Por José Luis Rocha *
Rememoremos las pesadillas de los años 70 y 80. Los “chafarotes” en Honduras, los escuadrones de la muerte en El Salvador, los sangrientos estertores del somocismo en Nicaragua y los kaibiles de bayonetas caladas que en los operativos de tierra arrasada borraron comunidades indígenas de la primaveral faz de Guatemala. Gustavo Álvarez Martínez, Roberto D’Aubuisson, Anastasio Somoza y Efraín Ríos Montt están a la vuelta de la esquina. Y sin embargo, ya nos lucen distantes.
Queremos pensar que son horrendos dinosaurios, de ésos que Dirk Kruijt y otros arqueólogos de las miserias centroamericanas, extraen de vez en cuando de su parque jurásico para ilustrar historias de terror que apenas pueden imaginar sus imberbes lectores, nacidos y crecidos en la bisagra de los milenios. Las nuestras ya no son tierras de volcanes y balcanes. Y sin embargo, ahí están las miles de secuelas de ese pasado a medio pasar: soterradas o campantes, ufanas o vergonzantes.
Otros Tiempos, Otras Luchas
Una razón de que esos personajes nos parezcan hoy tan lejanos es que las luchas emprendidas contra los intereses oligárquicos que ellos encarnaban han perdido asideros. La ruralidad y la solidez del mundo del trabajo asalariado han declinado. Las estrategias del gran capital han sido exitosas. Desmontó el mundo del trabajo asalariado y sus bemoles. Sin trabajadores, no hay derechos de los ídem ni quien los enarbole como banderas de lucha. El problema ahora es más agudo, pero crea, por sí mismo, las condiciones que imposibilitan la cura: la ausencia y precariedad del empleo tienen un efecto desmovilizador. Las migraciones son una válvula de escape a un malestar social que en su ausencia tendría detonaciones más contundentes de las que actualmente presenciamos.
El liberalismo -con o sin el prefijo neo- es la ideología dominante. Su credo clasifica como indiscutible la preeminencia de los derechos de la propiedad privada. Las demandas por tierra -salvo en la aún muy rural Honduras- y por mejoras en las condiciones de trabajo -ante todo, aumentos salariales- no consumen las energías del descontento. Éstas se materializan en la búsqueda de un consuelo religioso, una identidad, un sentido de pertenencia, los servicios básicos, el derecho al aborto, el castigo para los agresores sexuales, el acceso al agua, un medioambiente no contaminado, la seguridad alimentaria…
Incluso en Honduras, el hecho de que ahora exista una búsqueda de tierra hunde sus raíces en la contrarreforma agraria, un proceso en el que la geofagia de Facussé y otros terratenientes se alió con el distanciamiento del mundo del trabajo rural de los campesinos cooperativizados, dispuestos a vender sus fincas “a precio de guate mojado” para transmutarse en cuentapropistas: comerciantes, transportistas, prestamistas, etc. Entre 1992 y 1997 no menos de 73 grupos cooperativos del Valle del Aguán vendieron más de 250 mil hectáreas, 34% de las cuales pasaron directamente a manos de don Miguel Facussé.
Las luchas del siglo 20 -por tierra y por mejores condiciones laborales- fueron encabezadas por gremios, sindicatos y partidos socialistas. Las memorias de Miguel Mármol escritas por Roque Dalton, la historia del movimiento obrero en Nicaragua relatada por Onofre Guevara y las cuatro novelas sobre las bananeras estadounidenses en nuestra región -”El Papa verde” de Miguel Ángel Asturias, “Prisión verde” de Ramón Amaya Amador, “Bananos” de Emilio Quintana y “Mamita Yunai” de Carlos Luis Fallas- nos permiten atisbar las vastas dimensiones de esas luchas, centradas en el mundo del trabajo asalariado o en los reclamos de tierras.
Otros líderes, otras luchas
Fallas fue uno de los dirigentes de la huelga bananera que en 1934 aglutinó a más de 10 mil trabajadores bananeros en Costa Rica. Miguel Mármol protagonizó las huelgas de zapateros, sastres y ferrocarrileros salvadoreños por el salario de cada día y por el derecho a no ser barridos en el huracán que activó la arremetida de las maquinarias. Otro gallo cantó -o no cantó- en los años 90, cuando la introducción de ropa y zapatos de las “bultics” -las pacas de ropa USAda- y de las transnacionales maquileras fue un tiro de gracia a sastres, costureras y zapateros. Fueron ejecutados tras juicio sumario y sin derecho de apelación: acusados de lesa no competitividad. No hubo protestas. Las denuncias -si merecen tal nombre- quedaron confinadas a las catacumbas elitistas de foros y congresos, donde los inconvincentes predican a los convencidos, donde los sermones de fraile a fraile ni convierten ni divierten ni subvierten.
Los agitadores de la primera mitad del siglo 20, comprometidos a fuego y sangre son sus causas, fueron martirizados. Lo fueron Juan Pablo Wainwright -fusilado- y Manuel Cálix Herrera -muerto a los 30 años por la tuberculosis contraída en sus muchos confinamientos-, fundadores del Partido Comunista y la Federación Sindical Hondureña, insobornables en su tenacidad durante las huelgas que sacudieron a las compañías bananeras en 1931, año de su inapelable anuncio de reducir en un 20% el salario a los trabajadores y en 25% el precio pagado a los “poquiteros”, los pequeños productores de banano.
Sus luchas tenían una amplia resonancia. La huelga de La Ceiba en 1920 involucró a casi toda la población. La huelga bananera de 1954, que hizo un polvorín de Puerto Cortés, San Pedro Sula, La Lima, El Progreso, Tela, La Ceiba y se extendió a Tegucigalpa, es un hito en la historia hondureña. Aunque su gestación fue prolongada, uno de sus detonantes iniciales fue un reclamo impensable en nuestros días: el pago de los días feriados trabajados durante la semana santa. Corrían tiempos de casi pleno empleo y de efervescencia sindical.
Eduardo Galeano nos cuenta en su tercera “Memoria del Fuego” los desmanes del insubordinado Árbenz en Guatemala: “Jacobo Arbenz, acusado de conspiración comunista, no se inspira en Lenin sino en Abraham Lincoln. Su reforma agraria, que se propone modernizar el capitalismo en Guatemala, es más moderada que las leyes rurales norteamericanas de hace casi un siglo”. Arbenz cometió el atroz delito de expropiar las tierras de la United Fruit Company tomándose en serio los libros de contabilidad de la bananera: pagándole como indemnización el valor que la propia empresa había atribuido a sus tierras para defraudar impuestos. Corrían tiempos de anti-imperialismo.
En Nicaragua, en el mes de febrero de 1952 “estalló una huelga por aumento de salarios de casi un centenar de obreros del Calzado Serrano en Managua, cuya importancia estriba en que la huelga se llevó a cabo pese a que el sindicato de zapateros estrenaba su recién decretada ilegalidad y estaba siendo estrangulado mediante el congela¬miento de su fondo de cotización por orden del Ministerio del Trabajo.
Las guerrillas le “robaron cámara” a los gremios y a los sindicatos
Todos estos grupos estaban conectados a distintas intensidades del internacionalismo proletario. ¿Qué exigían? Salarios justos, nacionalización de monopolios (banca, ferrocarriles, bananeras…), mejoras en las condiciones de trabajo, pago de vacaciones y horas extras, etc. Los derechos de autoría de su ocaso les han sido mejor adjudicados que los méritos de su auge. A menudo se recuerda su culpable sumisión a los dictados del Socorro Rojo Internacional, su fragmentación y su sectarismo. Pero poco o nada se dice de sus propias vidas. De un Miguel Mármol, que se formó a sí mismo en calles y cuarteles. De un Juan Pablo Wainwright, que dejó las comodidades de su cuna para correr la suerte de los obreros. O de un Manuel Cálix Herrera, que se hizo carpintero, bananero, zapatero y lo que hiciera falta para generar conciencia de clase y reclutar hombro a hombro, hombre a hombre. “Tinísima”, de Elena Poniatowska, es la genial novela histórica que mejor proporciona el sabor de esa época de heroísmos y auto-inmolaciones, incomprensibles para los parámetros morales de la postmodernidad.
El aplastante efecto de las guerrillas -mil veces más me¬diáticas que los movimientos obreros- desplazó a los gremios y sindicatos del imaginario popular de la izquierda, de los prototipos de luchas y de paladines. La producción artística popular, y la de élite -literatura, canciones, óleos, murales-, glorificando a los grupos guerrilleros -que no fueron una constante del siglo 20- produjo un espejismo que les atribuyó mayor representatividad, duración en el tiempo y abanderamiento de las luchas sociales de la que tuvieron.
El hecho de que dos grupos guerrilleros -FSLN y FMLN- se hayan convertido desde los años 90 en fuerzas políticas importantes en la región centroamericana induce una lectura del pasado donde el protagonismo de la guerrilla se magnifica, la convierte en fuerza motriz de los movimientos sociales y opaca la trayectoria de sindicatos, gremios y partidos socialistas. A esta opacidad contribuye la dependencia de sindicatos, gremios y partidos de la política soviética de leve intervencionismo y su imposición de una estrategia de toma del poder por la vía electoral.
Immanuel Wallerstein interpreta esto como una distribución territorial que dio estabilidad al capitalismo y furor al expansionismo imperial estadounidense. Esa tibieza posibilitó que en el ocaso de la Guerra Fría los gremios y sindicatos fueran avasallados por los movimientos guerrilleros. Y las guerrillas fueron coaliciones insurgentes que involucraron grupos muy diversos, no todos interesados en transformaciones radicales. El líder comunista Dagoberto Gutiérrez insiste en que el FMLN era un conglomerado de fuerzas comunistas, no comunistas e incluso anticomunistas.
Adiós al mundo del trabajo asalariado
Quizás en este giro de los protagonismos habría que identificar un síntoma del declive del mundo del trabajo asalariado, un elemento clave de la transformación de la política y de sus posibilidades en Centroamérica. Muchos cambios ocurrieron desde Miguel Mármol hasta Roque Dalton. Muchos más se desplegaron desde el asceta Carlos Fonseca Amador hasta el curioso proyecto Cristiano, Socialista y Solidario, en el que Daniel Ortega reparte bonos de 35 dólares, pero no altera la estructura regresiva del régimen tributario nacional. Todos estos cambios han afectado el mundo del trabajo y las coordenadas de la política. Ha sido una transformación silenciosa que a muchos tomó desprevenidos.
En la primera mitad del siglo 20 las principales ciudades centroamericanas no eran los hormigueros caóticos en que fueron transformadas por una urgente y temeraria migración rural-urbana. Los contrastes en este terreno son brutales. En 1970-2005 Costa Rica vio crecer su población urbana del 38.7% al 62.6%. El resto de países fueron a la zaga: del 39% al 57.8% en El Salvador, descendiendo desde el 29% al 47.8% en la todavía muy rural Honduras.
Mientras en Costa Rica la urbanización encontraba un respaldo en el crecimiento de los sectores industrial y terciario, en el resto de países esa migración abonó la informalidad del empleo en sus variopintas manifestaciones (subempleo, empleo ocasional, donde no hay jornadas ni semanas completas), autoempleo (empresita unipersonal o familiar), trabajo a destajo, etc. Es autoempleo el 41% del empleo regional. Es casi el 50% en Guatemala, Honduras y Nicaragua. En 2006, Honduras generó el 62% y en Nicaragua el 41% de los nuevos puestos de trabajo.
Otros tiempos, Otros trabajos
En Guatemala, Honduras y Nicaragua los micro-negocios aportan más de dos tercios de los puestos de trabajo. Los micro-negocios y el autoempleo son sinónimo de precariedad laboral: exposición a abusos, carencia de contrato, baja o nula cobertura de la seguridad social y, ante todo, mínima estabilidad.
Los cambios en las legislaciones laborales de los años 90 allanaron el camino a la flexibilidad laboral: abolición del límite de tiempo de los contratos, entre otras medidas. De ahí, el auge de ese impuesto indirecto, impuesto al consumo, que es el IVA (impuesto al valor agregado). Con menos asalariados y con la voluntad de no perjudicar al gran capital, el impuesto sobre la renta no puede ser el gran pilar de la recaudación fiscal. En la Nicaragua de los años 80, el 70% de lo recaudado provenía de los impuestos indirectos y el 30% de los impuestos directos. En los años 90 se mantuvo constante la inequitativa relación de 85:15. Como se aprecia en el cuadro de la página siguiente, la cohorte de asalariados apenas llegaba al 50% del total de ocupados en 2006 o era incluso inferior en Guatemala, Honduras y Nicaragua.
De acuerdo a las estimaciones de la Oficina Internacional del Trabajo, salvo en el caso de Costa Rica -donde se ha mantenido en un 70%-, en todos los países centroamericanos el porcentaje de asalariados descendió en la primera década del siglo 21. En 2009 llegaba a 56%, 55% y 54.5% en El Salvador, Honduras y Nicaragua respectivamente. En estos tres países, los trabajadores independientes no profesionales, los empleados en sus propias casas y los trabajadores familiares auxiliares representaban casi el 40% de los ocupados, después de haber ascendido entre dos y tres puntos porcentuales entre 2000 y 2009.
Subempleados, precaristas, cuentapropistas, injubilables...
El declive del trabajo asalariado ha provocado una grave erosión de los derechos de los trabajadores. No hay duda de que esa erosión está directamente relacionada con la informalización, el subempleo y el cuentapropismo: los trabajadores independientes con seguro social son apenas el 40.2% en Costa Rica y no llegan siquiera al 4% en el resto de países, destacándose Guatemala y Honduras con 0.8% y 0.7%.
El crecimiento de la informalidad y la inestabilidad ha producido una ominosa rotación entre los cotizantes del seguro social: personas que entran y salen del sistema, trabajadores que aportan fondos, pero que nunca llegarán a reunir la cantidad de cotizaciones suficientes para jubilarse y cobrar un seguro de vejez, invalidez o muerte.
El Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) carece de estadísticas sobre la rotación de sus cotizantes. Pero es posible formarse una idea de esa rotación contrastando los saldos de asegurados activos con los de nuevos cotizantes. Mientras en 1994-2009 el INSS captó 892,811 nuevos cotizantes, la diferencia en el saldo de asegurados activos en ese período fue sólo de 311,867. Significa que un número indeterminado de trabajadores realizó 580,944 ingresos y salidas del sistema de seguridad social, dejando ocasionales cotizaciones. La cifra de cotizantes temporales debe ser sin duda un porcentaje significativo del número de cotizantes permanentes (516,376).
Un resultado de esta tendencia es la falta de cobertura de la seguridad social. Salvo en Costa Rica, en el resto de países centroamericanos no alcanza ni siquiera al 20% de la población. En Nicaragua cubre a sólo el 7.7%. Otro resultado es que el principio de solidaridad de la seguridad social se ha distorsionado. Donde la informalidad se alterna con la formalidad y las cotizaciones esporádicas tienden a convertirse en la norma, se construye un sistema donde un reducido segmento -el de quienes llegarán a la meta del número de cotizaciones que dan derecho a la pensión- parasita de quienes cotizaron 3 meses, 2 años, 10 años, 15 años…, sin alcanzar nunca la ansiada condición de pensionados. Los anfibios formales/informales no podrán sobrevivir ni en agua ni en tierra. La olla común de la seguridad social es una coartada para que un grupúsculo coma donde muchos aportaron las viandas que verán triturar en mandíbulas ajenas. Quienes miran el -magro u opíparo- banquete desde la ventana, son los injubilables.
La erosión de los derechos de trabajadores afecta a independientes y a asalariados. La sindicalización de los asalariados supera escasamente el 5% en Costa Rica y no llega al 3.5% en el resto de la región. La estabilidad del empleo es menor del 30% en Guatemala, el derecho a aguinaldo lo tiene menos del 50% de los asalariados en los tres países más poblados del istmo y el acceso a empleo permanente es un privilegio que sólo disfrutan el 38% y el 28% de los asalariados de Nicaragua y Guatemala. Ser un asalariado no garantiza ni siquiera los derechos a aguinaldo, a contrato escrito, a seguridad social y a estabilidad. La región se está llenando de precaristas, cuentapropistas, trabajadores invisibles, empleados asediados por la incertidumbre e injubilables.
Empleo estatal: El caso de Nicaragua
En Centroamérica, el sector público, como generador de empleo, es cada vez menos importante. Diversos factores empequeñecen de manera absoluta y relativa al Estado-patrón en toda la región: las privatizaciones, la menor o nula participación del Estado en la producción, la reducción del aparato social y el crecimiento poblacional. En Costa Rica el sector público acoge al 10% de los ocupados. En el resto de países no llega a la mitad de ese porcentaje.
¿Qué ocurrió en Nicaragua? Durante los últimos años del somozato, el nivel central del gobierno nicaragüense proporcionaba empleo al 5.4% de la población económicamente activa (PEA). Este paternalismo estatal llegó a un pico de 7.4% en 1984, descendió durante la aguda crisis del ocaso de la década de los 80 y repuntó hasta un 8.8% en 1990, año en que 14 partidos en el poder -amalgamados en la Unión Nacional Opositora que derrotó al FSLN- saldaron muchas deudas distribuyendo ministerios, direcciones, otros cargos y miles de carguitos.
A empujones del FMI y sus programas de ajuste estructural, la masa salarial y humana del gobierno tuvo que adelgazar. En 1995 el gobierno sólo daba empleo al 5.4% de la PEA y en el año 2000 apenas al 2.9%. El nepotismo bolañista, a base de primos y parientes, infló la planilla hasta un 3.2% de la PEA en 2005 y el clientelismo sandinista la llevó hasta un 4% en 2009. Con una PEA 209% mayor que la de 1980 y una oferta de empleo que se acerca a la mitad de la que hubo en la década de los años 80, el empleo estatal se diluye y pierde significado, y un peso que la rotación termina de aligerar.
Las consecuencias de estas transformaciones las estamos presenciando. Menciono sólo dos de las más picantes. En primer lugar, la oferta de los partidos políticos de proporcionar empleo a sus allegados debe ser más modesta y sólo puede cumplirse a base de barrer con los empleados de la administración anterior, atentando contra la consolidación de un funcionariado de carrera. De esa “escoba” se deriva la imposibilidad de crear identidad corporativa, lealtad e identificación con un proyecto, una causa o una institución. En segundo lugar, la menor oferta estatal de empleo cuaja en un Estado que está dejando de ser eje de cohesión social e identidad o que tiene que compartir este rol con otros actores mejor dotados para desempeñarlo. Esto tiene repercusión en el involucramiento en política como medio para cultivar una identidad, generar un sentido de pertenencia y acceder a un empleo.
Así en el campo como en las ciudades
El mundo rural también ha sido tocado por la varita mágica del trabajo independiente y del precarismo. Durante las décadas de los años 80 y 90 hubo transformaciones silenciosas en el sector agrícola que transformaron el mundo del trabajo asalariado.
El empleo autónomo en el mundo rural aumentó, llegando a absorber al 63% de los ocupados en la agreste Honduras. También aumentaron las ocupaciones rurales no agrícolas, asociadas al precarismo, los bajos ingresos y la vulnerabilidad. De las mujeres ocupadas en zonas rurales en 1998, el 88.3% (Costa Rica), el 81.4% (El Salvador) y el 83.7% (Honduras) lo estuvieron en actividades no agrícolas, a las que recurrieron también el 57.3%, 32.7% y 21.5% de los hombres que lograron algún tipo de ocupación. Se supone que la pluriactividad que desemboca en ingresos no agrícolas en zonas rurales es un rasgo de países pobres. Pero se está convirtiendo en un recurso manido hacia donde concurre el cuentapropismo que emerge de la contracción del trabajo asalariado.
Huérfanos de patrón y sin bandera de protestas
Juntos y revueltos, desempleo, subempleo, autoempleo, informalización, flexibilización, externalización, subcontratación a destajo… construyen la base material del desplazamiento del mundo del trabajo asalariado como eje de las demandas. La estrategia del gran capital ha dado con el antídoto para curarse en salud contra los Miguel Mármol y los Manuel Cálix. En las agendas de los gremios y sindicatos que ellos lideraban, en las agendas de las asociaciones de trabajadores del campo y de maestros, las demandas salariales ocupaban un lugar privilegiado.
Las premisas socio-económicas de esas demandas eran unos vínculos contractuales, políticos e incluso culturales entre empleado y empleador. El pater patrón podía ser un explotador, pero era una figura persistente con la que los obreros establecían lazos de reconocida solidez. El desempleo era una enfermedad temporal, incluso durante las epidemias.
Posteriormente, la orfandad efímera del desempleo vino acompañada de la permanente patronalidad irresponsable en forma de subcontrataciones con externalización de costos. Las subcontrataciones diluyen los lazos empleados/empleador y acaban con el mundo del trabajo asalariado. Sin mundo del trabajo, se desmonta un mundo de protestas. Lo sabe, lo multiplica, lo premia el gran capital. Recordemos a Thomas Labrecque, director general del Chase Manhattan Bank, a quien se le otorgó una retribución de 9 millones de dólares anuales en reconocimiento por su papel en la eliminación de 10 mil puestos de trabajo.
El fin de la ética del trabajo
En “Trabajo, consumismo y nuevos pobres”, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman sostiene que hemos pasado de una sociedad de productores a una sociedad de consumidores. De la ética del trabajo a la estética del consumo. La ética del trabajo se caracterizaba por hacer algo que los demás consideraban valioso para conseguir lo necesario para vivir y ser feliz, y por no conformarse con lo ya conseguido y quedarse con menos en lugar de buscar más.
En la sociedad de productores, donde predominaba esta ética, el trabajo era el principal factor de ubicación social y evaluación individual: “Salvo para quienes, por su riqueza heredada o adquirida, combinaban una vida de ocio con la autosuficiencia, la pregunta ¿quién es usted? se respondía con el nombre de la empresa en la que se trabajaba y el cargo que se ocupaba. La carrera laboral marcaba el itinerario de la vida y, retrospectivamente, ofrecía el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una persona. Esa carrera era la principal fuente de confianza o inseguridad, de satisfacción personal o autorreproche, de orgullo o de vergüenza”.
El itinerario laboral era una “variable independiente” que permitía dar forma y pronosticar otros aspectos de la existencia: “Una vez decidido el tipo de trabajo, una vez imaginado el proyecto de una carrera, todo lo demás encontraba su lugar, y podía asegurarse qué se iba a hacer en casi todos los aspectos de la vida. En síntesis: el trabajo era el principal punto de referencia, alrededor del cual se planificaban y ordenaban todas las otras actividades de la vida”.
Esto ya no ocurre porque “hoy, los empleos permanentes, seguros y garantizados son la excepción. Los oficios de antaño, ‘de por vida’, hasta hereditarios, quedaron confinados a unas pocas industrias y profesiones antiguas y están en rápida disminución. Los nuevos puestos de trabajo suelen ser contratos temporales, ‘hasta nuevo aviso’ o en horarios de tiempo parcial. Se suelen combinar con otras ocupaciones y no garantizan la continuidad, menos aún, la permanencia”.
El currículum vitae de un carpintero y el de una socióloga
Para atisbar las dimensiones del salto desde el mundo del trabajo al mundo del consumo, pensemos el contenido de un Curriculum Vitae (CV) standard de un obrero de antes del salto: 9 años en el aserrío El Halcón, 30 años como carpintero en las instalaciones de “La Prensa” y 15 años como asesor de una empresa especializada en muebles de pino de bosques certificados. El CV de un carpintero actual sería imposible de comprobar y comprimir: dos meses aquí, tres semanas allá, cinco días acullá y un sostenido etcétera en do mayor.
Un CV de una experta en literatura hispanoamericana a punto de jubilarse en estos días podría sintetizarse en una línea: 40 años de docencia y cargos administrativos en la Universidad Centroamericana de Managua o en la de San Salvador. Debido a que en los duros tiempos que corren, una experta en literatura tendría muy pocas oportunidades de que cualquier universidad y mucho menos otros empleadores apreciaran sus habilidades filológicas y su erudición literaria, echemos un vistazo al CV de una socióloga a media jornada de su ciclo laboral.
En él se lee: dos semanas aplicando una encuesta del INEC sobre embarazo adolescente, un año dirigiendo talleres de microfinanzas en Nitlapán, tres meses como evaluadora de los proyectos del Fondo Común, dos meses capacitando a jueces empíricos sobre resolución de conflictos comunitarios para un programa de la OEA, dos cuatrimestres como profesora de políticas sociales en la UNAN, un año como promotora de un proyecto de agricultura orgánica en una pequeña ONG, tres meses sin subsidio de maternidad, cinco años en el desempleo, esporádicas ediciones de textos y una indefinida cadena de etcéteras.
Para esta socióloga, lo que hace en su trabajo no define la esencia de su vida. Su vida está en otra parte. Sus sueños están en otras partes, se juegan en otros frentes de lucha: si siendo lesbiana podrá o no hacer vida de pareja a salvo de la maledicencia vecinal, si estando embarazada sin haberlo deseado podrá o no abortar, si el agua llega regularmente o no a su vivienda, si sus hijos podrán o no estudiar en un colegio bilingüe, si podrá o no desarrollar su afición a la fotografía…
No tiene ninguna posibilidad de desarrollar un sentido de pertenencia laboral. Ninguna posibilidad de sindicalización. No puede desarrollar lazos empleada/empleador, trabajadora/empresa, trabajadora/trabajadores. Sus luchas se libran en el mundo del consumo, debido a que los cambios en el mundo laboral generan una nueva actitud en la mente y en las acciones de los modernos productores, desplazando -dice Bauman- “firme e irreversiblemente, las motivaciones auténticamente humanas -como el ansia de libertad- hacia el mundo del consumo”, donde pueden ser manejadas y satisfechas.
El capitalismo dejó de ser el sistema del trabajo asalariado
¿Cómo llegamos hasta aquí? En el mundo del trabajo asalariado, el obrero -según la tradición marxista- vendía al capitalista su fuerza de trabajo.
“El capitalista -dice Marx- compra esta fuerza de trabajo por un día, una semana, un mes, etc… La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía, ni más ni menos que el azúcar. Aquélla se mide con el reloj, ésta, con la balanza. Los obreros cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero”. El trabajo asalariado era propio del sistema capitalista. Pero este sistema actual puede sobrevivir -incluso mejor- sin el trabajo asalariado. Con el declive del mundo del trabajo asalariado el patrón ya no consume la fuerza de trabajo del empleado durante un período pactado, consume productos: documentos, talleres, colocación de celulares y tarjetas de crédito, clases, etc.
La fuerza de trabajo no es la que recibe un precio, sino los productos que elabora o coloca esa fuerza: los bienes y servicios que exigen fuerza de trabajo, electricidad, combustible, vehículo y muchos más medios de producción que el contratado administra -selecciona, compra, mantiene, reemplaza- para que su micro-empresita -las más de las veces unipersonal o explotadora de la fuerza de trabajo familiar- sea lo bastante competitiva como para continuar en el mercado.
La fuerza de trabajo era antes una mercancía medida con el reloj. El capitalista compra ahora productos en los que la fuerza de trabajo es sólo uno de los componentes, sumergido en un conglomerado de otros medios productivos. Antes de llegar a manos del capitalista, se ha operado la disolución del trabajo en otra mercancía. El trabajo está subsumido y queda fuera de la discusión, del debate, del conflicto. La masiva conversión de los trabajadores en micro-empresarios -independientes o subcontratados- sitúa los conflictos lejos del trabajo, en un nuevo espacio donde el gran capital ya no es el malo de la película.
¿Qué vende el “obrero” en el capitalismo plus?
El sistema capitalista ya no es el sistema donde el empresario es propietario de los medios de producción y el obrero sólo posee su prole y su fuerza de trabajo. El capitalismo ya no es el sistema del trabajo asalariado. En el paraíso del capitalismo post-industrial, el capitalismo plus o capitalismo XP, los trabajadores son dueños de los medios de producción y deben costear su amortización, actualizar la maquinaria y reproducir su propia fuerza de trabajo. Se trata de un salto cualitativo en el nivel de libertad.
En el sistema esclavista el amo era dueño de los esclavos y los esclavos no poseían nada en absoluto. En el feudalismo los siervos de la gleba poseían sus cuerpos, pero estaban obligados a pagar tributo a los señores feudales.
El capitalismo industrial liberó al obrero de esa atadura para que vendiera su fuerza de trabajo a quien mejor le pareciera: “El obrero -dice Marx-, en cuanto quiera, puede dejar al capitalista, a quien se ha alquilado, y el capitalista le despide cuando se le antoja, cuando ya no le saca provecho alguno o no le saca el provecho que había calculado”. Hoy en el capitalismo plus, el trabajador permanece en posesión de su fuerza de trabajo y sólo debe enajenar los productos que genere.
¿Eres un trabajador o eres una micro-empresita unipersonal?
La libertad nunca es completa. En el capitalismo industrial el trabajador podía escapar de las garras de unos capitalistas en particular, pero no podía evitar pertenecer a la clase capitalista en conjunto porque era allí donde debía encontrar un comprador de su fuerza de trabajo.
En el capitalismo post-industrial el trabajador, que quizás ya no puede arrogarse tal nombre, no puede escapar del sistema, que ahora pretende elevarlo en dignidad. El profesor horario no es un asalariado. No vende horas de clase, aunque ésa sea la forma legal con que su empleador -la universidad, donde se debaten y presentan libros que impugnan otros aspectos del sistema- reviste la transacción. El profesor horario vende un paquete de docencia/burocracia que incluye la preparación de clases, la búsqueda y elaboración de materiales, la enseñanza, el transporte, la corrección de exámenes y la asistencia a reuniones y capacitaciones de la burocracia universitaria. La universidad compra todo este paquete sin adquirir compromisos de empleador con esas personas, micro-empresitas unipersonales de docencia.
Para asegurar su sobrevivencia, este profesor o profesora debe erigirse en representante, promotor y ejecutor de los servicios de su micro-empresita y tiene que ofrecerlos a varias universidades, ONG e institutos. Si este profesor se encontrara en la neblinosa tesitura de ofrecer sus clases a la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) en San Pedro Sula, su empresita se irá a pique: a muchos docentes de esa Alma Mater se les adeudan los salarios de dos y hasta de tres años. La gran empresa universitaria espera que los activos de estas personales micro-empresitas de la docencia sean suficientes para soportar una deuda de tres años y las micro-empresitas no pueden pretender que la gran empresa universitaria las iguale en agilidad administrativa.
De Matsushita — Japón a Farmex — Nicaragua
La esencia del giro laboral se puede expresar así: hemos pasado del modelo de contrataciones de Matsushita al de FarmEx. La empresa Matsushita Electric Company, junto con otras gigantes de su sector (General Electric, Siemens, ITT, Philips e Hitachi) figuró entre las mayores compañías del mundo. Sus productos se han vendido con las marcas National, Panasonic, Quasar y Technics. Los gurús de la buena gerencia habían elevado a Matsushita al rango de modelo de la gestión empresarial. Destacaban la estabilidad de un personal que escalaba gradualmente desde puestos básicos empapándose del “estilo y los valores espirituales” de la compañía. Los jóvenes que debutaban su ciclo laboral en esa empresa podían aspirar a jubilarse en ella. La antigüedad era un elemento clave en la carrera ascendente. Era “difícil distinguir al individuo de la organización”, nos dicen Richard T. Pascale y Anthony G. Athos en “El secreto de la técnica empresarial japonesa”, enunciando un ideal similar a aquel al que aspiran las instituciones religiosas.
Los tiempos han cambiado. Ya empezaban a cambiar entonces, aunque no tanto en Japón como en Estados Unidos. En 1981 el japonés promedio de 60 años había pasado por 2.6 empresas, mientras su coetáneo estadounidense había tenido 7.5 empleadores distintos.
En Nicaragua, el modelo FarmEx está en la esquina opuesta. FarmEx es una cadena de farmacias que despachan medicinas a domicilio. Cuatro dependientes atienden en la sede central en Managua. El grueso de las ventas descansa sobre una legión de 40 motociclistas que, con sus propias motos -que alimentan ellos de combustible-, distribuyen por Managua las medicinas por una comisión de 13 córdobas -poco más de 50 centavos de dólar- por cada entrega. FarmEx les confía un máximo de cuatro pedidos en cada viaje. Una vez realizada la entrega, retornan a la sede de FarmEx y permanecen en lista de espera de una nueva tetra entrega de medicamentos. Hace unos años hubieran sido repartidores insertos en la planilla de la empresa, con un pago fijo, seguro social, aguinaldo, antigüedad y demás “costos” asociados a la esclavitud del sistema salarial. Toda esa grasa onerosa ha sido eliminada por el capitalismo plus en aras de la eficiencia y la reducción de costos. Ahora son libres. Ascendidos a la condición de micro-empresarios, venden sus servicios de distribución, libres de ataduras y de la dialéctica amo-esclavo.
La carambola de la Dole
La empresa bananera Dole -mejor conocida como Standard Fruit Company- reestructuró su forma de operar: en el siglo 20 subcontratar a productores fue sólo una estrategia temporal y marginal, en el siglo 21 es la estrategia definitiva porque los riesgos más devastadores -desastres naturales y demandas por daños ambientales- están en los campos de producción. Con una hábil carambola, la Dole eliminó el enfrentamiento trabajo/capital, que tantas jaquecas le ocasionó cuando sindicatos y otros especímenes del pleistoceno hacían de las suyas. Las últimas demandas contra las compañías bananeras han suscitado un eco de muchos menos decibelios que los cosechados en el siglo 20. Las luchas por los estragos causados por el nemagón -pesticida rociado en los campos bananeros centroamericanos después de que su uso fuera prohibido por muchas legislaciones nacionales- no atrajeron el interés de los políticos ni de las ONG. Ni siquiera de las ONG ecológicas. El objetivo de esta lucha es sólo una indemnización, una meta muy propia del mundo del trabajo asalariado. Una meta extraña y maleable.
¿Qué papel le queda al Estado?
En un mundo donde hay crecimiento económico con bajo crecimiento ocupacional y donde la fuerza de trabajo es una mercancía poco visible y menos cotizada, la política no se plantea en los mismos términos. Si la bina empleado/empleador pierde importancia en el plano económico, se desploma su papel y deja de ser tan determinante en el plano socio-político. Un mundo que se va llenando de jóvenes no empleables y de ancianos injubilables es un universo que no sólo está eliminando el trabajo asalariado y la seguridad social. También da un mazazo al trabajo como generador de ingresos, identidad y vínculos sociales.
La mano de obra que nace, crece y se reproduce como superflua no puede tener la misma inserción en la política que la mano de obra indispensable, que puede ser sustituida o, en el peor de los casos, convertida en ejército laboral de reserva. Donde el itinerario laboral no permite saber quién es quién, se buscan otros generadores de identidad. En lo que Jeremy Rifkin llama el fin del trabajo, hay que “replantearse el papel de los seres humanos en los procesos y en el entorno social”. Por eso, las demandas del mundo del trabajo han desaparecido de las agendas de los partidos.
Narcos, pandillas, ONG y evangélicos
No sólo las abusivas intromisiones de las instituciones financieras internacionales hacen del control del Estado una tarea imposible para las grandes mayorías. El Estado que no es fuente de empleo, que no regula el mundo del trabajo, que no conduce los destinos nacionales, degrada su carácter de eje de poder. De su vacío y de las transformaciones en el mundo del trabajo emergen otros actores políticos cuya arremetida rebasa las ambiciones de partidos políticos, las acciones de los casi inexistentes sindicatos y el ejercicio hegemónico de las élites.
He seleccionado cuatro actores que moldean la micro-política y la subpolítica, que Ulrich Beck presenta “como un conjunto de oportunidades de acción y de poder suplementarias más allá del sistema político.” Aunque Beck presenta la subpolítica como un conjunto de oportunidades reservadas a empresas que se mueven en el ámbito de la sociedad mundial y logran obviar al gobierno y al parlamento y traspasar el poder a la autogestión de las actividades económicas, propongo que reconozcamos ese poder -el de obviar al Estado y el traspasar poder a su autogestión- a cuatro entidades. Los llamo los cuatro jinetes del neoliberalismo. En el terreno de las rutas hacia el desarrollo de Centroamérica, dos de esos jinetes son las ONG y el narcotráfico, actores que ejercen ese poder. En el terreno de la producción de identidad, los otros dos jinetes son las pandillas y las iglesias evangélicas fundamentalistas.
El florecimiento de estos cuatro actores está ligado al declive del mundo del trabajo asalariado y muestra cómo ese declive afecta la política. La micro-política de los barrios marginales y comunidades rurales -con su narcomenudeo, sus pandillas, sus sectas evangélicas y sus ONG- revela un grado de cobertura, penetración y configuración de las identidades, las oportunidades económicas y los destinos de la población que ya no pueden pretender otros actores políticos. Desde luego, no lo pueden pretender los actores políticos “convencionales”.
Estos grupos afectan o absorben en su militancia a amplios segmentos de la población centroamericana, pero apenas se asoman en los análisis de coyuntura y estructura, porque no encajan en lo políticamente correcto dentro del pensamiento político. Las anomalías sociales devienen anomalías teóricas. Los fenómenos que aparentemente tienen una participación anormal y marginal en la vida política, reciben un tratamiento tangencial en los estudios de la realidad. Se insertan, como los esperpentos de Fellini, para amenizar el relato o llevar al colmo la sarta de disparates.
Del mundo del trabajo al del consumo
El hecho de colocarlos en la misma olla obedece al propósito de neutralizar los casi inevitables tintes moralizadores que tiñen el tratamiento de grupos abiertamente delictivos como son las pandillas y los narcos. Los tonos moralizantes producen distorsiones ópticas porque pintan como anomalías unos fenómenos que en muchos aspectos son parte de la corriente dominante de gran porción de la ciudadanía y que, lejos de ser excepcionales, tienen correlatos en todas las sociedades centroamericanas. Los analizaré juntos no para insinuar que hay en las ONG o en los grupos fundamentalistas evangélicos algo de ilícito -sin duda también lo hay en algunos casos- sino para destacar cómo los actores presuntamente anómalos encajan en el mismo sistema, conviven y están conectados por vasos comunicantes.
Estos actores deben su mayor protagonismo en parte a un gran cambio en las condiciones socioeconómicas y culturales actuales: el salto del mundo del trabajo asalariado al mundo del consumo. Las nuevas luchas sociales se inspiran, imaginan y articulan sobre otros ejes: un consumo que implica posiciones políticas y que genera identidad. Y estos actores tienen una probada capacidad de generar clientela, adhesión e identidad. A estas instancias se las ha tenido por actores de reparto en un drama donde ellos han logrado imponer más estilos de vida, sentido de pertenencia, consumo e identidad -y lo han hecho de forma más persistente y penetrante- que el Estado, los partidos políticos, los movimientos sociales y los medios de comunicación.
ONG, narcos, pandillas e iglesias son plataformas de consumo identitario y material. Representan cuatro subculturas, cuatro formas de concebir el desarrollo y la generación de identidad: ONG (cultura administrativa y liberal), narcos (cultura de sociedad secreta), pandillas (cultura del lumpemproletariado) y funda¬mentalistas evangélicos (cultura de secta).
¿Se han percatado los políticos?
Obligado a formular paralelismos, diría que las ONG serían una especie de Estado benefactor descentralizado, las pandillas equivaldrían a los movimientos insurgentes, el narcotráfico representaría el sector agroexportador emergente -suficientemente industrializado- y los evangélicos serían una teología de la liberación vuelta del revés, una especie de teología de la evasión del conflicto, que en su versión de barriada cultiva el providencialismo y en su versión clase alta se erige en apropiación religiosa del marketing y los manuales de autoayuda, haciendo de los templos evangélicos imitación de la Business School de Harvard.
¿Se han percatado los políticos de estos cambios? Sin duda lo ha hecho el FSLN, en cuyo ajedrez las piezas de AMNLAE (organización de mujeres), ANDEN (sindicato de maestros) o las federaciones de cooperativistas rurales no son tan dignas de atención como estas nuevas fuerzas, con las que mantiene relaciones de alianza (evangélicos), manipulación (pandillas), beneficio económico (narcos) y confrontación (ONG).
Estos cuatro actores -cuatro jinetes- revelan, quizás tanto o más que otros, algunas tendencias de las sociedades centroamericanas. No podemos asegurar que ésta sea una situación sin retorno. El declive del mundo del trabajo asalariado es una consecuencia del poder avasallador del capital. Pero quizás ese poder no sea su única causa. ¿Existen otras más lacerantes y penetrantes? En tanto elucidemos la cadena causal y sus consecuencias, no sabremos en qué medida y en cuáles aspectos estamos frente a una situación sin retorno. Lo que no cabe duda es que estamos frente a una de las más crueles arremetidas del capital.
Ante la languidez del trabajo asalariado pasan indiferentes las universidades, que monopolizan el delivery de los títulos profesionales, sin advertir a sus clientela centroamericana que en la dura calle, los espera un 60% de probabilidades de obtener un salario, un 30% de formalizar el salario mediante un contrato escrito, un 25% de estabilidad laboral y un 2% de deplorar -de ninguna manera revertir- esta situación en un sindicato antes de ser parte del 8% de los no ocupados, el 10% de los ocupados no remunerados y/o el 90% de los desamparados en la inseguridad social.
El síncope del trabajo asalariado no aflige a los políticos. Haciendo caso omiso del principio de realidad, sin ningún empacho trotan de barrio en barrio prometiendo el maná celestial que muchos anhelan: miles de empleos. El trabajo asalariado está en coma. Lo lamentamos los pesimistas. Lo vitorean los ilusos. Unos celebran con anticipación el deceso invitando al emprendedurismo: “¡Murió el trabajo asalariado! ¡Vivan los microempresarios y los espíritus emprendedores!” Mientras los grandes capitalistas regionales cambian sus empresas por acciones en Cargill, Claro, General Electric y City Bank, a los grandes profetas del desarrollo -BID, Banco Mundial, ONG- se les ocurre que el emprendedurismo ha descendido en forma de lenguas de fuego en cada uno de los centroamericanos y que sólo necesitamos un poquito de capital para desarrollar nuestro talante empresarial.
Se enriquecen los charlatanes
Otra cohorte de optimistas jura que el estado comatoso del trabajo asalariado puede ser revertido. De este parecer es Roberto Debayle, charlatán que ha hecho su fortuna como consejero laboral. Vende millares de copias de su último libro: “Conseguir empleo en tiempos difíciles. La importancia no es lo que vendes sino cómo lo vendes”. La contraportada reza así: “Partiendo de esta premisa, el autor presenta un análisis integral de dicho mercado y enseña al lector todas las herramientas necesarias para una ‘venta’ exitosa de sí mismo”. Con su descomunal timo, Debayle llena sus bolsillos y el mundo se va llenando de quienes no sabemos vendernos y de quienes no podemos vendernos -aunque lo quisiéramos- porque nadie quiere comprarnos, sino sólo alquilarnos, merendarnos y desecharnos, en una era en que el trabajador de cartón descartable reemplazó al empleado de acero inoxidable.
Los cuatro jinetes cabalgarán en dos próximos números.
* Investigador del Servicio Jesuita para Migrantes de Centroamérica (SJM). Miembro del Consejo Editorial de Envío.
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