jueves, 10 de noviembre de 2016
El barro en los laureles
La Vanguardia
Por Gregorio Morán
La gente que apenas lee suele darles una gran importancia a los premios literarios. Y los que ni siquiera leen, aún más. Eso explica la algarabía en torno a un señor, de larga trayectoria, dedicado a la canción y últimamente convertido en sionista militante, después de haber pasado por todo. Me estoy refiriendo, como es obvio, a Bob Dylan, de quien se puede decir que si las letras de sus canciones (sin música) estuvieran a la altura de su equipo de promoción mediática sería un poeta notable. Si alguien se ha tomado la molestia de leer sus versos a palo seco habrá constatado que están un poco por debajo de lo mediocre. (Confieso que las leí en traducción castellana).
Mire por donde lo mire, no encuentro ninguna razón para que un cantante reciba un premio de literatura. Así de claro, a menos que las cosas hayan cambiado tanto que incluso la –en ocasiones– tan rigurosa Academia Sueca se haya contagiado por un año de la estupidez general. Lo siento por Jacques Brel, Georges Brassens e incluso Paolo Conte, que aún está a tiempo, y si el batallón de bombos mutuos hispanos se lanza, hasta Víctor Manuel y Joaquín Sabina pueden tener aspiraciones. El avispado editor de poesía, más conocido en el gremio como “Chus, el de Visor”, publicó un libro de “letras” –yo no osaría llamarlos versos– de Joaquín Sabina que se vendieron como rosquillas. Había gente que jamás en su vida había tenido un libro de poesía, o eso creía él, en sus manos. ¡Qué horror, qué ripios, qué ridículo! Añado: me divierten las canciones de Sabina.
Hay dos tipos de premios literarios. Los que conceden las editoriales y los que otorgan las instituciones. No conozco ningún caso en los últimos veinte o treinta años que un premio editorial no sea un engaño. Una estafa pactada. “Yo te concedo un adelanto y lo convertimos en premio, y así la edición ya sale como producto promocionado”. No siempre fue así, y hay que decirlo bien claro, en pleno franquismo hubo gente decente que fue capaz de decirle que no a un chulo canallesco, González Ruano, y darle el premio Nadal a una chica, en la Barcelona de 1945, que se llamaba Carmen Laforet. Aún su Nada se puede leer y se debe, mientras que no conozco ni un solo premio Planeta cuya lectura alguien sea capaz de intentar. Es un premio maldito para la literatura y suculento, casi siempre, para el negocio. Al menos ya hay un argumento para diferenciar la literatura del negocio, partiendo de la obviedad de que no hay literatura sin negocio, y sobre todo mortuorio. Las editoriales de fuste deben más a los muertos que las funerarias. Si quieren un ejemplo, échenle una ojeada al difunto Roberto Bolaño.
Puede haber excepciones, pero todo premio editorial conlleva una estafa gremial. ¡La cantidad de cándidos que piensan que presentando una novela a lo mejor consiguen secretar el lagrimal del tribunal! (Para evitar malos entendidos he de decir que jamás me he presentado a un premio y que me he negado desde que empecé, allá por 1979, a participar en la farsa por respeto a los que se lo creían. ¡A lo mejor me lo dan, decían! Tuve que hacer gestiones con una empresa digital para que quitaran de una maldita vez que yo había recibido el premio Espasa de ensayo, del que no sé nada y al que ni me presenté, condición imprescindible para que te lo den. No es una cuestión de virginidad, fuera de lugar a estas alturas, sino sólo de decencia). Les propondría los diversos sistemas, llenos de apaños y corruptelas inevitables, de los grandes premios literarios de Francia e Italia. Los nuestros alcanzan en general la estafa pura y simple. Incluso que el autor premiado, algo ajado por la buena vida, ni siquiera escriba el libro.
Si alguien se escandaliza, podría ir más allá a propósito de académicos y de negros.
Los premios literarios institucionales son asunto más peliagudo. Como suele ocurrir con toda institución, uno se mueve sobre una rayita muy fina, como si fuera de cocaína, y puede caer en la más inquietante droga que conoce la contemporaneidad: los abogados. Si te pasas, porque has dejado un resquicio al código, lo mejor es escribir sobre la “ensaladilla rusa”. (Un recurso que agradezco a un colega, un hallazgo, porque parece que usted juega con símbolos cargados de sentido y es sencillamente una inocente historia de la cocinera de los abuelos). O sea que “ensaladilla rusa”, o que te metan esos puros judiciales que no se fuman.
Un análisis somero de los premios Príncipe de Asturias, ahora Princesa, alcanzaría la categoría del mejor Woody Allen, el de sus comienzos, por cierto galardonado con el premio y al que, como los asturianos somos la hostia regalando para que nos quieran y existamos, no le concedieron sólo el premio, sino una estatua, una calle, ¡el acabóse! Imagínense que nada menos que el Woody Allen golfo, que es el que se pasea sacándoles los dineros a todos los fantasmas con dinero que se cruzan en su camino, llegó a decir que Oviedo era la ciudad más maravillosa. ¡Nos ha jodido! Si a usted le regalan algo así en Albacete, hasta se olvidará de la Guerra Civil y dirá que es un vergel que compite con Versalles.
Los premios Príncipe de Asturias son para desternillarse de risa con sus aldeanos disfrazados, sus gaitas, sus monteras piconas y en algunos casos con madreñas, “fino zapato” en madera, especial para el barro. Usted se pone madreñas y no percibe el barro, camina como sobre una nube, resbaladiza pero, ay, tan blandita como un “pionono”, pastel dedicado a Su Santidad el papa Pío IX, un pájaro de cuenta, beato y tantas otras cosas que me arriesgaría a pasar la delgada línea roja.
Yo confieso humildemente que no me atrevo a entrar en las honduras de los premios Cervantes. No quiero más líos de los que tengo. Pero sí afirmo con rotundidad que esta estupidez de la Academia Sueca, que tendrá razones de alto peso financiero y político que desconozco y que me interesan un comino, no me hará abandonar al que yo siempre consideré el premio más útil para el cultivo de los provincianos. El Nobel. Es verdad que lo obtuvo Camino José Cela en una operación magistral que ya conté en algún lugar, creo que en El cura y los mandarines. También Antonio Muñoz Molina, el escritor más soso e inane de la España de la transición, ha escrito Sefarad, un guiño a lo Cela, a la comunidad sionista que tanto puede ayudarle a llegar hasta Estocolmo.
Pero sin el premio Nobel yo probablemente no hubiera conocido la poesía de la polaca Szymborska, ni los reportajes de la bielorrusa Alexiévich, ni esa obra maestra china, La montaña del alma, del maestro Gao Xingjian. Y así podría seguir hasta una docena o más que nos ayudaron a desasnarnos. En el fondo, para ser sincero con los lectores, debo confesar la verdad.
A mí el único premio institucional que me pone, como se dice ahora, es la Creu de Sant Jordi, que concede la Generalitat de Catalunya y con notable profusión. Y ustedes pensarán que es uno de esos sarcasmos que me salen de vez en cuando. No. Es el único premio coherente en un mundo de incoherencia. A quien se concede la Creu de Sant Jordi, la Generalitat carga con los gastos de esquelas y demás responsabilidades funerarias. Se puede decir que te entierran gratis y además lo anuncian. ¿Alguien soñó alguna vez que te dieran un premio y que las primeras personas en felicitarte fueran la familia? “El abuelo no nos va a costar ni un duro”.
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