lunes, 1 de octubre de 2018
¿Sigue siendo Barcelona una ciudad muerta?
Por José Durán Rodríguez
La transformación de Barcelona en un resort de lujo para asistentes a los grandes eventos que se celebran allí ha alterado profundamente el paisaje de la ciudad y la relación con quienes viven en ella. Desarrollado durante las últimas cuatro décadas, este proceso ha sido contestado por un tejido vecinal cuyas propuestas empiezan a ser tenidas en cuenta por el gobierno municipal.
Entre los días 15 y 21 de octubre tendrá lugar en Barcelona la primera edición de la bienal de pensamiento. Organizado por el Ayuntamiento, el encuentro propone seis jornadas de conferencias —con más de 100 ponentes— y varias actividades en las que se discutirá el papel de las grandes urbes como escenarios de las transformaciones que describen un cambio de época.
Con el apelativo de Ciutat Oberta (Ciudad Abierta), la bienal pretende “identificar los elementos centrales de los que deben gozar una ciudad y sus ciudadanos para encarar las nuevas dinámicas de trabajo, exclusión, innovación o marginalidad”. Para ello, su programa se divide en cuatro títulos: Ciutat Democràtica (Ciudad Democrática), Ciutat Diversa (Ciudad Diversa), Ciutat Digital (Ciudad Digital) y Ciutat Habitable (Ciudad Habitable).
En total, cinco sintagmas en torno al sustantivo “ciudad” con una semántica positiva cuya utilización se puede leer como un esfuerzo institucional por pasar página —mudar la piel— respecto a otro epíteto que caló hondo y levantó ampollas en la capital catalana hace no tanto tiempo, el de ciutat morta, ciudad muerta. ¿Ha dejado atrás Barcelona esa incómoda etiqueta?, ¿por qué llegó a merecer ese calificativo?, ¿ha supuesto cambios la llegada al gobierno municipal de personas que compartieron en su momento esa visión crítica acerca de la gestión de la ciudad?
El 10 de febrero de 2015 los realizadores Xapo Ortega y Xavier Artigas acudieron al Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona a recoger el premio Ciutat de Barcelona, en su categoría audiovisual, pero negaron el saludo al entonces alcalde, Xavier Trias, al que dejaron plantado con el galardón en la mano. Ortega y Artigas, codirectores del documental Ciutat morta por el que se encontraban allí, agradecieron el premio al jurado en un mensaje grabado en vídeo en el que subrayaban su incomodidad por el hecho de que el Consistorio se “lavara la cara” concediéndoles esa distinción y anunciaban que dedicarían la cuantía —7.000 euros— a investigar casos de abusos policiales.
Después de años circulando en proyecciones minoritarias y tras acumular un creciente reconocimiento en festivales de cine, la emisión de Ciutat morta en TV3 un mes antes de la entrega de ese premio —si bien se trató de una versión incompleta de la cinta, por orden judicial— logró un récord de audiencia en la cadena pública y desató una ola de indignación que hizo zozobrar al gobierno municipal, debido al retrato que la película ofrece sobre la falta de justicia y la poca responsabilidad asumida por el Consistorio en el conocido como caso 4F en 2006. Un suceso que se cerró con un agente urbano gravemente herido durante una intervención en un edificio municipal ocupado; el suicidio de Patricia Heras, condenada por el mismo; denuncias de torturas nunca investigadas y la sombra de irregularidades durante la instrucción judicial. La acumulación de circunstancias fatales en la historia dio pie a que “ciudad muerta” se convirtiera en un descriptor de las múltiples caras del poder y los malestares que genera la arbitrariedad de su administración, más allá del caso concreto.
“La ciutat morta parte en realidad del poema ‘Necros’ de Patricia Heras —explica Ortega a El Salto—. En él habla del amo y señor de la ciudad muerta, que nos vigila, que nos mira a los ojos. Patricia es una de las protagonistas de la película, junto a Rodrigo Lanza, pero también lo es Barcelona, protagonista y a la vez paisaje y contexto de esta macabra historia”.
José Mansilla, antropólogo del Observatorio de Antropología del Conflicto Urbano (OACU), entiende por qué ella decía en el poema que Barcelona era una ciudad muerta a finales de los años 90 pero añade algunas precisiones: “Ha estado más bien narcotizada, adormecida por dosis de mensajes ideológicos y de continuo bombardeo propagandístico sobre lo que un determinado grupo pensaba que tenía que ser la ciudad. De hecho, buena prueba sería que el tiempo que dura esa ‘muerte’ es de apenas 25 años: desde finales de los años 70 hasta 2004, cuando se empiezan a ver las protestas sobre ese modelo que nos querían imponer”.
Para Irene Sabaté, del Sindicat de Llogaters de Barcelona (Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Barcelona), un caso “que casi parece una nota a pie de página en la historia de la ciudad” a menudo ilumina cuestiones más amplias y generales. “Seguramente —reflexiona— ciutat morta designa en buena medida todo el aparato represor que necesariamente acompaña las transformaciones urbanísticas que tienen el riesgo de ser contestadas por la población”. Ella considera que hablar de Barcelona implica hacerlo de la cultura concreta de esa ciudad y de la política municipal pero también “de la coyuntura global del capital inmobiliario y financiero que ha entrado a saco en los mercados locales”.
Los años en los que la noción de ciudad muerta fue tomando cuerpo coinciden con una vistosa metamorfosis en las calles y en el horizonte de Barcelona. La transformación había comenzado antes, con Pasqual Maragall en la alcaldía, pero durante los mandatos de Joan Clos, Jordi Hereu y Xavier Trias se hizo explícito, sin maquillaje, un nuevo modelo de ciudad, enfocado en la explotación turística y en la redefinición del espacio público, que tendría repercusiones físicas sobre la urbe y sus habitantes. La torre Agbar —diseñada por Jean Nouvel e inaugurada en 2005— contra quienes piden que lagestión del suministro del agua vuelva a ser pública. Airbnb, la empresa de apartamentos turísticos que sumó más de tres millones de pernoctaciones en la ciudad en 2017, contra Can Vies, centro social demolido parcialmente en 2014. El Symphony of the seas, el crucero más grande del mundo, contra los vecinos sin casa por el hundimiento en El Carmel en 2005. El Mobile World Congress, la feria de la tecnología móvil más importante del planeta que se celebra desde 2006 en Barcelona, contra el Ateneu Popular de Nou Barris. El hotel vela (W), cuya apertura en octubre de 2009 fue denunciada por asociaciones vecinales y ecologistas por incumplimiento de la Ley de Costas, contra el forat de la vergonya.
“El Vela orientará el comercio de la zona hacia el turismo con alto poder adquisitivo, incrementará los precios de la vivienda e intensificará el fenómeno de los apartamentos turísticos”, vaticinaba Gala Pin —entonces activista en la Plataforma en Defensa de la Barceloneta, hoy regidora del distrito de Ciutat Vella— en Diagonal en diciembre de 2009. Un diagnóstico preciso que se ha cumplido punto por punto y que identificaba algunos de los problemas más graves que han enfrentado los vecinos de Barcelona en los años posteriores, relacionados con el acceso a la vivienda y la utilización de las zonas comunes de la ciudad.
Es la Barcelona de “la prohibición y comercialización del espacio público”, afirma Ortega, quien señala como herramienta clave de este proceso la Ordenanza municipal de civismo y convivencia aprobada en diciembre de 2005. Para el realizador, esta normativa pretendía “expulsar del espacio público toda manifestación de disidencia y crítica en lo político, y la competencia comercial en lo económico, con artículos ambiguos que dejan al final a criterio de las fuerzas del orden su cumplimiento y sanciones”.
La ordenanza, aún en vigor pese a los intentos de reformarla por el gobierno de Ada Colau, incluye sanciones económicas para la compra y venta en el top manta, para prostitutas y clientes, y también para la mendicidad. En el tenso pleno en el que se aprobó, el alcalde Joan Clos llegó a decir que la ordenanza “no es una varita mágica, pero es novedosa porque utilizamos el derecho administrativo como medida preventiva”. Un Minority report a la barcelonesa, solo que la realidad siempre supera a la ficción. Un texto legal que hubiera hecho imposibles los paseos de Ocaña por las Ramblas a finales de los años 70.
Ortega opina que la normativa fue fruto de la presión mediática durante los años previos “de grandes medios conservadores como La Vanguardia o El Periódico, de organizaciones políticas como CiU, PP y PSC, y de los lobbieshoteleros y de la restauración”, con un resultado que define como higienización del espacio público. En su origen, sitúa a la Barcelona olímpica y “aquella campaña de los socialistas del Barcelona Posa’t Guapa”, aunque también advierte que no es un problema local sino global. “Pero Barcelona es un buen ejemplo del proceso de necrosis de una gran ciudad”, sentencia.
Hacia la responsabilidad de los socialistas apunta también Mansilla, quien cree que Barcelona es un caso paradigmático de lo que significó la llegada al poder del PSOE en los años 80: “Es la idea de una ciudad o de un país moderno, y una idea muy concreta de lo que es la modernidad. En el caso de Barcelona, inspirada por unos determinados valores y por un grupo social muy concreto, hecho carne en la figura de Pasqual Maragall”.
Para este antropólogo, lo que “narcotiza” a la ciudad en las dos últimas década del siglo XX es esa pretensión de modernización, “de dejar atrás un pasado oscuro, feo, industrial, que no solamente es el pasado de una ciudad dedicada a fabricar cosas sino de una ciudad obrera, de conflicto y lucha. Se quiere superar eso: ‘ha llegado la democracia’, ‘entramos en la Comunidad Económica Europea’, ‘nos equiparamos al resto de países de nuestro entorno’”.
Mansilla considera que esa era la superestructura ideológica en el resto del país en aquel tiempo pero que tuvo una materialización específica en Barcelona, basada en “la recuperación de viejos sueños: ser la perla del Mediterráneo, la Copacabana barcelonesa, colocar a la ciudad en el contexto internacional de ciudades que ya se venía fraguando con una serie de intervenciones físicas y también ideológicas, a través de mensajes muy concretos e incluso con la invención de nuevos tipos de celebraciones populares, acordes con lo que se pensaba que tenía que ser la Barcelona de entonces”. Una fiesta a la que no toda la ciudad estaba invitada pero cuyos platos rotos sí serían pagados, a precio de la cerámica más lujosa, por quienes no habían disfrutado de ella.
El 17 de octubre de 1986 es una fecha importante en el desarrollo de esta historia sobre cómo Barcelona dejó de ser lo que era. Ese día, en Lausana (Suiza) el Comité Olímpico Internacional la eligió como ciudad organizadora de los Juegos de la XXV Olimpiada, que se celebrarían durante el verano de 1992. Era un empeño que comenzó en 1981 y que la alcaldía de Pasqual Maragall —a quien se atribuye la frase “si los Juegos Olímpicos no existieran, habría que inventarlos”— convirtió en objetivo prioritario.
La elección puso en marcha una potente maquinaria de persuasión para convencer de las bondades que el evento generaría en la ciudad, en un contexto de espejismo generalizado en España que silenciaba a quienes gritaban que algo no iba bien. La fuerte recesión de 1993 les acabaría dando la razón, apenas unos meses después de los fastos. Al igual que sucedió en Sevilla, sede de la Exposición Universal ese mismo año 1992, las protestas fueron reprimidas y las críticas invisibilizadas por todos los medios, dedicados a glosar el discurso único: Barcelona, ponte guapa y sal a bailar “Amigos para siempre”.
Para Sabaté, Barcelona 92 “supuso la creación casi ex novo de un modelo de ciudad basado en los grandes eventos”. Aunque la ciudad había albergado las Exposiciones Universales de 1888 y 1929, la activista opina que los Juegos Olímpicos significaron “el marco y la excusa perfecta para hacer modificaciones en el trazado urbano que no solamente estaban pensadas para los residentes sino también para convertir la ciudad en un escaparate y en un inmenso polo de atracción de capital. También para darle una dimensión o un atractivo internacional”. Y denuncia que, a partir de esa nueva configuración de la ciudad, sus habitantes tuvieron poco que decir pese a ser quienes más sufren las transformaciones: “Gran parte de las intervenciones que, en teoría, se hacen en nuestro nombre, en realidad se hacen sin consultarnos e inspiradas por esta lógica más del capital que del valor de uso”.
El Fórum de las Culturas en 2004 fue otro eslabón en la cadena de conversión de Barcelona en destino internacional, costase lo que costase a sus vecinos. “La creación propagandística del modelo Barcelona implica acallar las voces discordantes”, afirma Sabaté mientras Mansilla cree que el Fórum hizo que a mucha gente “se le cayera la venda de los ojos” y pone un ejemplo que califica como “tomadura de pelo impresionante”: el Pozo del Mundo en el Parque del Centro en Poblenou —otro diseño de Jean Nouvel inaugurado en 2008— que pretendía “trazar una conexión real con una obra similar en Guayaquil (Ecuador), de modo que, al asomarte al pozo, vieras esa otra zona del mundo. Algo que nunca funcionó”.
Sabaté recuerda que en la ciudad hay una larga tradición de urbanismo no participativo pero también otra de movimientos sociales que muestran su oposición. Es ahí donde enmarca la acción del Sindicat de Llogaters desde su aparición pública en mayo de 2017: en la herencia del movimiento vecinal de los años 60 y 70 o, más recientemente, de las Plataformas de Afectadas por la Hipoteca. En su haber, un triunfo reciente: el miércoles 19 de septiembre, el Ayuntamiento de Barcelona aprobó en la Comisión de Urbanismo la modificación del planeamiento que obligará a los promotores inmobiliarios a destinar un 30% de los pisos que construyan, o de las grandes rehabilitaciones, a viviendas de protección oficial. Una reclamación impulsada por el Sindicato de Inquilinos junto a otros colectivos como la Federación de Asociaciones Vecinales de Barcelona (FAVB), la PAH o el Observatorio DESC que aún debe ser aprobada en Pleno —y ratificada por la Generalitat— y cuya aplicación supondría un respiro: Barcelona es la ciudad donde comprar vivienda es más caro en España, con una media cercana a los 3.300 euros por metro cuadrado. “Nuestro papel es el de fiscalizar, criticar y pedir más, tanto a nivel discursivo como fáctico, con acciones concretas y haciendo propuestas”, explica la portavoz del Sindicato de Inquilinos.
La torre Agbar, en Barcelona. ÁLVARO MINGUITO
La victoria de Barcelona en Comù en las elecciones municipales de mayo de 2015 generó la expectativa de que el ciclo urdido por los intereses financieros, inmobiliarios y del sector turístico podría tener los días contados. La presencia en cargos públicos de activistas que habían protestado contra ese estado de cosas auguraba una gestión diferente. Como máximo exponente, Ada Colau, con una larga trayectoria en la lucha contra los desahucios, alcanzaba la alcaldía. Tres años y medio después, la botella se ve medio llena.
Xapo Ortega observa que se han producido movimientos en el sentido de revertir “este proceso de pérdida de derechos colectivos en el uso del espacio público y el privado”, aunque cree que pueden ser insuficientes “o bien limitados por las competencias municipales” y que seguramente llevarán un tiempo en hacer efecto —“siempre que se sigan aplicando y ampliando”—, para lo que entiende imprescindible el acompañamiento de medidas estatales y europeas. En su resumen, una frase: “Perder derechos frente al capitalismo es fácil y muy difícil volver a recuperarlos, y por el camino van quedando nuestros cadáveres”.
Desde el Sindicato de Inquilinos se pondera positivamente la acción de gobierno. Irene Sabaté opina que “muchos de los esfuerzos van en la buena dirección pero o bien han llegado tarde dentro de la legislatura —el calendario electoral marca muchísimo la capacidad de hacer política— o ha faltado valentía”.
Por su parte, José Mansilla valora el aprendizaje colectivo y pronostica que “ahora sería imposible que viniera un alcalde y pretendiera montar una obra mastodóntica y faraónica como las que hay de grandes firmas de arquitectos y artistas de renombre”. Para él, “más allá de que Barcelona en Comù tenga una idea sobre lo que es la ciudad y el rumbo que debe llevar, la ciudadanía, sea eso lo que sea, no lo aceptaría”.
@J_DURAN_R
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