IECCS
Por Juan Manuel Zaragoza Bernal
Este fin de semana ha trascendido un Decálogo para el correcto abordaje de la COVID-19 en España, firmado por 52 sociedades científicas relacionadas directamente con la salud (enfermería comunitaria, pediatría, dermatología, geriatría, etc.). Este decálogo surge del I Congreso Nacional COVID19, organizado por estas mismas asociaciones, de forma virtual. La propuesta ha recibido una gran atención en los medios, que lo han cubierto de forma bastante extensa en sus ediciones digitales. Además, la declaración ha recibido, a día de hoy, 16000 adhesiones en Change.org. En este artículo me interesa identificar y analizar las ideas que subyacen a este Decálogo. Su ideología, podríamos decir. Para ello, en primer lugar, haré una breve exposición de los principios que componen el decálogo; a continuación, mostraré brevemente cuáles son esos principios ideológicos subyacentes; en tercer lugar, propondré una descripción más acorde, en mi opinión, a lo que realmente está ocurriendo. Más empírica, si queréis; para concluir, defenderé que sólo tomando en cuenta una gran cantidad de saberes seremos capaces de salir de esta crisis mejor de lo que entramos. Mi propuesta parte, en gran medida, del trabajo de Bruno Latour, Donna Haraway y Rosi Braidotti.
1. Análisis del Decálogo para el correcto abordaje de la COVID-19 en España
El Decálogo se inicia avisando al presidente del Gobierno de España y a los presidentes de las 17 Comunidades Autónomas, bien grande y en negrita, de que “en la salud, ustedes mandan pero no saben”. Obviamente, los firmantes no afirman que los políticos no sepan absolutamente nada de salud. No son capaces de decir tal disparate. Lo que les están diciendo a nuestros políticos es que, lo que saben, no vale. Que su saber es inútil. Una idea que se refuerza con los tres primeros puntos del decálogo, en los que conminan a los políticos a aceptar, de una vez, que la gestión de la crisis debe responder a criterios “exclusivamente” científicos, y les ordenan frenar “ya tanta discusión” para ponerse a hacer “cosas”, que detallan en los siguientes puntos e incluirían un protocolo “nacional”, pero que respete las “actuaciones territoriales diferenciadas”, la creación de una “reserva estratégica de material” y la petición de aumentar los recursos para la investigación. Salpicadas por el texto, encontramos de forma repetida la demanda de que sean “las autoridades sanitarias, sin ninguna injerencia política […] quienes establezcan las prioridades de actuación” o la necesidad de tener un “profundo conocimiento de las ciencias de la salud” para encargarse del “manejo de los recursos sanitarios”.
2. Análisis “ideológico” (incluso metafísico) del Decálogo.
La primera conclusión resulta evidente, tanto por el título como por la lectura que hemos hecho: el objetivo principal de este Decálogo no es ofrecer medidas novedosas para una mejor gestión de la crisis, sino eliminar los factores políticos de la misma, ya que los políticos no saben. Esto podría pasar por ser producto del hartazgo que producen las constantes disputas entre administraciones, no tanto por mejorar la situación sanitaria, sino por decidir cómo se reparten las consecuencias políticas. Sería, por tanto, uno más de los muchos textos publicados durante estos días en los que se señala a la clase política como la culpable de la crisis.
Pero el Decálogo no señala a las disputas partidistas como principal problema, por mucho que se mencionen en el punto 1, sino a la inutilidad de aquello que los políticos saben. Por eso, insisten, debe ser el saber que ellos detentan el que se tenga en cuenta a la hora de tomar decisiones. O, dicho de otra forma, únicamente deberemos atender a las “autoridades sanitarias”, a aquellos que tengan un “profundo conocimiento de las ciencias de la salud”, y deberemos despreciar la intervención de los políticos como “injerencias”. Aquí, en cuatro breves líneas, encontramos un magnífico ejemplo de lo que sería una propuesta tecnocrática, es decir, política. Y que, además, es incompatible con la democracia.
Imaginemos, por un momento, que esta carta estuviera firmada, en vez de por científicos, por generales de las fuerzas armadas. Y que propusiesen que los políticos democráticamente elegidos diesen un paso atrás para que fuesen ellos los que tomasen las decisiones, basándose, para ello, en su mayor organización, su capacidad para imponer el orden de forma eficaz y su experiencia lidiando con situaciones de alto riesgo. A ninguno nos parecería, creo, tan buena idea. Pues algo parecido es lo que piden estas asociaciones científicas: dejemos a un lado los procedimientos democráticos (la lentitud burocrática, la discusión) y permitamos gestionar la crisis a las “autoridades sanitarias”. Detrás de lo que parecía simple sentido común (que gestionen “los que saben de esto”), encontramos una pulsión profundamente antidemocrática.
Pero debemos ir un poco más allá. Porque no se trata de que los cientos, miles de profesionales que forman parte de estas asociaciones, sean antidemócratas. Decir eso sería una estupidez y una injusticia. Pero sí participan de una visión del mundo que está pensada, precisamente, para cortocircuitar los procedimientos democráticos. Para acallar, como diría Sócrates, a los diez mil necios que se reúnen en el ágora para decidir sus destinos sin tener ningún conocimiento de las matemáticas. Para ello, es necesario dividir el mundo en dos esferas estancas. Por un lado, tendremos la naturaleza, que es independiente de aquello que nosotros pensemos sobre ella. Por el otro, la sociedad, que nada tiene que ver con la primera, en tanto que los valores nada tienen que ver con los hechos. Son dos ámbitos completamente separados. Sin embargo, debe haber alguna forma de evitar que las masas decidan acerca de los valores. No podemos permitir que lo bueno y lo malo se decidan en una asamblea. Tiene que haber un método que nos permita decidir sin depender de su concurso. A falta de uno, tenemos dos. Por un lado, la autoridad. El Poder. Por el otro, la razón. La Ciencia. Los dos son mecanismos gemelos que entran en funcionamiento cuando el guirigay de la masa se vuelve ensordecedor.
¿Dónde radica la autoridad de la Ciencia (dejemos a un lado al Poder) para exigir que nos callemos? En esa misma partición del mundo entre naturaleza y sociedad que les confería el dominio de una de las partes. Y el SARS-CoV-2 les pertenece. Sólo ellos tienen conocimiento legítimo sobre él, porque sólo ellos pueden conocer los hechos de la naturaleza. Por eso debemos callarnos y dejar que ellos sean (“las autoridades sanitarias”) los que nos gestionen.
3. Una alternativa polifónica
El problema con esta propuesta no es únicamente que tenga un núcleo antidemocrático, es que además sería inútil, causando un gran daño y dolor. Pensemos, por un momento, en cómo sería la respuesta que la ciencia podría dar a un problema tan serio y con tanta influencia sobre la salud como sería la pérdida de cuatro millones de empleos producida por la pandemia. ¿Qué herramientas encontraríamos en las ciencias biosanitarias para paliar esta situación? Ninguna. Sin embargo, la política sí dispone de ellas. En concreto, el 21 de abril de 2020 se introducía, mediante un Real Decreto, una modificación de la legislación relativa a los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo que permitía, entre otras cosas, entender que la fuerza mayor que obligaba a la regulación podía ser parcial, es decir, afectando sólo a una parte y no a toda la empresa. Algo que se hace, además, poniendo de acuerdo a los sindicatos y a la patronal. Esto, que puede parecer una simpleza, es un proceso bastante complejo que se resuelve gracias al saber acumulado por lxs políticxs, por lxs administradorxs y por lxs burócratas. Esos a los que los firmantes del Decálogo buscan apartar de la gestión de la crisis.
Y esto es así porque el asunto que nos concierne no es ni social, ni es natural. Es un híbrido. El problema que tenemos no es el SARS-CoV-2, tal y como aparece bajo la lente del microscopio, que no es más que otro coronavirus como hay miles, sino el hecho de que se haya asociado exitosamente con otras entidades. En primer lugar, con el animal, todavía desconocido, que sirvió de puente. A continuación, con la economía China y la cultura gastronómica de este país. Posteriormente, con las redes de comunicación globalizadas e impulsadas por combustibles fósiles. Llegó, por fin, al laboratorio, donde se relacionó con técnicas de análisis genético. Y, casi al mismo tiempo, se vinculó a los sistemas sanitarios occidentales, que se encontraban escasamente preparados para afrontar una crisis de la que no tenían experiencia previa, al contrario que sus homólogos chinos o coreanos. Sistemas que, además, y en el caso de Italia y de España especialmente, venían de una década larga de recortes que habían mermado su capacidad de respuesta. Recortes, también, en lo social, que habían dañado las herramientas que podrían haber ayudado a minimizar el impacto en los más desfavorecidos.
Esto que acabo de describir rápida y superficialmente no es una crisis científica o sanitaria, como tampoco es una crisis política, social o como queramos llamarlo. Es una crisis híbrida, multiforme. Como lo son, y lo serán, las crisis del siglo XXI. Ya nos avisó Ulrich Beck en su famoso La sociedad del riesgo: lo que nos toca es gestionar la complejidad y la incertidumbre (esta es también la línea que sigue Daniel Innerarity en su último libro Pandemiocracia). Y para gestionar la complejidad, toda reducción es peligrosa, por muy tentadora que sea.
Frente a este afán por silenciarnos, necesitamos un nuevo parlamento. Un nuevo espacio en que los diversos saberes se pongan de acuerdo para intentar resolver el problema en común. En este sentido, el trabajo que se está desarrollando en algunas clínicas de atención primaria de las favelas de Brasil es un ejemplo que debería hacernos enrojecer a todos. Al contrario que aquí, en el que la lucha contra la enfermedad se ha librado mediante una estrategia hospitalocentrista, acompañada por herramientas de control social y represión policial, allí, ante la falta de apoyo de las autoridades, se ha optado por involucrar a todos los interesados en la solución de la crisis, lo que incluye a toda una serie de agentes(ONGs, párrocos, personajes localmente populares) que aportaban conocimientos valiosos y recursos novedosos. A partir de este saber localizado, la adopción de medidas científicamente discutibles, como la desinfección de las calles, no era vista como el intento por parte de los políticos de hacer ver que se hacía algo, sino como una herramienta que permitía visibilizar el problema ante una población que recibía informaciones contradictorias. En este contexto, y pese a que el liderazgo recaía en el personal sanitario, las ciencias (perdida ya la mayúscula y en plural) eran una más en este nuevo parlamento, en el que distintos saberes y prácticas buscaban encontrar una salida común a un problema que afecta a todos y a todas.
Creo que hay pocas definiciones más hermosas de democracia que aquella que reconoce no ser más que el esfuerzo que realizamos conjuntamente para definir a oscuras, acompañado por otros tan ciegos como nosotros mismos, qué es bueno y qué es malo. Y para esto, no necesitamos el silencio del laboratorio, sino la algarabía de la discusión pública. La polifonía de los saberes. Precisamente lo que nos ha faltado en España.
4. Para concluir
Si en algo hemos errado, y tal vez esté ahí el problema que la OMS es incapaz de ver, ha sido en que se ha planteado una política excesivamente monódica, en la que únicamente dos tipos de saberes han sido convocados: el de los científicos y el de los economistas. Es en estos términos en los que se ha planteado una dicotomía que buscaba resumir nuestro problema, reducirlo para hacerlo manejable: salvar vidas o salvar la economía. Partiendo de aquí, no podíamos esperar que las cosas saliesen bien.
Hubiéramos necesitado un concierto de saberes, un gran parlamento en el que las demandas, las prácticas diversas, las peculiaridades locales, los saberes de la ciencia, la experiencia de los administrativos y los burócratas, la habilidad de los políticos y los conocimientos que aportan las humanidades y las ciencias sociales, pero también los movimientos vecinales y de base, se hubieran conjurado para definir, en primer lugar, cual era el problema. Para ordenar, a continuación, nuestras prioridades. Y para intentar marcarnos una meta común. Un objetivo. En su lugar, nos hemos encontrado con este concierto a dos voces, que pronto derivó en cacofonía cuando cada miembro del coro empezó a cantar melodías distintas y disonantes.
Ahora tal vez sea tarde, pero debemos aprender de nuestros errores. Es muy difícil sostener un esfuerzo concertado en pos de un objetivo común cuando no tenemos en cuenta los intereses de todas las partes. Cuando no damos voz a todos los actores involucrados e interesados en resolver esta controversia. A lxs científicxs, a lxs médicxs claro. Pero también a lxs niñxs a los que no se les deja jugar en los parques. A lxs adultxs que ven cómo no pueden tomar una cerveza en su barrio, pero sí servirla en el de al lado. A lxs profesorxs que dejan solxs a la hora de crear los protocolos anticovid del colegio, y a lxs que se les exige asumir toda la responsabilidad si algo sale mal. Todos y cada uno de ellxs merece ser escuchado. Y al escucharlos, al tenerlos en cuenta, la libertad para el juego partidista, que tanto daño nos hace, es menor.
Casi al mismo tiempo que se publicaba el Decálogo, otro conjunto de asociaciones científicas, esta vez de las ciencias sociales, emitían un comunicado. Al contrario que aquel, este no pedía silencio. No pedía que se acabase la discusión, al contrario. Pedía que se les escuchase: “Necesitamos escuchar los saberes situados que las ciencias sociales han aprendido a conjugar de la mano de movimientos sociales y comunidades vulnerables. La pandemia está transformando nuestra sociedad. Las investigaciones biomédicas ayudan a salvar vidas. Las investigaciones sociales mantienen vivas nuestras esperanzas y voluntades”. No se trata, en este caso, de pedir ninguna exclusividad, sino de aumentar los vínculos, entendiendo que es la única forma posible de salir más fuertes, más vinculados, de esta crisis.
Una cosa más
Termino de escribir con la terrible sensación de haber sido injusto con los firmantes del Decálogo, de haber creado un hombre de paja que los convierte en poco menos que autoritarios que quieren acabar con la democracia. No es esa mi intención. Es más, no creo que ninguno de ellos y ellas piense en estos términos, al contrario. Sé, estoy convencido, de que escriben desde la profunda preocupación que sienten por nosotros y nosotras. Que sus palabras surgen de la compasión y de la frustración por ver cómo las luchas partidistas, ellas sí, desbaratan no sólo sus esfuerzos sino el de todos nosotros y nosotras. No puedo menos que agradecer y reconocer que alcen la voz en estas circunstancias.
Esto no quita, sin embargo, que tanto el tono como el contenido de su Decálogo resulte desagradable, autoritario y excluyente. Contra esto escribo. Contra este deseo por acallarnos. Sé que no soy el único. Sé también que muchos científicos y científicas, médicos, médicas y demás personal sanitario no se reconocen en él. Y por eso, no me siento solo.
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