miércoles, 27 de noviembre de 2013

Estilo Honduras



Las elecciones generales del domingo anterior, no obstante su condición de históricas, no pudieron superar el patrón tradicional, justamente registrado como “elecciones estilo Honduras”, en las que el espectro del fraude abarca todo el proceso.

Al final, sin embargo, todo queda cubierto con el manto de lo que denominamos “democracia incipiente”, que es inveterada, reacia a ascender a un nivel superior, aunque fuera en grado mínimo. Se trata, en conclusión, de una “fiesta cívica” muy particular, a veces hasta imitada en escenarios supuestamente paradigmáticos de democracia.

Para comprender a fondo el resultado de las elecciones generales del 24 de noviembre en Honduras, tendría que hacerse un análisis riguroso del continuado y creciente deterioro de nuestra institucionalidad, actualmente en estado de colapso. O sea, determinar sus orígenes, los intereses en juego y sus efectos a corto, mediano y largo plazo.

En esta oportunidad puede, quizás, agregarse un elemento que había desaparecido de la fiesta: la credulidad de la población en la posibilidad de cambio para mejorar.  De allí la afluencia masiva a las mesas electorales, que ahora, con el resultado, irá retornando a la desconfianza y la desesperanza.

De hecho, con las diplomáticas felicitaciones de los observadores y de la comunidad internacional por la manera ordenada, pacífica, cordial en que los votantes acudieron a las urnas a sufragar confiadamente, se cierra el capítulo de la validación electoral. Es decir, la culminación del “fait  accompli”.

Por lo tanto, el obligado proceso de cotejamiento de las actas electorales, por ley y por demanda de los partidos –LIBRE y PAC--, para determinar y esclarecer las llamadas “inconsistencias” y algunos mecanismos ilegales de manipulación de datos, va en camino de ser obviado aunque se trate de casi el 30 por ciento de la suma electoral.

En otros países, en los casos de duda razonable o de prueba fehaciente, el recuento y el cotejamiento son de aplicación ineludible, inmediata, con todo y sus efectos punibles. Pero eso sucede cuando hay, en última instancia, un profundo respeto por la legitimidad, por la conciencia de su valor fundamental para la armonía y la paz social, amén del interés en la integridad institucional.

En nuestro medio esos valores, que alguna vez, en el inicio de nuestra historia republicana tuvieron validez y respetuosa observancia, ahora son extraños y asumidos como fantasiosas elucubraciones de “intelectuales”. El mundo real, el de la vida cotidiana, es esencialmente pragmático: el que tiene más saliva traga más pinol.

Y, en esa forma, va el país y su gente internándose en la selva, donde las prioridades pertenecen al fuerte, al poderoso, hasta que un día, según la fábula, los liliputenses se las arreglan para inmovilizar a Gulliver…

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