lunes, 15 de octubre de 2018

Ocho claves para el patriotismo democrático que viene



Por Clara Ramas

Aunque no solemos tener mucho tiempo para pensar estos asuntos, nos acercamos al año 20 de nuestro siglo XXI. Empezó queriendo ser el “Nuevo Siglo Americano” (Arrighi), en el que EE.UU. controlaría económica y geopolíticamente el globo. Inestabilidad, guerras abiertas y de baja intensidad, crisis económicas, deterioro medioambiental: todo ello cristaliza en una brutal crisis en 2008 que evidencia los fracasos del proyecto neoliberal de globalización económica y cultural. Diez años que han cambiado el paisaje. ¿Cómo se traduce este cambio políticamente?

Se ha señalado que vivimos, especialmente en Europa del Sur, un “momento populista” como resultado de un creciente sentimiento de abandono y desprotección frente a las élites cosmopolitas. Nancy Fraser apuntaba que las fuerzas emergentes populistas son una respuesta a “una crisis hegemónica de la forma específica de capitalismo en la que vivimos: globalizante, neoliberal y financiarizada”. Esta forma se sustenta en un bloque político que ella denomina “neoliberalismo progresista”, que combina políticas económicas regresivas –desreguladoras, liberalizadoras– con políticas de reconocimiento aparentemente progresistas y que usa como coartada –“comprensión liberal del multiculturalismo, el ecologismo y los derechos de mujeres y LGBTQ”–. De este modo, mientras desposee a trabajadores, campesinos o precariado urbano, logra presentarse como un neoliberalismo cosmopolita, emancipatorio y progresista frente a unas supuestamente provincianas y retrógradas clases populares. Construcciones políticas recientes de signo muy diverso tienen algo en común: frente a ese bloque neoliberal, tratan de refundar el lazo social y (re)construir un pueblo. Redefinir, pues, un sentido de patria.

Dos voces desde el interregno

W. Streeck detalla cómo el capitalismo actual va progresivamente agotando los factores potencialmente estabilizadores de los que se nutría para sobrevivir. Su colapso inevitable, sostiene, no desembocará en un nuevo orden revolucionario, sino en un “ interregno duradero”: un período de desorden prolongado donde la pregunta será si y cómo una sociedad puede perdurar un tiempo significativo como “algo menos que una sociedad, o sucedáneo de sociedad”. Este sucedáneo de sociedad se caracterizaría por una descomposición macro y micro, sin actores colectivos, donde el lazo social se disolvería, dando lugar a una frágil convivencia de individuos infragobernados e infragestionados, impulsados por el miedo y la codicia. El pacto social, en una palabra, está roto. En este escenario de desequilibrio global, miseria de los desfavorecidos y precarización de los favorecidos, emerge un estado de ánimo: un desencanto generalizado como temple existencial de la época .

Ninguna sociedad se da sin construir algún tipo de lazo social: el “individuo” como punto de partida no existe. ¿Cómo construir ese lazo en una sociedad “de” mercado, esto es, una sociedad basada propiamente, decía Polanyi, en la negación de lo social como tal? El diagnóstico de Streeck era demoledor ya en 2016: sólo queda “la resignación colectiva como último pilar en pie del orden –o el desorden– social capitalista”. O desorden, o fundación de un Ordine Nuovo : esa es la única disyuntiva.

Gramsci afirmó que, en su época, Italia necesitaba una “reforma intelectual y moral”: una reforma que, como la luterana alemana o la revolucionaria francesa, penetrara hasta lo más profundo de las convicciones, hábitos y modos de vida de las clases populares, configurando un nuevo ethos o forma de encarar el mundo y relacionarse con él. En épocas convulsas, como la de Gramsci y como la nuestra, en estos interregnos , despuntan las fuerzas que logran articular ese nuevo ethos , conformando un nuevo sentido común y logrando rearticular el lazo social. ¿A qué retos deberían dar respuesta las fuerzas democráticas que pretendan hoy reconstruir una patria, un nuevo consenso social? Éste es el reto para la política que viene.

Algunas flechas

No habrá cambio sin un horizonte capaz de articular una mayoría nueva, una nueva voluntad general: pero para ello se requiere un “liderazgo intelectual y moral” (Gramsci) capaz de integrar las razones del otro. Una nueva centralidad, que habría que pensar no como tibia equidistancia, mitad entre dos extremos dados que lo preceden; sino como un nuevo centro de gravedad que desplaza y reagrupa el campo entero en torno a sí, en posiciones definidas desde ese centro. Esto es re-fundar la totalidad: al contrario que un partido, una nación siempre es un todo, decía Gramsci. El Zaratustra de Nietzsche pedía “grandes veneradores” con flechas de anhelo. La flecha que quiere llegar lejos requiere abrir mucho el arco. Los viejos ejes se quedan demasiado estrechos para un patriotismo democrático a la altura de las dificultades del presente. Patriotismo no es derecha etnocentrista; Democracia no es izquierda cosmopolita.

Así, el nuevo patriotismo es soberano: construye un pueblo donde lo nacional y lo popular coinciden. Construye una democracia soberana que da voz a una voluntad general constituida como sujeto político y que no quiere plegarse a la globocracia de la gobernanza neoliberal. Construye, en fin, una comunidad de pertenencia frente a los poderes salvajes del libre mercado.

Esta comunidad es cuidado de lo común, y ello significa: feminista, ecologista y no xenófoba. Desde un feminismo hegemónico, más allá de las políticas de identidad y contra la reacción de la ultraderecha, replantea la totalidad del vínculo social, reconstruyendo también la masculinidad y buscando relaciones más libres, iguales y plenas.

Ofrece sentido colectivo frente a las angustias y miedos del desierto neoliberal, pero se posiciona firmemente contra a la xenofobia y la cobarde victimización del débil, recordando que Occidente es una trituradora de identidades colectivas a lo largo y ancho del globo, y que parte de los conflictos contemporáneos emergen de que pueblos tratan de recomponer sus cualidades cómo y dónde pueden.

Defiende la soberanía cultural de los pueblos y la reconstrucción ecologista del vínculo con el medio ambiente, frente a un universalismo abstracto que no se ha realizado como Bien universal, sino como espacio descualificado, hipnótico, glacial, uniforme cuyo sujeto es un ser narcisista y desarraigado: el consumidor contemporáneo.

Estas últimas décadas nos enseñan que una sociedad que ofrece individualidades puras, separadas de todo mito o pulsión comunitaria, es una fábrica de consumidores de antidepresivos, de adictos a una sexualidad auto-referencial y cosificadora, de buscadores frenéticos de pertenencia sólida que son carne de cañón para formas políticas extremistas y ultras, como agudamente retratan las novelas de Houellebecq. Reducir al ser humano un individuo atomizado sería desmovilizar el potencial de pertenecer a una “comunidad de trascendencia” (Errejón). Nada grande se ha hecho sin pasión, dijo Hegel: sin ideales trascendentes. La única salida al nihilismo neoliberal será suscitar un nuevo interés por una empresa colectiva, por una nueva totalidad: refundar el lazo comunitario y cobrar conciencia de unidad de destino en una patria común frente al desarraigo global.

Desde esta coyuntura, cabe pensar un nuevo patriotismo democrático que articule el orden en clave no reaccionaria, que ofrezca seguridad, bienestar, pertenencia y protección. Proponemos aquí ocho claves para discutir y pensar este Patriotismo Democrático, que desarrollaremos en próximos artículos: 1. Democracia. 2. Soberanía. 3. Pueblo(s). 4. Feminismo. 5. Inmigración. 6. Ecologismo. 7. Identidad. 8. Conservación, progreso, reacción. 

Notas.

1) Clara Ramas es doctora Europea en Filosofía (UCM). Investigadora post-doc en UCM y UCV. Tratando de pensar lo político hoy desde un verso de Juan Ramón Jiménez: “Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen”.

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