hombres con sus actos. Ti Noel, siguiendo los pasos de Mackandal y Bouckman, llama a la guerra en contra de los «nuevos amos», quienes quieren por la fuerza imponer su régimen de propiedad privada sobre la tierra, con la acompañante opresión de los negros haitianos. Y, tal como lo anunciara la profecía, en cuanto Ti Noel convoca a la guerra, se desata un ciclón que viene a ayudar a completar la obra de los hombres:

El anciano lanzó su declaración de guerra a los nuevos amos, dando orden a sus súbditos de partir al asalto de las obras insolentes de los mulatos investidos. En aquel momento, un gran viento verde, surgido del Océano cayó sobre la Llanura del Norte, colándose por el valle del Dondón con un bramido inmenso. Y en tanto que mugían toros degollados en lo alto del Gorro del Obispo, la butaca, el biombo, los tomos de la enciclopedia, la caja de música, la muñeca, el pez luna, echaron a volar de golpe, en el derrumbe de las últimas ruinas de la antigua hacienda. Todos los árboles se acostaron, de copa al sur, sacando las raíces de la tierra. Y durante toda la noche, el mar, hecho lluvia, dejó rastros de sal en los flancos de las montañas.

Parecería, a primera vista, que el esfuerzo de Carpentier por conectar el tema de la negritud con el de los ciclones es un artificio lírico. Pero no lo es. Pocos temas han estado más cargados de ideología en la literatura e historiografía imperial, que el de los huracanes del Caribe. Comencemos con la obra de Shakespeare de 1612, The Tempest, que, desde una perspectiva racista, minusvalora toda la cosmogonía de los pueblos originarios de las Antillas y su visión de los fenómenos atmosféricos. Esta pieza literaria ha sido celebrada una y otra vez por los estudiosos del tema de los huracanes. La aspereza con que The Tempest describe a Calibán, el personaje local, llevó a que en 1969 Aimé Césaire escribiera Une Tempête, en que el escritor martiniqués destaca los conflictos raciales en el contexto del Caribe, con los mismos personajes del afamado escritor inglés.

Más cercanamente, hay que hablar de la temporada de huracanes de 1780. En la historiografía estadounidense, la grandeza de los ciclones se mide, sobre todo, por el beneficio o daño que tengan sobre esa nación. De todos, el que más se destaca es el de 1780. Durante la temporada ciclónica de ese año, el Caribe recibió el impacto de tres monstruosos meteoros. El del 10 de octubre, que comenzó en Barbados y pasó entre Puerto Rico y la República Dominicana, dejó un saldo de 17,000 personas muertas en el Caribe. Nuestra isla y Martinica fueron destrozadas. Pero —y esto es lo que interesa a los historiadores del imperio—el Gran huracán de 1780 no solo destruyó la marina inglesa en el Atlántico, sino que provocó que Francia moviera la flota de sus barcos de sus bases en las aguas caribeñas hacia las colonias de Norteamérica, entonces en conflagración con Inglaterra. Esto, se aduce, fue decisivo para el triunfo rebelde en las batallas de Chesapeake y Yorktown, así como para que Lord Charles Cornwallis se rindiera ante George Washington el 19 de octubre de 1781 en Yorktown. Entonces, si los imperios construyen sus visiones ideológicas sobre los huracanes y sus avances supuestamente civilizadores, ¿por qué no han de hacer lo mismo los pueblos oprimidos?

El huracán en la narrativa de René Marqués

El huracán del Caribe logra un papel destacado en la narrativa puertorriqueña con la publicación de La víspera del hombre, escrita por René Marqués en 1958 y galardonada por Ateneo Puertorriqueño. La obra tiene como trasfondo, entre otras cosas, el impacto del ciclón San Felipe II, del 13 de septiembre de 1928, que causó daños severos a la economía agrícola de Puerto Rico.

De entrada, surge la pregunta de por qué René Marqués sitúa la trama en 1928 y no en épocas posteriores de la historia de nuestra isla. Para fines de la década de los cincuenta del siglo XX, cuando René Marqués escribe esta novela, la experiencia traumática de San Felipe II ya no podía estar muy fresca en la memoria de la población puertorriqueña. De hecho, después de 1928, la isla había sido azotada por varios huracanes, incluidos San Ciprián en 1932 y Santa Clara en 1956. Ambos provocaron daños considerables, si bien no de la magnitud de San Felipe II. Además, y esto me parece importante, a fines de la década de los cincuenta, Puerto Rico atravesaba por un período de rápida industrialización y urbanización, que era presentado ante el mundo como elgran milagro de la política económica de Operación Manos a la Obra. René Marqués, no obstante, nos invita en La víspera del hombre a una reflexión sobre el impacto de un huracán en 1928. Esto, sin duda, es distinto a lo que hizo Alejo Carpentier en la novela ¡Écue-Yamba-Ó! escrita en 1927, un año después de que Cuba fue azotada por un gran ciclón. Quizás René Marqués quería decirnos que la tan proclamada ruptura entre nuestro pasado agrícola y la etapa de sociedad moderna no era tan radical como se pregonaba. Éramos una sociedad caribeña dependiente en 1928 y lo seguíamos siendo en 1959.  

Toda gran novela, al decir de Ernest Hemingway, debe de comenzar con una frase verídica. La víspera del hombre no es una excepción. Esa verdad está contenida, en mi opinión, en la primera oración. Es la verdad del personaje principal, Pirulo, y de todo un pueblo: nuestra desconexión del mar que nos rodea. Así, nos dice René Marqués en la primera oración de la obra: «Cuando Pirulo vio el mar por primera vez fue tan grande su asombro que casi se quedó sin respiración». Un comienzo tal era inimaginable para El reino de este mundo, que nos habla de una nación (Haití) que, a fines del siglo XVIII tenía una vida marítima y portuaria intensa y fascinante. De hecho, las distintas regiones económicas del país se comunicaban principalmente por el mar, a través de un semillero de puertos diseminados por sus costas. Haití era un país de ciudades costeras. El reino de este mundo, precisamente, comienza con la visita de Ti Noel al puerto de Cabo Francés para recoger 20 caballos traídos por un capitán de un barco vinculado a la crianza de equinos de Normandía. La idea de que alguien, incluso un esclavo haitiano, no conociera el mar a fines del siglo XVIII habría sido un contrasentido. Pero en Puerto Rico, en 1958, no solo podía ser la verdad de un individuo, sino que, simbólicamente, era —y es— la verdad de todo un pueblo. Es el viejo tema del lugar del mar en la creación lírica de un pueblo al cual el coloniaje, particularmente estadounidense, le ha vedado una relación independiente y libre con las aguas que rodean la isla. René Marqués, comienza, e incluso acaba, La víspera del hombre con una referencia a nuestra relación traumática con el mar. Y decir mar Caribe es lo mismo que decir huracanes.    

Como todo gran relato, La víspera del hombre no se circunscribe a una frase verídica, sino que nos brinda un tejido de muchas verdades. Estas verdades enriquecen la trama por su interconexión o relativa independencia y hasta por su inadvertencia. Así, junto a la temática principal de la llegada del personaje (Pirulo) a la madurez, René Marqués desarrolla otros contenidos importantes: la cuestión racial y étnica en la isla, la violencia de género que lleva al feminicidio, la modernización traumatizante del país, la sexualidad en la adolescencia, la sobrevivencia de costumbres vetustas, el coloniaje, la lucha independentista y el rebajamiento cultural frente a lo extranjero, entre otros. No es del todo equivocado decir que a La víspera del hombre se le pueden dar diversas lecturas, dependiendo del enfoque que se quiera destacar. Posee varios trasfondos. Nuestro interés se reduce aquí al huracán.

San Felipe II azotó a Puerto Rico el 13 de septiembre de 1928. Entró a la isla por la comarca del sureste, cerca de Guayama, y salió entre Isabela y Aguadilla, siguiendo una línea recta que lo llevó por encima de la cordillera Central. Ivan Ray Tannehill, el prominente historiador de la meteorología del Caribe, lo consideró el ciclón «más violento y destructivo» de lo que iba del siglo. Sin duda, fue tanto o más poderoso que el ciclón que visitó Cuba en 1926, al que Carpentier destacó como fuente natural de lo real maravilloso. Ambos huracanes, sin embargo, se caracterizaron por fuertes vientos y cuantiosas lluvias. Que se sepa, San Felipe II fue el primer ciclón categoría 5 en tocar tierra en un territorio bajo la jurisdicción de Estados Unidos. La velocidad de los vientos superó las 160 millas por hora y, en apenas dos días, cayeron más de 25 pulgadas de lluvia en el centro de la isla. Mas de 300 personas perdieron sus vidas. Los estimados hablan de cerca de $85 millones en pérdidas económicas. Aproximadamente 700,000 personas quedaron sin hogar. Luis Caldera Ortiz, en su libro Historia de los ciclones y huracanes tropicales en Puerto Rico, nos dice que San Felipe II El Grande fue un «monstruo atmosférico».     

El huracán del Caribe aparece en dos ocasiones en la trama de La víspera del hombre. La primera, y más importante, está contenida en los capítulos X al XIII. La segunda, en el capítulo XXXIII. En ambas ocasiones el ciclón es visto como un fenómeno atmosférico de efectos devastadores, aunque sea capaz también de cumplir un papel positivo. De ahí que pueda afirmase que la novela tiene al huracán como uno de sus trasfondos. 

Así como Carpentier nos muestra el huracán del Caribe en su conexión con la negritud y la mitología africana, René Marqués nos lo presenta en su vínculo con la cosmogonía de los pueblos originarios de las Antillas. Y, así como el escritor cubano ubica la génesis del ciclón en el mar, el boricua lo hace brotar de la montaña. No podía ser de otro modo, pues ambas visiones son antropológicamente correctas. La trama de El reino de este mundo discurre, ante todo, en el escenario maravilloso de las ciudades portuarias de Haití y Cuba oriental. En esos lugares, hasta el campo montañoso estaba fuertemente permeado de la cultura negra. Basta con visitar la montaña de la Gran Piedra, en Santiago de Cuba, para comprobarlo. La trama de La víspera del hombre ocurre, al menos inicialmente, en el campo de Puerto Rico, específicamente en la región montañosa del noroeste, alejada del mar y de la cultura negra de las costas.

San Felipe II, como señalamos, entró por la comarca del sureste, la puerta de entrada frecuente de los huracanes a Borinkén. Ni siquiera fue como San Ciprián, que siguió el curso anómalo de desplazarse por la costa norte, desde Ceiba hasta Aguadilla. Este sí que era imposible atribuírselo literariamente a la montaña y sus cuevas. Antes de llegar a la región montañosa del noroeste, sin embargo, San Felipe II tenía que atravesar la isla entera cruzando por los cerros elevados. Como ocurrió entre casi todos los pueblos originarios de las Américas, las comunidades aborígenes de las Antillas asociaron los vientos huracanados con fuerzas interiores de la tierra. El huracán venía de las entrañas y corazón de las cordilleras. La ubicación del dios Jurakán en una cueva o montaña tiene sentido, nos dice Fernando Ortiz en su libro El huracán: Su mitología y sus símbolos. Para los pueblos originarios de las Américas, las montañas eran consideradas como tinajas invertidas, llenas de agua:

[…] y por eso se derramaban de las laderas como de una vasija porosa las fuentes y los arroyos; y las ráfagas de aire que salían de las cuevas y las nubes que habitan en las cumbres extraían las aguas que luego regaban desde los cielos.

Sabemos que la población con marcada ascendencia negra en nuestro país se ubicaba en las costas, sobre todo en el sur y sureste. En las montañas, nos dice La víspera del hombre, estaba la gente de tez blanca o pálida. René Marqués no podía, pues, atribuirle al huracán un vínculo directo con la negritud, como sí hizo Carpentier en Écue-Yamba-O y El reino de este mundo. De hecho, aquí y allá, el elemento mitológico de los pueblos originarios aparece en estas dos novelas, pero no es el rasgo dominante. En la primera, por ejemplo, el huracán es representado, aunque de manera breve, por «el colear de la gran serpiente de plumas arrastrando trombas de algas y ámbares». Esa imagen es central a la visión de los pueblos originarios de México sobre la naturaleza de los vientos huracanados. Es también, nos dice Fernando Ortiz, «el mítico ofidio que representa al dios de los huracanes en la religión de los indios maya-kiché». Incluso la narrativa de El reino de este mundo está salpicada de referencias al caracol, con sus cualidades mágicas y agoreras en el Caribe. Es decir, en Carpentier no hay una demarcación absoluta entre la cosmogonía de los pueblos antillanos y la de los esclavos traídos de África; pero en las obras discutidas domina la negritud.

Aunque no es una narración propiamente sobre racismo, La víspera del hombre presenta un cuadro muy interesante sobre la temática racial en Puerto Rico, incluyendo la dimensión demográfica. Consideremos los personajes y la narración hasta la llegada de San Felipe II, o sea, en los primeros 13 capítulos. Todo discurre en el campo, al pie de Lares, en la hacienda de café llamada San Isidro. Pirulo, el personaje principal, es el hijo no reconocido de don Rafa, el gran hacendado. Su mamá es Juana, una de las tantas mujeres pobres con las cuales el acaudalado terrateniente tuvo amoríos fuera del matrimonio. La ascendencia de don Rafa es española, específicamente de las Islas Canarias. También la de su esposa, doña Irene, quien resulta ser su prima hermana. Tiene una hija, Isabel, que recibió el halago de los invasores militares en el 98 «por ser tan linda como una americanita». Isabel tiene un hijo, Raúl. Del padre de este no sabemos nada, pues Isabel es viuda. La población general de la región de Lares queda definida, casi exclusivamente, como «gente pálida de los cafetales». O sea, personas de tez blanca. Pirulo, su mamá y su padrastro están en ese grupo. Es la peonada blanca. Hay tres personajes, sin embargo, que se salen de la norma. Primero, la cocinera de la hacienda San Isidro. René Marqués nos dice que es una mulata. Segundo, Marcela, a quien el pueblo tilda de loca y llama «la bruja». Esta tiene la figura y el rostro como tallados en caoba, y el pelo negro y brillante, como «plumaje de mozambique». Marcela se identifica a sí misma como indígena. Finalmente, está la pareja de Marcela, un negro de la costa.

Pues bien, René Marqués no tiene reparo alguno en denunciar el racismo que prevale entre los «pálidos habitantes del cafetal». Marcela y su pareja vivían una vida tranquila de aislamiento en una casita humilde de yagua en un remanso cercano a la Poza de Iturregui. Eran felices, nos dice la narración. Ella vendía plantas medicinales y yerbas aromáticas en el pueblo y él trabajaba de peón. Pero nada les molestaba más a los habitantes pálidos del cafetal y las montañas que la idea de una mujer enamorada de un hombre negro. Así, como si fuera una versión campesina de la película Maruja, a la gente le dio con regar rumores y bochinches maliciosos. Para explicar la relación amorosa de la pareja, nos dice la narración, «empezaron a surgir versiones de magia y brujería, de pasiones diabólicas, de encantamiento amoroso». La consecuencia fue que «al negro lo mataron a tiros y lo echaron en la poza». Esta parte de La víspera del hombre resulta, para mí, tan dramática como la llegada del huracán San Felipe II. De hecho, al menos en la mente de Marcela, este vil asesinato es lo que desataría la ira del dios taíno Jurakán.

Hay, además, otro aspecto en que Marcela cumple un papel fundamental en La víspera del hombre. Es ella quien hace posible, o si se quiere, mediatiza la relación entre Pirulo, el personaje principal, y la mitología de los pueblos originarios de las montañas. Después de la muerte de su pareja, Marcela continuó siendo victimizada por el prejuicio de la gente blanca. Alguna gente decía que ella era una «mulata con facciones de blanca»; otra, que era «una negra que se hizo india por medio de la brujería africana». Pero ella, luego de intentar suicidarse, abandona el catolicismo y se refugia en las creencias indígenas para darle sentido a su vida. Sin que nadie supiese ni cómo ni cuándo, «la antigua poza se pobló de espíritus indios». La Poza de Iturregui se convirtió en la Poza de la Princesa, como si la historia no fuera más que la continuación natural de la leyenda trágica de Anaiboa y Manicato, el gran guerrero indígena asesinado por los españoles siglos atrás. Marcela, refugiada ahora en el remanso montañoso, se comunicaba con las deidades taínas, cantándoles letanías a Yuquiyú y Jurakán: «La naturaleza toda estaba como encantada. El río se deslizaba sin ruido. Los pájaros callaban. Las hojas de los árboles permanecían quietas. Y en el cielo una nube se había puesto a ocultar el sol».

Pirulo, todavía un niño de gran imaginación se quejaba de que, por ser blanco, no podía comunicarse con las deidades taínas. Pero él encontró en Marcela un espíritu afín con el ambiente natural de las montañas que él tanto amaba. Así, ella le contó de un «cementerio» de indios que había en la cima de un monte llamado Guaraguao. Le dijo que estaba lleno de «piedras de rayo», que parecían hachas. También, había cemíes, caracoles y dibujos. El cementerio tenía forma de cueva prehistórica porque era la tierra sagrada de los dioses indios. De hecho, era Jurakán, en la historia de Marcela, el que por medio de sus rayos lanzaba desde el cielo piedras puntiagudas, para que los indios se defendieran. Llegado su momento Yuquiyú habría también de desatar la ira de Jurakán, destruyéndolo todo. Así, sucedió, al menos en la mente de Pirulo, quien hizo suyas las verdades de Marcela.  

Mientras que la gente del pueblo, e incluso de la hacienda, fue puesta al tanto de la inminente llegada del huracán San Felipe II por la Policía, el camionero y los comisarios políticos, Pirulo se enteró a través de una comunicación privada con la deidad Yuquiyú, a quien él llamaba «el dios de Marcela». Enfurecido por la decisión de don Rafa de vender la hacienda, Pirulo imploró a la gran deidad taína que desatara a Jurakán, con todo su gran poder demoledor. Quería que este lo destruyera todo. En su pensamiento mítico, adoptado de Marcela, fue la deidad taína Yuquiyú quien hizo que llegara el huracán:

Rompió por fin el espantoso silencio la voz agorera del caracol indio. Era un sonido grave, profundo, que se iba inflando en eco monstruoso hasta llenar la montaña toda. Pirulo contempló sobrecogido cómo alrededor del sol se empezaba a formar un anillo de sangre. Y cómo un rabojunco, cruzando en vuelo casi ceremonial, destacaba su silueta negra y presagiosa contra un cielo enrojecido y absurdo.  

Como era costumbre, la gente de tez blanca no dejó de atribuirle el huracán a los demonios y «seres y bestias que de vez en cuando dominaban el ruido infernal». Nada había cambiado desde los tiempos de la colonización en que la iglesia católica demonizó a las deidades taínas. Juana, la madre de Pirulo, y el pueblo se pusieron a rezar: «Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos de todo mal».

La escena de la devastación física y humana causada por San Felipe II detiene el discurrir de la trama por un instante que parece eterno. El huracán es «un mundo sin tiempo». Ya ido el meteoro, un nuevo y triste hechizo pasa a dominar el espíritu de la colectividad. La muerte regada por todas partes, el llanto de la comunidad, los cuerpos de animales estrangulados en su lucha desesperada por romper las amarras, la gente rebuscando entre las ruinas y escombros de sus hogares, el río hecho un torrente de fango arrastrando cadáveres de cerdos y despojos de las montañas; todo, absolutamente todo, idiotiza la mirada de las mujeres y los hombres y les quiebra la voluntad de vivir. Es la gran obra teatral del mar Caribe y sus huracanes, repetida una y otra vez. Basta, sin embargo, con que la naturaleza dé un gesto de vida renovada (la gallina rabona escarbando y picoteando alegre en el patio) para que se afirme la gran verdad descubierta por las comunidades originarias de las montañas: Jurakán no es solo una fuerza destructora, sino que es también un poder creador de algo nuevo. Su paso, catastrófico como parezca, es parte del ciclo natural de vida de vida en el Caribe entero. La colectividad se reanima, llora y festeja:  

            –San Felipe se alquiló

            “pa” barrer a Puerto Rico

            y lo encontró tan chiquito

             que en un día lo acabó.    

La copla improvisada en el dolor resonó como un canto de optimismo, a pesar de la negrura de su contenido […] La montaña se llenó de rumores. Y sobre las ruinas del mundo la humanidad se dispuso a reanudar la lucha eterna que la responsabilidad de sobrevivir le había impuesto.    

También Pirulo sufrió una gran transformación espiritual como resultado del paso de San Felipe II. «El ciclón había traído ruina y muerte con un solo propósito: anular el maleficio de la casa grande». Atrás quedó para siempre la gran propiedad territorial, con sus lazos sociales inamovibles y opresivos. El paso era ahora hacia la ciudad, con su modernidad y las nuevas formas de opresión.

Conclusión

Nos dice Fernando Ortiz, en su obra El huracán: Su mitología y sus símbolos, que el mar Caribe es nuestro Mediterráneo. Mas hay aquí un gran detalle distintivo, según el afamado antropólogo cubano: el mar Caribe es el mar de los huracanes. Aquí el huracán es deidad suprema, tanto por su poder imponente, como por sus efectos de fuerza destructora, a la par que creadora. «Huracán, poderoso dios del viento, a la vez que destruye es dador de vida, es un dios creador». Eso hace que el huracán esté en la base de nuestra subjetividad como colectividad humana que pobla este semillero de islas exóticas, desde antes de la colonización. 

La temática de los huracanes es parte integral de nuestra idiosincrasia caribeña. Está en la música, en los refranes y en los mitos. Siempre ha tenido un lugar destacado en la poesía, particularmente en Cuba y Puerto Rico. En la isla mayor de las Antillas, se inaugura con la lírica exquisita de José María Heredia y su poema «En una tempestad» publicado en 1822. En Puerto Rico, tenemos la poesía de Luis Lloréns Torres y la del guayamés Luis Palés Matos. Ambos le cantaron con gusto y mucho estilo al huracán. Alejo Carpentier, quien escribe como poeta, también valoró la importancia de esta temática para la producción literaria y artística en el Caribe. De hecho, el huracán era para él la fuente de lo real maravillo de nuestra cultura. Hablando sobre los efectos culturales del huracán del 1926, que destrozó a La Habana, nos dice Carpentier que, en su paso, sembró «fantasías tremebundas» por toda la capital de Cuba:

[…] una casa de campo trasladada, intacta, a varios kilómetros de sus cimientos; goletas sacadas del agua, y dejadas en la esquina de una calle; estatuas de granito, decapitadas de un tajo; coches mortuorios, paseados por el viento a lo largo de plazas y avenidas, como guiados por cocheros fantasmas y, para colmo, un riel arrancado de una carrilera, levantado en peso, y lanzado sobre el tronco de una palma real con tal violencia, que quedó encajado en la madera, como los brazos de una cruz.

Podría haber estado hablando de Puerto Rico, país en que hemos visto los huracanes causantes de las mismas «fantasías tremebundas». Carpentier se inspiró en el huracán del 1926 para escribir¡Écue-Yamba-O! Tras su visita a la hermana nación de Haití en 1943, se reafirmó en la importancia de la temática del huracán, lo que lo llevó a redactar El reino de este mundo. A veces como mero trasfondo o escenario, aunque en la mayor parte de las ocasiones como personaje mítico, el huracán tiene un papel destacado en la narrativa de Carpentier. Alrededor de él, e incluso en su interioridad, se cuaja la lucha eterna de los pueblos caribeños por alcanzar su libertad.

Con la publicación de La víspera del hombre, el huracán hace una gran entrada en la narrativa puertorriqueña. No se trata de un asunto de poco significado. Palés mismo, uno de los poetas caribeños que más le ha cantado al huracán, lo habría celebrado: «Por pueblo debe entenderse acomodación básica entre raza y paisaje». En Carpentier, la subjetividad antillana queda vinculada al huracán y la negritud; en René Marqués, al huracán y la mitología de las comunidades originarias. En ambos casos, se trata de cómo la idiosincrasia de nuestro pueblo capta y recrea los eventos más importantes de la vida, incluyendo los influjos del paisaje tropical y las poderosas tormentas. De ahí la magia de todo el asunto…

Diseño de portada de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier: Neslé Soulé.

Bibliografía consultada

  1. Caldera Ortiz, Luis: Historia de los ciclones y huracanes tropicales en Puerto Rico. Coamo, Editorial El Jagüey, 2017
  2. Carpentier, Alejo: ¡Écue-Yamba-Ó! Madrid, Ediciones Akal, 2010.
  3. Carpentier, Alejo: El reino de este mundo. México, Editorial Lectorum, 2010.
  4. Césaire, Aimé. Une tempête. Paris, Editions du Seuil, 1969. 
  5. Dubois, Laurent. Haiti: The Aftershocks of History. New York, Henry Holt & Company, 2012.
  6. Dolin, Eric: A Furious Sky: The Five-Hundred Year History of America’s Hurricanes. New York, Liveright Publishing, 2020. 
  7. Emanuel, Kerry: Divine Wind: The History and Science of Hurricanes. Oxford, University Press, 2005.    
  8. Marqués, René: La víspera del hombre. Río Piedras, Editorial Cultural, 1983.
  9. Márquez Rodríguez, Alexis: La obra narrativa de Alejo Carpentier. Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1970.  
  10. Ortiz, Fernando: El huracán: Su mitología y sus símbolos. México: Fondo de Cultura Económica, 2005.   
  11. Palés Matos, Luis: Poesía Completa y prosa selecta. Edición de Margot Arce de Vázquez.Caracas, Biblioteca Ayacucho.    
  12. Rubiera, José: “Nada es Nuevo bajo el sol”. Centro Nacional de Pronósticos del Instituto de Meteorología de Cuba. Revista Enfoques, No. 17, Primera Quincena, septiembre 2017. 
  13. Schwartz, Stuart: Sea of Storms: A History of Hurricanes in the Caribbean from Columbus to Katrina. New Jersey, Princeton University Press, 2015.
  14. Shakespeare, William: La tempestad. Biblioteca Virtual Universal, 2003.
  15. Stoneman Douglas, Marjory: Hurricane. New York, Clark, Irwin & Company, 1958.
  16. Tannehill, Ivan Rey: Hurricanes: Their nature and History, Particularly Those of the West Indies and the Southern Coast of the United States. Princeton, University Press, 1952.
  17. Viñes, Benito: Investigaciones relativas a la circulación y traslación ciclónica de los huracanes de las Antillas. La Habana, Impresora del “Aviador Comercial” de Pulido y Díaz, 1895.


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