viernes, 12 de octubre de 2018

¿Por qué recordaremos a Donald Trump?



Por Tom Engelhardt *

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Sé que no me creeréis. No en este momento, no cuando cada cosa que hace Donald Trump –cualquier tweet, cualquier insulto y cualquier berrinche– es la noticia del día, prácticamente cada día. Pero él no quiere ser recordado por ninguna de esas cosas que hoy están en nuestros titulares. Ningún ser humano, es verdad, ha recibido tanta cobertura mediática como él, por más abrumador que pueda ser eso. Las noticias sobre él y sus colegas llenan cada día las portadas de una forma en la que en otros tiempos solo algo como el asesinato de un presidente lo conseguía, y tiene a los presentadores de la televisión por cable parloteando de él como cotorras; algo que jamás había sucedido. Y ni siquiera he dicho nada sobre las redes sociales y Donald. 

En cierto sentido, nos guste o no, todos sabemos que sus habilidades y poderes de transformación nada tienen de mágico. Sencillamente, mediante la anulación de la autorización de seguridad de John Brennan –quien sabía que los funcionarios del Estado podían conservar esa autorización hasta mucho tiempo después de haber dejado el gobierno– se las arregló para convertir al ex zar del contraterrorismo de Obama y director de la CIA, que alguna vez fue defensor de las “técnicas de interrogación mejoradas” y experto en drones, en un héroe liberal; mediante el recurso de atacar al ex jefe de la FBI James Comey, hizo que el primer funcionario del estado de la seguridad nacional que haya intervenido y alterado una elección presidencial estadounidense (y no en favor de Hillary Clinton) se convirtiera en un exitoso, muy estudiado y alabado autor; haciendo uso de sus despreciativas burlas y mortal enemistad, él se aseguró de que el senador John McCain tendría un obituario muy laudatorio en el New York Times, tanto que en otros tiempos solo habría sido apropiado para alguien que realmente hubiera obtenido la presidencia; con sus acusaciones e insultos, incluso se mostró capaz –milagro más que milagroso– de transformar al ministro de Justicia Jeff Sessions en un adalid de la justicia. 

Donald Trump es –en el sentido más extravagante posible– una figura transformadora, por no hablar del hombre que hace que los ‘noticias falsas’ sean falsas de verdad o al menos grotescamente rimbombantes y exageradamente enfocadas. Él tiene la extraña habilidad de atraer cuanta cámara haya por ahí, toda la atención, y ahuyentar todo lo que no sea él mismo. Aun así, omnipresente como él es –o Él es–, os aseguro que no será recordado por nada de esto. Todo esto se irá por el sumidero mediático con él mismo uno de estos días. No dejéis que os engañen los periódicos o Internet. Ellos no son la historia. Por nada de esto será recordado un día. 

Aun así, no imaginéis siquiera un segundo que Donald Trump no será recordado. Lo será en un lejano futuro, y probablemente de una forma que ningún otro presidente de Estados Unidos lo sea. 

Una presidencia olvidable 

Pero permitidme que primero os diga por lo que no será recordado. 

No será recordado por haber entrado en la contienda electoral bajando en una escalera mecánica mientras se oía a Neil Young cantando Rockin’ in the Free World; ni por esos “violadores mexicanos” denunciados por él; ni por ese “gran, grueso y hermoso” muro que él promocionaba; ni por cómo se las arreglaba con “el mentiroso de Ted”, “el debilucho Jeb” y Carly Fiorina (“¡Mirad esa cara! ¿Votaría alguien a eso?”) o el “sobrevalorado” ciclo menstrual de Megyn Kelly (“Podía verse la sangre que le salía por los ojos, por todas partes”). No será recordado por ese vídeo en el que decía que quería “cogerle el coño” a una mujer, que no determinó las elecciones de 2016; ni por el tamaño de sus manos; ni siquiera por esos cantos –todavía en boga– sobre “encerrarla con llave”. No será recordado por su vínculo afectivo y emocional con Vladimir Putin; ni por sus amargas quejas cobre una elecciones, debates y micrófonos amañados (por supuesto antes de que ganara). No será recordado por su “tormentosa” relación con una estrella porno, ni siquiera por el dinero que le pagó a ella y a otra mujer con la que tuvo un amorío para que mantuvieran la boca cerrada durante las elecciones y después, ni por sus tres esposas; ni por el libro de discursos de Hitler encontrado en la cabecera de su cama; ni por los cinco casinos que él –el “gran empresario”– llevó a la quiebra; ni por los trabajadores indocumentados que él tomó sin pagarles casi nada; ni por toda la gente que él estafó; ni por los estudiantes que él engaño con la “Universidad” Trump; ni por su avión con grifería enchapada en oro de 24 quilates en el lavabo; ni por esas enormes letras doradas que él colocaba en el tejado de sus propiedad en todo el mundo; ni por el modo en que él promocionó a sus hijos en la Casa Blanca; ni por el hotel que construyó en el edificio del Correo de la avenida Pennsylvania y, una vez instalado en el Despacho Oval, convirtió en un centro de corrupción. 

No será recordado por el equipo de personas sin precedentes que encontraron un sitio en su administración solo para encontrarse, en más o menos un año (incluso días), fuera de ella, entre ellos Anthony Scaramucci (seis días), Michael Flynn (25 días), Mike Dubke (74 días), Sean Spicer (183 días), Reince Priebus (190 días), Sebastian Gorka (208 días), Steve Bannon (211 días), Tom Price (232 días), Dina Powell (358 días), Omarosa Manigault Newman (365 días), Rob Porter (384 días), Hope Hicks (405 días), Rex Tillerson (406 días), David Shulkin (408 días), Gary Cohn (411 días), H.R. McMaster (413 días), John McEntee (417 días) y Scott Pruitt (504 días). Y hace pocos días también el consejero en la Casa Blanca Don McGahn fue despedido por tweeter; otros les seguirán.  

No será recordado por la forma en que otros adláteres suyos se encontraron enredados en un juicio en menos tiempo que con cualquier otro presidente en la historia, entre ellos Paul Manafort (condenado por fraude tributario), Michael Cohen (declarado culpable de evasión fiscal), Rick Gates (declarado culpable de fraude económico y de haber mentido a los investigadores), Alex van der Zwaan (declarado culpable de haber mentido a los investigadores), Michael Flynn (declarado culpable de haber mentido al FBI) y George Papadopoulos (ídem). Y parece que habrá unos cuantos más. Tampoco será recordado por la cantidad de estrechos colaboradores que reaccionaron violentamente con él –desde su abogado personal Michael Cohen, que juró un día que tenía una bala para él, solo para testimoniar contra él; hasta el editor de National Enquirer, David Pecker, que enterró material obsceno relacionado con él, solo para aceptar un arreglo de inmunidad de los fiscales federales para chivarse sobre él, y hasta el jefe financiero de la Organización Trump, Allen Weisselberg, que hizo lo mismo. Donald [Trump] tampoco será recordado por su lenguaje estilo mafioso (“Rata”, “lealtad” y “maldito”), sus conocidas referencias a un jefe de grupos violentos, la forma en que se aferra a su versión personal de la omertà, el código mafioso del silencio, o por ser un “presidente en conflicto con la ley”. 

No será recordado por haber hecho campaña contra la “ciénaga” de Washington y, tras su llegada a la Casa Blanca haber creado una administración que desde el primer momento ha demostrado ser una ciénaga de corrupción personal –desde el jefe de la EPA*, que hizo construir una cabina telefónica insonorizada en su oficina que costó 43.000 dólares e instaló un grupo de seguridad de 20 personas a jornada completa (que cuesta una millonada, pagada por el contribuyente) y que gastó más de 105.000 dólares en viajes aéreos en primera clase (y 58.000 más en aviones charter y militares) en su primer año en el cargo; pasando por el cerca de un millón de dólares (pagados por el contribuyente) que Tom Price, al mando de la Secretaría de Salud y Servicios Humanos (HHSS, por sus siglas en inglés), gastó en vuelos de aviones charter y militares; y por Ryan Zinke, secretario del Interior, que hizo un paseo en un avión privado de un ejecutivo de la industria del petróleo a un costo de 12.000 dólares e incluso se las ingenió para gastar 53.000 dólares en viajes en helicóptero; hasta Ben Carson, a cargo de la Secretaría de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUDS, por sus siglas en inglés) quien ordenó comprar una vajilla y cubertería de 31.000 dólares para su oficina. Y esto no es más que el comienzo de una larga lista (sin siquiera haber mencionado al presidente y su familia). 

Tampoco será recordado el basural y agujero hediondo de contaminación ambiental que él y su panda están dejándonos, ni por el adicional de cerca de 1.400 muertes prematuras por año estimadas y hasta 15.000 nuevos casos de problemas en las vías respiratorias superiores, el aumento de la bronquitis y las decenas de miles de días escolares perdidos gracias al relajamiento de las normas federales de control del funcionamiento de las centrales eléctricas que queman hulla propiciado por su administración. Tampoco por el “marcado crecimiento del nivel de contaminantes del aire como el mercurio, el benceno y el óxido nitroso”, gracias al relajamiento de varias normas específicas. Tampoco por la ocultación de las noticias relacionadas con la ciencia que estudia la contaminación. Tampoco por los drásticos recortes presupuestales en los fondos para la EPA, no vaya a ser que nos proteja contra algo que ese Estados Unidos corporativo quiera hacer. Tampoco por haber librado las vías navegables de EEUU a más vertidos de residuos y contaminantes, entre ellos los de la minería. Y en estos aspectos, una vez más, la lista no ha hecho más que empezar. 

Sin duda, cuando él acabe, la ciénaga en que se habrán convertido Washington y la nación será incalculable pero no será por eso que la historia le recuerde. Tampoco, en el país que ya podría haber dejado atrás los niveles de desigualdad de la Era Dorada, le recordarán por la forma en que solo tres hombres –Bill Gates, Warren Buffet y Jeff Bezos– han acumulado tanta riqueza como la mitad más pobre de la sociedad estadounidense (160 millones de personas). Tampoco recordarán la forma en que Donald Trump fortaleció el racismo y dio alas a una cada vez mayor ola de supremacismo blanco (el prerrequisito para el establecimiento de una versión ‘populista’ de autoritarismo en Estados Unidos), incluyendo el “nativismo”** que le allanó al camino a la política; sus “imparciales” comentarios después de los hechos de Charlottesville*** (“personas magníficas, en ambos lados”); sus sobrentendidos comentarios raciales; su obsesión por los jugadores de fútbol negros que se arrodillaron para protestar; sus tweets sobre una teoría conspirativa supremacista blanca relacionada con Sudáfrica –después de lo cual el ex líder del Ku-Klux-Klan David Duke twiteó su agradecimiento–; y el resto de una hoy conocida letanía. 

Tampoco recordarán al hombre que en la campaña de 2016 aseguró que cuando la cuestión es “ganar” las guerras estadounidenses, él podía hacerlo mejor que el alto comando de las fuerzas armadas de EEUU (“Yo sé más del Daesh que los propios generales...”). Tampoco por haber derramado decenas de miles de millones de dólares del contribuyente en el Pentágono y el estado de la seguridad nacional (aunque denigre una y otra vez a sus funcionarios) 

Y no olvidéis que esto no es más que arañar superficialmente la presidencia de Trump; mientras todo ello importa (o al menos nos angustia hoy) e importará enormemente durante mucho tiempo por venir, no es por eso por lo que la historia recordará a Donald Trump. 

Un crimen contra la humanidad 

En este sentido, la cuestión está clara, en parte porque ya hemos empezado a vivir el verdadero futuro que recordará a Donald Trump por una sola cosa. Es un futuro que, en su meollo, ha sido alentado desde el primer día de su presidencia. Sea lo que sea que él piense, diga, twitee o haga, el presidente Trump y su administración han estado notablemente orientados no solo en la negación de la posibilidad de que la humanidad deba enfrentarse con un futuro de ruina medioambiental –de ahí la expresión “negacionista del cambio climático” que normalmente se concede a una sorprendentemente larga lista de personas de su administración– sino también en la ayuda y la instigación para avanzar hacia el desastre. 

Como todo el mundo sabe, el Estados Unidos de Donald Trump está a punto de ser el mayor emisor de gases de efecto invernadero (en este momento es el número dos) de la historia, que ha abandonado los acuerdos climáticos de París. Él es también, por no decirlo con demasiada sutileza, un fanático de los combustibles fósiles, nostálgico tal vez del potente –aunque contaminado– mundo estadounidense de su infancia en los años cincuenta del pasado siglo. Desde sus primeros momentos en el cargo, él ha estado decidido a convertir la futura política energética de su administración en lo que Michaerl Klare ha llamado “una lista de deseos escrita por las mayores empresas de los combustibles fósiles” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220827). Está obsesionado con el proyecto de que Estados Unidos domine el mercado mundial del petróleo (pensad en un Estados Unidos Saudita); para ello, debe salvar el agonizante negocio de la minería de la hulla, construir aun más oleoductos y gasoductos, anular las normas de ahorro de combustible de la época de Obama para los vehículos con motor de combustión interna y permitir que las grandes corporaciones de los combustibles perforen prácticamente en cualquier parte, comenzando con el mar frente a las costas de EEUU en zonas antes prohibidas, pero también en la Reserva Nacional de la Vida Silvestre del Ártico (ANWR, por sus siglas en inglés), en Alaska. En otras palabras, cada una de sus medidas relacionadas con la energía muestra al líder de la ‘última superpotencia’ del planeta como un favorecedor del cambio climático de un tipo que en otros tiempos solo habría sido la fantasía del ejecutivo de una empresa del ramo de la energía. 

Este designio los convierte –a Donald Trump y a los integrantes de su administración– en los peores criminales de la historia. Después de todo, él y sus compinches apuntan hacia lo que solo puede ser llamado terricidio, la destrucción del medioambiente del planeta que nos ha albergado durante miles de años. Esto es, literalmente, un crimen contra la humanidad de tal dimensión que hasta hoy estaba innominado y, hasta hace relativamente poco tiempo, era casi inconcebible. 

En las secuelas de este verano, el negacionismo del cambio climático –no obstante estar en alza en Washington– es evidentemente una broma. Ya no es necesario ser un científico que estudie el tema; ni siquiera una persona bien informada para captarlo. Tal como apuntó recientemente la periodista del New York Times Somini Singupta en una nota sobre las olas de calor en todo el planeta: “Muchos científicos que estudiaban el cambio climático, este año han empezado a vivirlo”. Es estos momentos, también lo estamos viviendo todos. 

Hasta las matemáticas ya no son complicadas. Como señala Singupta, 2018 podría ser el cuarto año más caluroso en los registros. ¿Cuáles son los otros tres?: 2015, 2016 y 2017. De hecho, de los 18 años más calurosos, 17 se registraron en... ¿adivináis en qué siglo? En los 48 estados más sureños de EEUU, el periodo estival más tórrido fue entre mayo y junio; Japón tuvo una ola de calor “sin precedentes”, Europa se achicharró; la montaña más alta de Suecia dejó de serlo cuando se derritió el hielo que la cubría; hubo numerosos incendios forestales en la parte de Europa que está al norte del Círculo Polar Ártico; algunos científicos se asustaron por el hecho de que el hielo más antiguo y fuerte en el océano Ártico empezaba a resquebrajarse; California y gran parte del oeste de América del Norte se quemaba en medio de una atmósfera tan contaminada que fue necesario que se hicieran frecuentes alarmas en una estación de incendios que amenazaba no tener fin. 

Las temperaturas dejaron registras de más 30 ºC durante 16 días seguidos en Oslo, Noruega; de 33 ºC durante 16 días consecutivos en Hong Kong; de 50 ºC en Nawabsha, Pakistán y de 51 en Ouargla, Argelia. El agua de los océanos también se calentó hasta niveles récord. 

Y, una vez más, esto es solo el comienzo de una larga lista y nada más que un anticipo de lo que el futuro –según los planes de Donald– reserva para nosotros. Imaginad, por ejemplo, qué significa la intensificación de todo esto: una California en la que nunca acabarán los incendios forestales; ciudades costeras inundadas por el aumento del nivel del mar; importantes zonas de las llanuras del norte de China (donde viven millones de personas) prácticamente inhabitables debido a devastadoras olas de calor; decenas de millones de seres humanos convertidos en el mayor objeto de odio del propio Donald Trump: emigrantes y refugiados. Este es el mundo que nuestro presidente está preparando para nuestros nietos y sus hijos y nietos. 

Decidme entonces, ¿no será recordado por su absoluta –aunque ignorante– dedicación a la devastación de la civilización?  

Digámoslo de otra manera: por la única cosa que será recordado Donald Trump –¡y vaya una cosa!– es por su deseo de lanzarnos a todos a la escalera mecánica que baja al infierno. Es decir, a un futuro de fuego y furia. Esto puede hacer de él y los ejecutivos de las más grandes empresas de la energía los mayores criminales de la historia. Si no se reducen significativamente y no se detienen las emisiones de gases de invernadero en un tiempo razonable, el crimen al que él está instigando con tanto entusiasmo es el único –aparte una guerra nuclear– que puede acabar con la historia tal como la conocemos, lo que significará que Donald Trump no será recordado en absoluto. Si esta no es la gran liga, ¿qué es? 

* La EPA es la Environmental Protection Agency (Agencia de Protección Ambiental). (N. del T.)

** La constitución de EEUU establece la obligación de que el presidente y el vice hayan nacido en el territorio nacional. (N. del T.)

*** Sobre los hechos de Charlottesvile, véase https://www.bbc.com/mundo/media-40924085. (N. del T.) 

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Es integrante del Nation Institute y dirige TomDispatch.com. Su sexto y último libro es A Nation Unmade by War (publicado por Dispatch Books). 

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