miércoles, 20 de julio de 2011

La millonada de los terroristas y la desaparición de la clase media


Rebelión

Por James Petras

Según la CIA e informaciones del Financial Times de Londres (25-26 de julio de 2011, p. 5), el gobierno estadounidense (la Casa Blanca y el Congreso) gasta 10.000 millones de dólares mensuales, 120.000 millones al año, en combatir una cifra estimada de «entre 50 y 75 “individuos de Al Qaida” en Afganistán». En los últimos 30 meses de presidencia de Obama, Washington ha destinado 300.000 millones de dólares a Afganistán, lo que equivale a 4.000 millones de dólares por cada supuesto «individuo de Al Qaida». Si multiplicamos la cifra por las dos docenas aproximadas de lugares y países donde la Casa Blanca afirma haber localizado a terroristas de «Al Qaida», empezamos a comprender por qué el déficit presupuestario estadounidense ha ascendido astronómicamente a más de 1,6 billones de dólares en el presente año fiscal.

Durante la presidencia de Obama han quedado congelados los ajustes de la Seguridad Social al coste de la vida, lo que se ha traducido en una pérdida neta de poder adquisitivo de un 8 por ciento, cantidad equivalente al céntimo a la suma destinada a perseguir en las montañas que rodean Pakistán a tan solo cinco docenas de «terroristas de Al Qaida».

Es ridículo creer que el Pentágono y la Casa Blanca iban a gastar 10.000 millones de dólares mensuales simplemente a dar caza a un puñado de terroristas instalados en las montañas de Afganistán. Pero entonces, ¿en qué consiste la guerra de Afganistán? La respuesta que solemos leer y escuchar es que la guerra se libra en realidad contra los talibanes, un movimiento guerrillero nacionalista islámico con gran respaldo popular y con decenas de miles de activistas. Sin embargo, los talibanes nunca se han implicado en ningún acto terrorista contra territorio estadounidense o sus bases en el extranjero. Los talibanes siempre han defendido que luchaban para expulsar de Afganistán a las fuerzas de ocupación extranjeras. De ahí que los talibanes no formen parte de ninguna «red terrorista internacional». Si la guerra estadounidense en Afganistán no tiene que ver con derrotar al terrorismo, ¿por qué ese descomunal derroche de fondos y efectivos durante más de una década?

Varias hipótesis acuden a la imaginación:

La primera es la posición geopolítica de Afganistán: Estados Unidos está instalando bases militares de avanzada en las inmediaciones de China para rodearla.

En segundo lugar, las bases estadounidenses de Afganistán operan como plataforma de lanzamiento para fomentar conflictos étnicos armados de «disidentes separatistas» y para aplicar la táctica del «divide y vencerás» contra Irán, China, Rusia y las repúblicas de Asia central.

En tercer lugar, la declaración de guerra a Afganistán por parte de Estados Unidos (en 2001) y la fácil conquista inicial animó al Pentágono a creer que se podía obtener una victoria militar a un coste muy bajo; una victoria que realzara la imagen de Estados Unidos como potencia invencible y capaz de imponer su ley en cualquier lugar del mundo, a diferencia de la catastrófica experiencia de la URSS.

En cuarto lugar, el éxito inicial de la guerra de Afganistán se consideró un preludio para el lanzamiento de toda una serie de guerras victoriosas, primero contra Iraq, pero a la que seguirían después otras en Irán, Siria y otros lugares. Todo serviría a la triple finalidad de reforzar el poderío regional israelí, controlar recursos petrolíferos estratégicos y ampliar la instalación de bases militares estadounidenses desde Asia central y meridional formando un arco que llegara hasta el Mediterráneo pasando por el Golfo Pérsico.

Las medidas estratégicas expuestas por los militaristas y los sionistas de los gobiernos de Bush y Obama presuponían que las armas, el dinero, la fuerza y los sobornos lograrían forjar y afianzar Estados satélites estables en la órbita del imperio estadounidense post-soviético. A Afganistán se la consideró una primera conquista fácil, el primer escalón de una serie de guerras. Se suponía que cada victoria debilitaría a la oposición del interior de Estados Unidos y de los aliados (europeos). Según afirmaban los neoconservadores, el coste de poner en marcha la guerra imperial se sufragaría con la riqueza extraída de los países conquistados, sobre todo en las zonas productoras de petróleo.

El derrocamiento inmediato del gobierno talibán confirmó la idea de los estrategas militares de que unos pueblos islámicos «atrasados» y precariamente armados no eran rival para el centro neurálgico estadounidense y sus astutos dirigentes.

Suposiciones erróneas, estrategias equivocadas: La catástrofe del billón de dólares
Todas y cada una de las suposiciones formuladas por los estrategas civiles y sus homólogos militares han resultado ser erróneas. Al Qaida era y es un adversario marginal; la auténtica fuerza capaz de sostener guerras populares prolongadas contra un ocupante estadounidense, causarle bajas importantes y debilitar a cualquier gobierno títere local y acrecentar el apoyo de las masas es la de los talibanes y los movimientos de resistencia nacionalista afines. Los expertos, asesores y gabinetes de análisis estadounidenses, influidos por los israelíes, que presentaron al enemigos islámico como una fuerza incompetente, ineficaz y cobarde, se equivocaron de lleno con la resistencia afgana. Ciegos de antipatía ideológica, estos asesores de alto nivel y cargos civiles de la Casa Blanca y el Pentágono no lograron apreciar la sagacidad táctica, estratégica, política y militar de los líderes y los mandos intermedios nacionalistas islamistas y las ingentes dosis de apoyo generalizado con el que contaban en la vecina Pakistán y otros lugares.

La Casa Blanca de Obama, enormemente dependiente de expertos pro-israelíes islamófobos, aisló aún más a las tropas estadounidenses y se distanció de la población afgana triplicando el número de efectivos y otorgando a los talibanes la condición de auténtica alternativa a la ocupación extranjera.

Por lo que se refiere las quimeras neoconservadoras de librar una secuencia de guerras triunfantes, elaborada por gentes como Paul Wolfowitz, Feith, Abrams, Libby et al., con las que eliminar a los adversarios de Israel y convertir el Golfo Pérsico en un lago hebreo, las prolongadas guerras de Iraq, Afganistán y Pakistán han fortalecido en la práctica la influencia regional de Irán, han enfrentado a la totalidad del pueblo paquistaní contra Estados Unidos y han fortalecido los movimientos de masas contra los Estados clientes de Estados Unidos por todo Oriente Próximo.

La secuencia de derrotas encajadas por el imperio se ha traducido en una hemorragia abundante de dinero público estadounidense, en lugar de en el augurado aluvión de beneficios petrolíferos obtenidos con clientes subsidiarios. Según un estudio académico reciente, el coste militar de las guerras de Iraq, Afganistán y Pakistán ha superado los 3,2 billones de dólares («The Costs of War Since 2001», Eisenhower Study Group, junio de 2011) y aumenta a un ritmo de 10.000 millones de dólares mensuales. Mientras tanto, los talibanes «aprietan (su) garra psicológica» en Afganistán (Financial Times, 30 de junio de 2011, p. 8). Según los últimos informes, hasta el hotel de cinco estrellas más custodiado del centro de Kabul, el Intercontinental, era vulnerable al ataque sostenido y la tentativa de conquista por parte de los militantes talibanes, ya que hay infiltradas «fuerzas afganas de máxima seguridad» y los talibanes actúan en todas partes, con lo que en la mayoría de las ciudades, poblaciones y aldeas han fundado gobiernos «en la sombra» (Financial Times, 30 de junio de 2011, p. 8).

La decadencia imperial, el agotamiento de las arcas públicas y el fantasma de una confrontación violenta
El imperio que se desmorona ha vaciado las arcas estadounidenses. Mientras el Congreso y la Casa Blanca se enfrentan por elevar el techo de la deuda, el coste de la guerra erosiona con violencia toda posibilidad de mantener estable el nivel de vida de las clases medias y trabajadoras estadounidenses y agudiza las cada vez mayores desigualdades entre el uno por ciento más rico de la población y el resto de los habitantes. Las guerras imperiales descansan sobre el saqueo de las arcas estadounidenses. Mediante unas exenciones fiscales extraordinarias, el Estado imperial ha concentrado la riqueza en las manos de los millonarios, mientras que las clases medias y trabajadoras han sido desplazadas hacia abajo, pues solo hay puestos de trabajo mal pagados.

En 1974, el uno por ciento más rico de Estados Unidos obtenía el 8 por ciento de la renta nacional, pero en el año 2008 acaparaban el 18 por ciento de la renta nacional. Y la mayor parte de ese 18 por ciento está en manos de un minúsculo uno por ciento multimillonario de ese otro uno por ciento inicial; o, lo que es lo mismo, del 0,01 por ciento de la población estadounidense (Financial Times, 28 de junio de 2011, p. 4, y 30 de junio de 2011, p. 6). Mientras que los multimillonarios saquean las arcas e intensifican la explotación de la mano de obra, el número de puestos de trabajo con una remuneración media desciende en picado: entre 1993 y 2006 ha desaparecido más del 7 por ciento de empleos de remuneración media (Financial Times, 30 de junio de 2011, p. 4). Aunque las desigualdades aumenten en todo el mundo, Estados Unidos cuenta en la actualidad con los mayores niveles de desigualdad de todos los países capitalistas destacados.

La carga de mantener a un imperio en declive con un monstruoso incremento del gasto militar ha recaído desproporcionadamente sobre los contribuyentes y asalariados de clase media y trabajadora. El saqueo de la economía y las arcas públicas por parte de las élites militares y económicas ha puesto en marcha un acusado descenso del nivel de vida, la renta y las oportunidades de empleo. Entre los años 1970 y 2009, mientras se duplicaba el producto interior bruto, el salario medio estadounidense se estancó en términos absolutos (Financial Times, 28 de julio de 2011, p. 4). Si tenemos en cuenta los costes fijos adicionales de las pensiones, la salud y la educación, los ingresos reales de trabajadores y asalariados han experimentado un descenso muy acusado, sobre todo desde la década de 1990.

En la segunda mitad del año 2011 se esperan impactos aún mayores: mientras el gobierno de la Casa Blanca de Obama amplía las intervenciones imperiales en Pakistán, Libia y Yemen, con lo que incrementa el gasto de un Estado policial y militar, Obama se dispone a alcanzar acuerdos presupuestarios con los republicanos de extrema derecha, que se ensañarán con los programas sanitarios oficiales, como MEDICARE y MEDICAID, así como con la Seguridad Social, el programa nacional de jubilación. Las prolongadas guerras han llevado al presupuesto a una situación de quiebra, mientras que el déficit merma toda capacidad de reanimar una economía que se encamina a una «recesión reiterada».

El conjunto de la clase política dirigente se muestra completamente ajena al hecho de que su multimillonaria búsqueda de una cifra estimada de entre 50 y 75 terroristas fantasmas de Al Qaida en Afganistán ha acelerado la destrucción de empleos de remuneración media en Estados Unidos.

El conjunto del espectro político se ha orientado decisivamente hacia la derecha y la extrema derecha. El debate entre demócratas y republicanos versa sobre si recortar cuatro o más billones de dólares de lo poco que queda de los programas sociales del país.

Los demócratas y la extrema derecha se han unido en el objetivo de librar múltiples guerras al tiempo que tratan de ganarse el favor y los fondos del 0,01 por ciento de magnates multimillonarios poseedores de dinero y propiedades, cuya riqueza ha aumentado tan espectacularmente durante la crisis.
Conclusión: 
Pero en el seno de los círculos más destacados del gobierno de Obama hay un descontento profundo y sereno; los altos cargos «más capaces y brillantes» se apresuran a abandonar el barco antes de que quede claro que hace agua: el gurú económico Larry Summers, Rahm Emmanuel, Stuart Levey, Peter Orzag, Bob Gates, Tim Geithner y otros, responsables de unas guerras desastrosas, de las catástrofes económicas, de la burda concentración de riqueza y del deterioro de nuestro nivel de vida, han abandonado su puesto o han anunciado su «jubilación» dejando a los sonrientes estafadores (el presidente Obama y el vicepresidente «Joe» Biden») y a sus «últimos y despistados leales» que asuman la culpa de que se esfuman las reservas de la economía y nuestros programas sociales. ¿De qué otro modo podemos explicar una marcha muy poco valiente (para «pasar más tiempo con la familia») ante semejante agudización de la crisis? La precipitada retirada de estos altos cargos viene motivada por el deseo de eludir responsabilidades políticas y salvarse de las acusaciones de la historia por su participación en la inminente debacle económica. Están deseando ocultarse de un futuro juicio acerca de quiénes fueron los legisladores y líderes y cuáles las medidas que desembocaron en la desaparición de las clases medias y trabajadoras estadounidenses junto con sus empleos, sus pensiones estables, sus seguridad social, su atención sanitaria digna y su lugar decente en el mundo.

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