miércoles, 24 de octubre de 2018
Ilustración, cuidados y vulnerabilidad
Por Carlos Fernández Liria
La práctica feminista es lo mejor que le ha pasado a la Ilustración desde hace décadas. Ya hemos visto otras grandes conquistas ilustradas que, por contarse a sí mismas que lo que estaban haciendo era dejar atrás la Ilustración, han acabado retrocediendo
Los errores de la Ilustración hay que combatirlos con más Ilustración. Los fallos del derecho, se combaten con más derecho. Si en la realización histórica del proyecto de la ciudadanía se ha operado siempre una especie de golpe de estado machista y esclavista, algo que en los pensadores mismos de la Ilustración es tan patente que daña la vista, sería, de este modo, porque tales pensadores asumieron en sus obras una especie de “esquizofrenia”. Se puede decir que, lo que se traían entre manos, les venía grande. Tuvieron que convencerse a sí mismos de que la esclavitud de la población negra y el sometimiento de las mujeres, también compatible con la esclavitud, no dañaba ni resultaba incompatible con el ideal de la ciudadanía. Ni los negros, ni las mujeres, ni (para la Ilustración defensora del sufragio censitario) los “no propietarios” podían acceder a la condición ciudadana, pero eso se debía, precisamente, a que eran negros, mujeres y no propietarios. Kant ni siquiera vacila un poco al considerar que sería una barbaridad otorgar a las mujeres el derecho al voto, pues eso sería como permitir votar dos veces a los casados, mientras que los solteros votarían una sola vez. Pero el motivo de ello es que la mujer depende “naturalmente” de su marido (lo mismo que los niños dependen de sus padres, puesto que son, precisamente, menores de edad). A Kant, que ha sabido muy bien bucear en las complejidades trascendentales más profundas, sin embargo, ni se le pasa por la cabeza la posibilidad de que extender la condición de la ciudadanía al sexo femenino pudiera ir de la mano de la construcción institucional de unas condiciones materiales y jurídicas que permitieran a la mujer dejar de ser dependiente de sus padres, sus maridos o sus confesores. Locke, en su Segundo Tratado sobre el gobierno civil, comienza definiendo el derecho de propiedad como el derecho a apropiarse de los productos del propio trabajo y sudor, algo que podría perfectamente asumir Marx. Pero, cinco o seis páginas más allá, encontramos una frase inquietante: “así pues, siendo de este modo propietario de los productos del propio trabajo o del trabajo de su esclavo”... Esta especie de cortocircuito, cae así de sopetón, sin que dé la impresión de generar demasiado problema. En otro sitio, habrá, por tanto, que defender por qué, pese a que son los esclavos los que sudan y trabajan, no son, sin embargo, propietarios de sus productos, sino que lo es su amo. La cosa tiene que ver, como en los tiempos de Aristóteles, con el derecho de guerra, con la posibilidad de perdonar la vida al vencido (que siempre podría suicidarse y no aceptar ese peculiar “contrato social”) a cambio de que acepte su esclavitud. Así pues, a los esclavos no se les aplica la definición ilustrada de propiedad, porque ellos mismo son una propiedad, es decir, porque son, sencillamente, eso, esclavos. “Hay esclavos”, lo mismo que “hay mujeres” y lo mismo que “hay niños menores de edad” (¿qué remedio tiene eso?). Ahora bien, la esclavitud no comenzó a ser un crimen cuando Abraham Lincoln ganó la guerra de secesión. La esclavitud siempre fue un crimen y siempre clamó al cielo, desde los tiempos de Espartaco y desde mucho antes aún. Y siempre hubo, al mismo tiempo que esclavos, antiesclavistas, fueran muchos o pocos. Estos no tenían que esperar a la Declaración de los derechos humanos para tener razón, la tuvieron siempre, desde el principio. Y es más, la habrían tenido exactamente igual, aunque la causa del antiesclavismo hubiera sido siempre derrotada históricamente. La historia no es ninguna autoridad para el tribunal de la razón. La obra de la razón en la historia puede fracasar o ser derrotada, y puede ser traicionada incluso por los Ilustrados más inteligentes y comprometidos. Pero eso no añade ni quita nada a sus exigencias. Si los filósofos de la Ilustración no pudieron evitar razonar como varones machistas o como esclavistas vergonzantes, eso no indica que los principios de la Ilustración sean compatibles con el patriarcado o el esclavismo. Indica tan solo que ni siquiera Kant o Locke lograron pensar suficientemente como verdaderos ilustrados. Robespierre sí pretendía abolir la esclavitud. Y sobre todo, pretendieron abolirla (lo que desembocó en un genocidio) los jacobinos negros que se rebelaron en las colonias, alentados por la revolución francesa. Ellos eran los verdaderos ilustrados, no, a este respecto, Kant o Locke. Robespierre no pensó demasiado en extender los derechos civiles al sexo femenino. Pero sí lo pensó Olympe de Gouges, que acabó en la guillotina (en verdad, no tanto por feminista como por monárquica). Ella era la verdadera representante de la Ilustración. Creo que esta era, guardando las distancias (pues ella sabía mucho mejor de lo que hablaba), la postura con la que Celia Amorós, educó desde hace ya décadas, nuestras convicciones feministas… e ilustradas.
Eran otros tiempos. Luego empezaron a difundirse algunas enmiendas feministas al proyecto mismo de la Ilustración que han logrado cobrar una cierta hegemonía (no creo que sea mayoritaria, pero sí que es muy influyente). No he leído ni mucho menos suficientemente a las grandes autoras que sin duda están en el origen de esta nueva ola. Pero sí he visto lo que sus discípulas y discípulos, en muchos casos, han entendido de todo ello (me ocurre aquí un poco como con el asunto de Foucault y los foucaultianos, respecto a muchos de los cuales tengo la esperanza de que no sean demasiado fieles al maestro, porque eso no hablaría muy bien de él, al que, en cambio, sí que he leído un poco bastante). Cada vez circula más la idea de que el problema del machismo y del colonialismo (porque en este campo se razona del mismo modo), no puede resolverse con una extensión de los derechos civiles y las exigencias de la Ilustración, porque, lisa y llanamente, el problema del machismo y el colonialismo es la Ilustración misma. Es la propia concepción ilustrada de la razón la que es machista, colonialista, eurocéntrica y patriarcal. Es ante todo la idea misma de “ciudadanía”, en tanto que conlleva eso a lo que llamamos “independencia civil” la que está pensada con un patrón patriarcal y eurocentrista, y la que está consiguientemente en el origen del patriarcado y el colonialismo.
En resumen, según entiendo, el pensamiento de la Ilustración habría construido un modelo de razón y un modelo de ciudadanía cortado a la medida de un sujeto varón, blanco, heterosexual y colonialista (europeo). Se trata, además, nos dicen, de una verdadera ficción: “la fantasía de la individualidad”. Ese sujeto que pretende la Ilustración no existe ni puede existir. Pues es obvio que, cada vez que ha parecido existir, se estaba escamoteando que tanta independencia, tanta libertad, tanta individualidad (con tanto, en fin, liberalismo), no era posible más que porque había detrás mucha escoria humana (femenina e indígena o esclava), ocupándose de todo aquello que en el ser humano es vulnerable, dependiente, relacional, colectivo, y sobre todo, necesitado de cuidados. Y el problema radica ya en la mismísima idea de “razón” que se ha puesto en juego. Una razón que no tendría necesidad de sentir. El problema, al parecer, es que la razón ilustrada, al construirse sobre una fantasía de independencia individual que sólo se sostiene por las raíces invisibles de los cuidados femeninos, se habría amputado a sí misma todo lo que tiene que ver con las emociones, los sentimientos, los cuidados y la vulnerabilidad. Así pues, habría que contraponer a todo ello otro tipo de “razón”, una razón “estética”, una razón “femenina” o “sintiente”, capaz de reconocer desde el primer momento que el ser humano es un ser dependiente y necesitado de cuidados (algo que, en algunas ocasiones también se dice, los indígenas latinoamericanos, por lo visto, tendrían de lo más claro). El hecho de que, por ejemplo, Kant, ya respecto al uso teórico de la razón, haya necesitado comenzar por una Estética trascendental, y que haya tenido que “culminar” su edificio crítico más bien tirando “hacia abajo”, en la Crítica del Juicio, elaborando una crítica del gusto y atendiendo, sobre todo, a ciertos sentimientos sin los cuales no sólo no podríamos conocer sino que ni siquiera podríamos, sencillamente, hablar…, todo esto, al parecer, no cuenta demasiado (probablemente, porque, para empezar, no se entiende una palabra). En cambio, eso sí, los indígenas latinoamericanos y, en general, la “feminidad”, tendrían mucho que enseñarnos sobre cómo la razón está cosida con sentimientos y emociones. Y consiguientemente, respecto a los pueblos indígenas, la urgencia política ya no será extender los derechos civiles hasta que se les reconozca su derecho a ser indígenas (y por supuesto, seres humanos con verdaderos derechos ciudadanos amparados legislativamente), sino, más bien, al revés, aprender de ellos para construir una “Nueva Ilustración”, una nueva forma de entender “estéticamente” la razón. Y lo mismo respecto al sexo femenino. Ya no se trataría tanto de conquistar derechos civiles (ya muy sospechosos de falocéntricos), como de inventar algo mejor que el derecho, algo mejor que la razón y, en fin, otra forma más afectiva y emocional de Ilustración. A mí personalmente, aparte de que todo esto me suena de lo más machista y condescendiente con los estereotipos femeninos más recalcitrantes, me da mucho miedo. Algo de trabajos de campo en antropología sí conozco, y, diciéndolo rápido, las comunidades indígenas que he conocido y aquellas sobre las que más he leído, me han parecido la realización misma del patriarcado en sus versiones más criminales, que se levantan sobre un derecho consuetudinario obsesionado con pelar penes, amputar clítoris, separar sexos, perseguir homosexuales y rezar a divinidades monstruosas. Esto empezando por los chamulas de Chiapas, pasando por los dowayos de Camerún y todo el continente africano y terminando por el islam y el catolicismo (que aún no se ha civilizado siempre del todo). Lo que los pueblos indígenas del planeta sí que tienen de admirable es lo mucho que han protagonizado las luchas anticoloniales precisamente para defender sus derechos y sus libertades civiles. Los jacobinos negros que se rebelaron en Haití contra la esclavitud son en este sentido un eterno ejemplo para todas generaciones venideras.
También en este sentido las luchas feministas fueron, son y serán una empresa heroica para conquistar lo que para todo ser humano es una meta irrenunciable: la libertad, la igualdad y la fraternidad, en suma, la dignidad de la condición ciudadana. Y creo (lo repito a menudo) que doscientos años de Ilustración han hecho más por la liberación de la mujer que diez mil años de tradiciones y costumbres. Mientras tanto, todos los proyectos -que Luis Alegre y yo no hemos parado de denunciar en el marxismo- para inventar algo mejor que el derecho o algo mejor que la Ilustración (supuestamente burguesa) han desembocado siempre en una nueva religión, una religión, además, ortopédica y artificial. Así ocurrió con la revolución cultural maoísta o con todos los intentos “proletarios u obreros” de superación del derecho “burgués”, que desembocaron indefectiblemente, en el culto a la personalidad y en toda suerte de voluntarismos ideológicos bastante criminales. Esto no tiene nada de extraño: el derecho se inventó para escalar por encima del marasmo religioso. Si das un paso más arriba, vuelves a caer al suelo.
Ahora bien, creo que este tipo de nuevo feminismo sí que ha puesto sobre la mesa una hipótesis importante que tiene que ser tomada en consideración. Existe otra posibilidad de plantear una objeción radical y de principio al proyecto político de la ciudadanía en la Ilustración. Se trata de la idea de que la ciudadanía sería siempre, de forma esencial, un privilegio, pues no se puede extender la ciudadanía más que aumentando, en la otra cara de la moneda, alguna suerte de esclavitud. La ciudadanía, ligada desde Grecia y Roma, al tiempo libre republicano, necesitó desde el principio de una masa de esclavos que se ocuparan de resolver la indisimulable contingencia de que el ser humano es un ser vulnerable e inevitablemente dependiente. Había ciudadanos porque había esclavos. Había ciudadanos varones porque había mujeres esclavizadas (bajo distintas fórmulas matrimoniales, tradicionales y jurídicas) detrás de ellos. El ser humano es vulnerable y dependiente y punto. El ser humano es un ser que, de forma primordial y no accidental, mucho más que razones, necesita cuidados. El sueño ilustrado de una “independencia civil”, definida por un vano “no tener que depender de otro para existir” es, así, una pura fantasía que encubre el hecho patente de que siempre ha habido ciudadanía en la misma medida en que había esclavitud. Se trata, como ya hemos dicho, de la mil veces denunciada “fantasía de la individualidad”, una fantasía que, en las sociedades modernas no se sostiene más que a costa de invisibilizar el trabajo femenino, el de las esposas, las madres, las asistentas, etc.
Esta objeción es más de principio, porque lo que se pone sobre la mesa es una imposibilidad fáctica irremontable: no se puede aspirar a la independencia civil, porque eso supondría inevitablemente que una parte de la población tendría que ocuparse de todo aquello que en el ser humano tiene que ver con la vulnerabilidad y la dependencia. Si alguna vez ha habido ciudadanos es porque ha habido esclavos y esclavas. Y no se puede querer una cosa sin querer la otra. Cada nueva conquista de la ciudadanía ha inventado siempre una nueva versión de la esclavitud. Y, desde luego, las mujeres siempre han llevado ahí la peor parte. Y sería por eso por lo que haría falta recurrir a un modelo de convivencia distinto a la ciudadanía tal y como la planteó la Ilustración.
De todos modos, como lector de Marx, me parece que con este planteamiento se está descubriendo la pólvora y haciendo una petición de principio. Naturalmente que un reino de la libertad no puede articularse más que tomando como base el reino de la necesidad. La Ilustración no está reñida con el punto de vista materialista (sólo faltaría eso). La libertad republicana tiene mucho que ver con el ocio y el tiempo libre, con el estar libre, ante todo, del tiempo. Si la lucha por la supervivencia ocupa todo el tiempo social, supervivir nos impide vivir. Y mucho más emprender en serio la tarea de una vida buena, de una vida digna de ser vivida. Mientras los esclavos se ocuparon del reino de la necesidad, los ciudadanos pudieron ocuparse del reino de la libertad. Lo que en el planteamiento citado se defiende ahora es que el ser humano es tan vulnerable y dependiente, tiene tal necesidad de cuidados, que la humanidad nunca podrá librarse de una dosis importante de esclavitud si se trata de construir un reino de libertades ciudadanas basadas en la independencia civil. Pero esto es una evidencia materialista de lo más elemental. No somos ángeles. Tenemos un cuerpo y un cuerpo bastante frágil. Pero lo que no está dicho es cómo vamos a distribuir las dosis de libertad y de esclavitud que son inevitables. Porque, ahí está el asunto, en lugar de repartir por clases sociales o por diferencia sexual todo ese peso material de la vulnerabilidad, podríamos repartirlo con criterios republicanos. Podemos repartir republicanamente toda las dosis de esclavitud (todo el ámbito del “trabajo” sea productivo o reproductivo) que sean necesarias para permitir la libertad de la ciudadanía, de una ciudadanía consiguientemente universal, sin distinciones de clase, de raza o de sexo. Con bien señalaba Paul Lafargue, el yerno de Marx, actualmente las lanzaderas ya tejen solas (como quería Aristóteles) gracias a la maquinaria. Sin la coerción del capitalismo, la jornada laboral podría reducirse a un mínimo. Eso no eliminaría, desde luego, la necesidad de los cuidados, pues seguiríamos siendo igualmente vulnerables y dependientes y alguien tendrá siempre que limpiar el culo a los ancianos incapacitados. Pero también tendríamos más tiempo, más recursos y más alegría para ello. De todos modos, con capitalismo o sin él, en ningún sitio está escrito que el patriarcado tenga derecho alguno a repartir la esclavitud a su manera. Lo que parece obvio desde el punto de vista ilustrado es que todas las dosis de esclavitud que sigan haciendo falta para hacer posible una república de ciudadanos libres, iguales e independientes civilmente, tienen que repartirse con criterios racionales e igualitarios, y que son los hombres y las mujeres (obviamente mediante la discusión en el espacio público) los que tienen que decidir el marco legal que garantice que no haya discriminación de clase, de raza o de sexo.
Creo que esto es lo que plantea siempre, con una sensatez incontestable Yayo Herrero, cuando se queja de que “son mayoritariamente las mujeres las que están asumiendo con trabajo una buena parte de lo que antes se cubría con servicios públicos” y cuando plantea, por ejemplo, discutir las leyes de Dependencia que proponen la posibilidad de pagar a las mujeres que cuidan en casa, planteando que la clave estaría más bien en “que las mujeres que no quieran cuidar en casa dispongan de servicios públicos para no verse obligadas a ello”. Quizás haya que pagar en muchos casos, pero dotándose al mismo tiempo de unos “buenos servicios públicos”. En definitiva: se trata, ante todo, de “no abandonar el tema del reparto del trabajo y de los cuidados a la lógica familiar (donde las relaciones de poder son absolutamente desiguales)”. Este problema se soluciona con legislación y con instituciones, ahondando en los derechos civiles, no sospechando de ellos.
En suma, no se puede acusar a la Ilustración (por mucho que históricamente los ilustrados hayan sido mucho menos ilustrados de lo que pretendían) de pretender invisibilizar el mundo de los cuidados y las dependencias materiales del ser humano, inventándose un utópico ser independiente que no puede existir más que como un privilegio (blanco y varón). Si ese mundo se ha invisibilizado ha sido porque había poca Ilustración, no demasiada. La Ilustración (y mucho más después de Marx, ese tozudo ilustrado) está interesada más bien en lo contrario, en sacar a la luz pública el asunto y repartir con criterios republicanos acordes con la Declaración de los derechos humanos, el cuidado de todas las franjas de vulnerabilidad del ser humano. Lo que es republicano es, por ejemplo, decidir si vamos a cuidarnos los dientes unos a otros o si eso lo vamos a dejar al arbitrio privado de cada cual. Si decidimos legislar para que los gastos de dentista sean acogidos por la seguridad social, estaremos tomando una decisión muy sensata con la vulnerabilidad de la dentadura humana, que es bastante mediocre. Todas las ignominias del reparto sexual del trabajo en el ámbito doméstico, respecto de la enfermedad, los niños o los ancianos, necesitan de una reeducación ilustrada de primer orden, que venga, además, lo más blindada institucionalmente que sea posible.
¿Requiere todo ello de una reformulación de lo que hay que entender por razón, hasta lograr que se haga sensible, estética, humana o femenina? A mí me parece que no. En absoluto es verdad que la razón ilustrada se desentendiera de lo estético y emocional (otra cosa muy distinta es que algunos protagonistas históricos de la ilustración se repartieran el pastel estético a su manera, quedándose con la mejor parte). Tampoco es verdad, como se supone a veces, que la Ilustración emprendiera una cruzada abstracta contra la diversidad y lo concreto. La Ilustración no anunció la monótona uniformidad de los campos de concentración, sino la insólita diversidad de los seres libres. La universalidad de la Ilustración no es para nada enemiga de la diversidad. Más bien al contrario, es en el interior de esos pueblos indígenas tan diversos y particulares, en donde encontramos una uniformidad asfixiante, puesto, que, al fin y al cabo, el mundo de la costumbre se caracteriza por la repetición uniforme de lo mismo, obedeciendo órdenes ancestrales casi siempre, por demás, patriarcales y, a veces, brutales. Casi toda la diversidad de este mundo ha surgido de un impulso ilustrado. Si la sociedad moderna ha traído también mucha uniformidad no ha sido por lo que tiene de ilustrada, sino por lo que tiene de capitalista. La ciudadanía no tiene nada que ver con la proletarización, es más bien su contrario directo. La independencia civil del ciudadano no tiene nada que ver con la supuesta autonomía del emprendedor neoliberal, que no es otra cosa que un proletario sin sindicatos que ya no está protegido por los convenios colectivos, un proletario que ha perdido, precisamente, su derecho laboral.
Pienso aquí también en Yayo Herrero, quien creo que consideraría un sarcasmo la confusión entre el ciudadano postulado por la Ilustración y el emprendedor neoliberal. Es este último el que se levanta sobre la “fantasía de la individualidad”, en absoluto el primero. Es la figura del emprendedor la que ha dejado en el aire (aterrizando al final sobre el sexo femenino) todo el universo de cuidados que requiere la vulnerabilidad material del ser humano. La lógica de la ciudadanía, por el contrario, lo que exigiría sería un reparto republicano de esos cuidados, amparado por servicios públicos cada vez más eficaces y potentes, es decir, un fortalecimiento de cosas tales como la escuela y la sanidad públicas, servicios estatales de guarderías, legislaciones blindadas sobre la dependencia, instituciones para los ancianos, amparo institucional para las mujeres maltratadas que les garantice una separación real, alternativas institucionales contra la esclavitud sexual, etc. Si existe una diferencia entre liberalismo y republicanismo es que el primero cree proteger la libertad suprimiendo imperativos legales, mientras que el segundo está convencido de que la libertad sólo se protege con las leyes. Pues, como decía un abate de no sé qué siglo, “entre el fuerte y el débil, la libertad esclaviza y la ley libera”.
Cuando se habla de este asunto de la diversidad y la uniformidad en referencia a la Ilustración, hay una cosa que se entiende a menudo muy mal. A mis alumnos, suelo planteárselo con el siguiente examen. Hay una frase de Condorcet que dice que “una buena ley debe ser buena para todos los seres humanos, lo mismo que un teorema es verdadero para todos ellos”. Eso parece anunciar mucha uniformidad. Hay otra frase de Kant que dice que “nadie tiene derecho a obligarme a ser feliz a su manera”. Eso parece anunciar mucha diversidad. Les pregunto si esas dos frases son compatibles o incompatibles. Es digno de verse las piruetas que hacen para argumentar al respecto en un sentido u otro. Sin embargo, algunos (en realidad, bastantes), dan con la respuesta correcta. ¿No podría ocurrir que la única ley que sería “buena para todos los seres humanos” fuera, precisamente, “que nadie tiene derecho a obligarme a ser feliz a su modo”? Por supuesto que es así, porque, en verdad, la frase de Kant es nada más ni nada menos que el principio trascendental del derecho. ¿Qué significa esto? Pues que la Ilustración, lejos de ser una enemiga de la diversidad y de la concreción, consiste en legitimarlas, protegerlas y potenciarlas. La Ilustración es una cruzada a favor de lo concreto, lo diverso y lo sensible. Es una cruzada contra la abstracción (no sé cómo se puede entender lo contrario, la culpa seguramente es de la escuela de Frankfurt). Todo el mundo puede decidir ser feliz de la manera que mejor le parezca, individual o colectivamente, puede montar una tribu, abrazar un credo, o convertirse en el llanero solitario si eso le parece más adecuado. Lo único que la ley de la Ilustración tiene que decir al respecto es que cada uno intente ser feliz a su manera con tal, eso sí, de que no obligue a los demás a ser felices de esa manera (o de otra que se considere, desde no sé qué atalaya religiosa o dogmática, conveniente a la naturaleza de las mujeres, los negros, los pobres o los colonizados). Los hombres pueden intentar ser felices como les parezca, con tal de que por el camino no obliguen a las mujeres, con su manera de ser feliz, a lavar los platos o cuidar de los niños y los ancianos, recluidas en el espacio doméstico. Por lo demás, ninguna objeción: pueden fundar un club de idiotas, una casa del pueblo, una comuna hippie o dedicarse a jugar al mus o ir a misa de ocho. Es curioso que siempre se acusa a la Ilustración de pretender levantar una atalaya desde la que aleccionar a la población sobre lo que debe o no debe hacerse. Y, efectivamente, la Ilustración levanta una atalaya, sí, pero para vigilar que no haya ninguna atalaya. Que no haya nadie obligando a los demás a vivir según sus dogmas, sus creencias o su ideología particular. Esto suena muy liberal, y, en efecto, es lo que tiene de bueno el liberalismo político (que no tiene nada que ver con el económico). Pero el liberalismo no obliga a nadie a ser liberal. Quienes deseen vivir gregariamente, en un universo lleno de cuidados y emociones, con o sin MDMA, con o sin misas, con o sin líderes carismáticos, tienen vía libre para hacer lo que les salga de las narices… con tal -eso sí, eso por supuesto- de que por el camino no tengan la ocurrencia de obligar a nadie a vivir de una determinada manera que a ellos les convenga. La Ilustración no anunció (como a veces parecen creer los entusiastas de La dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, un libro muy malo pero muy influyente) un mundo en el que la humanidad desfilaría al unísono al paso de la oca cantando himnos militares en esperanto. Hizo todo lo contrario: se enfrentó al dogmatismo religioso y al sectarismo porque no dejaban a la gente en paz. Claro, sí, eso generó una suerte de uniformidad, pero una uniformidad de lo más extraña. Todo el mundo se parece muchísimo en una cosa: en que es libre de hacer lo que le salga en gana. Un desfile de la Ilustración sería una fiesta delirante, pues la gente iría a su aire y muchos se tumbarían a descansar para cuidarse muchísimo con muchas emociones y seguramente con mucha alegría.
La razón y el derecho es lo que tienen de bueno. Son tan independientes de quienes primero acierten a pronunciarlos históricamente, que, por más que los franceses intenten que el derecho sea una cosa francesa, acaban imponiéndose los derechos humanos. Por más que defiendan el sufragio censitario, acaba imponiéndose el universal. Por más que defiendan el sufragio masculino, acaba conquistándose el femenino (o sea, ni masculino ni femenino). Que este indudable progreso tarde en llegar, que pueda incluso no llegar nunca, es desde luego una gran contrariedad. Pero el asunto es que si llega, nunca ya jamás podrá retroceder conforme a derecho, porque cuando un machista elitista o esclavista libera un argumento, una ley republicana, en realidad está liberando una flecha unidireccional con la que encauzar las cosas, que tarde o temprano, acabará por atropellarle también a él. En este sentido, la práctica feminista de los últimos tiempos, es lo mejor que le ha pasado a la Ilustración posiblemente desde hace décadas, pero precisamente porque es una conquista ilustrada innegable. Y esto es lo que conviene poner firmemente sobre la mesa, y la historia de los últimos tiempos debería habernos escarmentado al respecto. Porque ya hemos visto otras grandes conquistas ilustradas que, por contarse a sí mismas que lo que estaban haciendo era dejar atrás la Ilustración y sus sospechosas instituciones “burguesas”, al final han acabado retrocediendo. El ejemplo de la revolución bolivariana en América Latina es bastante locuaz: fueron los mejores representantes del republicanismo, a principios de los dos mil, pero un puñado de gurús del pensamiento postcolonial, postmodernos y antieurocéntricos, les convenció de que en vez de republicanizar y levantar instituciones irreversibles, lo que tenían que hacer era atrincherar comunitariamente chiringuitos voluntaristas y de base, no fuera que la universalidad de la Ilustración acabara con la diversidad. En Venezuela tuvieron en sus manos incluso el poder legislativo, pero en lugar de ponerse a legislar y edificar instituciones estatales decidieron inventar en las calles algo mejor que el parlamento y el Estado, olvidando que en las calles, quienes realmente mandaban eran las mafias y la corrupción, de modo que cuando todo se lo llevó el viento, se quedaron ahí, por supuesto, las mafias y la corrupción.
Decía Concepción Arenal, a finales del siglo XIX: “No hay más que una razón, una lógica, una verdad. El que quiera introducir la pluralidad donde la unidad es necesaria, introduce la injusticia y con ella la desventura”. Desde luego, la tarea de distinguir en todo momento y en cada caso concreto lo que hay de universalidad y lo que hay de colonialismo, no es cosa fácil. Pero en este terreno es donde existe la posibilidad (por difícil que sea) de distinguir las derrotas de las victorias. Y eso es políticamente lo más decisivo de todo.
Las luchas feministas son, sin duda, las que más dosis de Ilustración han logrado conquistar para la humanidad. Representan la mejor prueba de que la Ilustración es posible y de que el vector del progreso moral del ser humano es un hecho incontestable. Hay que decir, además, que lo que nos estamos jugando aquí (nada menos que una opresión del cincuenta por ciento de la humanidad que arrastramos desde el neolítico), es tan descomunal, tan inabarcable y tan antiguo, que no debe resultarnos extraño que, provisionalmente, el feminismo adopte en ocasiones algunas lógicas de guerra, de excepción y de revolución, en las que tener o no razón no siempre es lo más decisivo. El otro día, en un espacio de nueve horas, murieron asesinadas cuatro mujeres en España. Si se hubiera tratado de una banda terrorista extranjera, se habría declarado (con criterios de lo más republicanos) el estado de excepción. Y esto pasa cada semana. Los principios de la Ilustración no son incompatibles con la excepción, la urgencia y la estrategia. Lo único que es preciso recordar en todo momento es que la excepción es una excepción y no una norma. Está en marcha una gran revolución feminista y, como en todas las revoluciones, hay muchos vaivenes discutibles. Pero los que confiamos en la fuerza de la razón y en la coherencia de sus principios, no podemos renunciar a la esperanza de que, con todo ello, se está trabajando en el progreso moral de la humanidad.
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