Rebelión
Por Juan Viera Benítez
“Al menos treinta personas inmigrantes mueren en un naufragio en el Mediterráneo, tres barcos rescatistas están en aguas griegas con 750 refugiados esperando ser acogidos en algún puerto italiano. A pesar del mal tiempo la salida de barcazas de las costas africanas no ha cesado en este otoño y en estos días de invierno”, según informaba el diario Clarín este 26 de diciembre.
Esta noticia, una vez más, nos lleva a plantear la terrible duda de para qué sirven tantas normativas, tantas leyes y tantas declaraciones en defensa de los derechos humanos.
No parecen muy interesados los gobiernos en darle una utilidad real a la Declaración de los Derechos Humanos tanto en estos casos relacionados con los desastres dramáticos de la inmigración como en otros muchos que afectan a seres humanos que sufren las consecuencias de un sistema perverso como el capitalista. Todo indica que este documento se limita a un repertorio de artículos con frases bien construidas de las que los gobiernos hacen caso omiso, aunque se cuidan de disponer de cientos de propagandistas en los diferentes países que repiten como cotorras los derechos y beneficios que aparecen en sus artículos, para engañarnos y alienarnos un poco más de lo que ya estamos.
La Declaración de los Derechos Humanos fue aprobada el 10 de diciembre de 1948 en París, traducida a más de 500 idiomas y sus propósitos tienen como finalidad la defensa y protección de todos los seres humanos. Sin embargo, la efectividad real de sus pretensiones deja mucho que desear, como se pone de manifiesto en el comportamiento de los países occidentales y de las instituciones europeas, en todo lo relacionado con el fenómeno global de la inmigración.
La actitud “pacifista y humanitaria” que día tras día ponen de manifiesto los gobiernos de los países más ricos para que nuestros falsos paraísos terrenales, con nuestras costumbres y valores, no puedan ser invadidos por “miserables y harapientos”, es la de levantar fronteras por tierra, mar y aire o al estilo de Poncio Pilatos lavarse las manos con hipócritas gratificaciones a los países fronterizos que obligatoriamente tienen que cruzar las personas inmigrantes para que respondan de manera criminal a este dilema humano.
La inmigración no se va a detener. La pobreza, la necesidad de escapar de las guerras y de las miserias genera la inalterable voluntad de salir de esos infiernos, de unos territorios en donde la vida no tiene valor, en busca de una esperanza y un futuro para ellos y sus familias.
No puede resultar extraño lo que está ocurriendo cuando desde el inicio de las cruzadas allá por el año 1096 (siglo XI) continuando por el siglo XV hasta nuestros días no han cesado las invasiones imperialistas de territorios a base de sangre y fuego, esclavizando seres humanos, provocando golpes de estados y guerras en los países invadidos, todo encaminado al objetivo de saquear y extraer recursos materiales, emocionales y espirituales, para alimentar la codicia y las ansias egoístas de enriquecimiento de quienes estaban y están encaramados en el vértice económico y social, reyes, esclavistas, feudales, burgueses y mercenarios de toda laya.
El nacimiento, el desarrollo y los últimos coletazos del capitalismo están caracterizados por un continuo chorrear de sangre humana y sufrimientos que supera en magnitud los atropellos, castigos y expoliaciones de las clases explotadas y oprimidas en otros períodos históricos en los que predominaban formaciones sociales con diferentes relaciones humanas y otros modos de producción de bienes materiales, caso de las comunidades primitivas, las sociedades esclavistas o feudalistas.
La explotación, el saqueo, las guerras y el movimiento desordenado de personas hacia la muerte no terminará hasta que la humanidad trabajadora construya poderes que tengan por fundamento la defensa de los intereses de los pueblos, y acaben con las dictaduras de las burguesías y las oligarquías que actualmente nos gobiernan con sus intereses y valores.
Los procesos, las luchas y las transformaciones sociales que han tenido lugar en la historia de la humanidad y se desarrollan día tras día en los diferentes espacios geográficos, son buenos ejemplos de que el capitalismo no es invencible. Los procesos de cambio serán más rápidos en la medida que el pueblo trabajador, como sujeto histórico, en todos los territorios nacionales, regionales y locales, aglutine y construya fuerzas políticas y sociales con la potencia suficiente para mandar al basurero de la historia a las burguesías y a los partidos que las apoyan.
El capitalismo no es un sistema inmutable, perpetuo y definitivo, ni supone el fin de la historia como planteaba Fukuyama. Buena prueba de ello son las crisis que subyacen en sus estructuras a consecuencia de las permanentes contradicciones entre el capital y el trabajo que de modo irremediable ocasionan crisis económicas, productivas, sanitarias y sociales que se suceden cada vez en cortos periodos de tiempo.
Las cosas cambiarán cuando el poder obrero tenga la fuerza suficiente para derrotar al al poder de la burguesía y sea capaz de establecer unas relaciones sociales y unos modos de vida que aseguren la justicia y la solidaridad para la mayoría de la sociedad, y como decía Allende, “cuando seamos capaces de levantar grandes alamedas por donde puedan caminar los hombres libres”.
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