Por Lautaro Romero
¿Por qué nos desvinculamos de la naturaleza? ¿Por qué sostenemos prácticas de consumo que nos alejan de la realidad? ¿Por qué construimos edificios enormes y destruimos áreas naturales? ¿Por qué no exploramos esos espacios, por qué no conocemos? ¿Por qué no metemos las manos en la tierra, plantamos árboles, compostamos y producimos alimentos sanos y libres de venenos?
En el caso de Argentina, varios actores en territorios con diversas problemáticas ambientales comparten algunas respuestas, basadas en procesos educativos de cambio de conciencia que experimentan en sus comunidades.
Para Aldana Telias, especialista en educación ambiental en ámbitos de gestión, investigación y capacitación docente, la clave radica en “historizar” aquellas reflexiones que nos invitan a buscar el porqué de esta crisis climática y ambiental.
“Pensar no solo en la reconversión, sino en cómo llegamos a esto, y en cómo se convierten esos conflictos en materia de enseñanza y aprendizaje”, analiza.
Talias destaca que “la escuela dialoga con aquello que ocurre en el territorio, pensamos el proceso de educación ambiental en ámbitos escolares y comunitarios. Están absolutamente relacionados, un docente no es un sujeto ajeno a su territorio, las pibas y los pibes tampoco.”
Hace 11 años que Jorge Serrano enseña Ciencias Sociales en la escuela Nº60 de Virrey del Pino, en La Matanza, provincia argentina de Buenos Aires. En todos estos años Jorge vio cómo creció la población y aumentaron la toma de terrenos, producto del déficit habitacional.
Hambre, pobreza, contaminación y falta de espacios verdes se suman a la lista de problemáticas profundas. En esa región toma relevancia la existencia de la Reserva Natural de Laferrere: más de 80 hectáreas de alto valor biológico, social y cultural que cuidan vecinos y vecinas. Es el último pulmón verde de La Matanza.
Serrano y profesores de distintas disciplinas abordan los conflictos desde varias aristas.
Hacen festivales, excursiones a reservas urbanas, jornadas de plantaciones de árboles, reparten libros y volantes con información acerca de la contaminación industrial y las muertes silenciosas que no visibilizan los medios masivos de comunicación; también llevan adelante una huerta agroecológica.
Son acciones concretas para garantizar la transformación y cultivar un sentimiento de identidad por el territorio.
“Al lado de la escuela tenemos un hermoso pastizal pampeano, una de las actividades de las clases es salir a reconocer qué hierbas hay, qué importancia tienen para la fauna. En un día de calor es mucho más agradable dar una clase en una plaza, debajo de un árbol, que encerrado en un aula», cuenta Serrano.
Explica que también «tenemos una gran variedad de semillas, un pequeño estanque, una huerta como fuente de biodiversidad. Es un espacio para toda la familia”.
“Está bueno que una organización comunitaria entre a la escuela y lo interpele al docente, que se generen esas tensiones para fortalecer el proceso, son parte de los objetivos que persigue la educación ambiental. Es una educación de acción, un campo de intervención político-pedagógico, interdisciplinario, multiparadigmático que se orienta hacia una sociedad más justa”, explica Telias, por su parte.
Y agrega: “La educación ambiental viene a responder desde el campo educativo a una situación de tragedia ambiental, colapso y crisis civilizatoria, estructural y generalizada”.
La especialista hace referencia a la “alfabetización ambiental” como un concepto “mucho más interesante que el de concientizar, porque tiene que ver con conocer sobre los procesos”.
Al respecto, señala: “Muchas veces, los procesos en defensa del territorio generan procesos educativos. En la Argentina, se dan de manera muy diversa porque en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) no existen los mismos problemas ambientales que en una provincia minera o sojera».
A juicio de Telias, «eso va a marcar un tipo de educación distinta. No es algo que se enseña tan fácilmente, es algo que se vivencia. Uno no le puede decir al otro cómo vivir, sino más bien hacerle reflexionar acerca de cómo vive”.
¿Qué hay debajo del cemento?
A veces, son grandes parques, una pequeña parcela al costado de la vía de un tren o al lado de una autopista. A veces, es el curso de un arroyo. Y, a veces, toma la forma de una reserva.
Lo cierto es que, además de ser refugios de flora y fauna autóctona y brindar “servicios ambientales” (ayudan a regular las temperaturas, absorber el agua de las lluvias, evitar inundaciones y purificar el aire), los ámbitos silvestres y la infraestructura verde dentro de las ciudades permiten recrear escenarios propicios para realizar experiencias educativas, trabajos pedagógicos y de concientización ambiental.
Adriel Magnetti, estudiante de Ciencias Biológicas en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), miembro de la Red de Áreas Protegidas Urbanas (RAPU) y asesor legislativo en materia ambiental en la Cámara de Diputados de la Nación, lucha por la conservación de la Reserva Ecológica Costanera Norte, en Ciudad Universitaria de la Ciudad de Buenos Aires.
Son 20 hectáreas con una vasta biodiversidad, que incluye la presencia de un humedal que se alimenta de forma directa con el agua del río de la Plata.
“Es una decisión de militancia donde uno está en contacto directo con las problemáticas”, explica.
Detalla que “buena parte de la Ciudad de Buenos Aires sigue siendo un humedal, solo que le aterrizamos encima».
Pero subraya que «a pesar de que no los veamos, los ecosistemas están, los tenemos tapados por el hormigón y el cemento. Tanto los componentes como la flora y la fauna, los hongos, los microorganismos; pero, además, los procesos como el flujo de materia y energía, el agua, el suelo, el aire”.
Magnetti contextualiza: “El problema es estructural y global, y se relaciona con la concepción que tenemos del entorno. Nos lleva a ver como vacantes y ociosas las áreas que no están ocupadas por un emprendimiento, una vivienda, una obra o una fábrica».
«Es una mirada mercantilista del suelo, donde si no se le puede poner valor económico no vale. Y si hay algo que tiene la biodiversidad, el patrimonio cultural, arqueológico, histórico, es un valor intangible, intrínseco, que está sobre todo definido por la percepción de la comunidad. De esta manera, nunca vamos a compatibilizar con la cosmovisión de nuestros pueblos originarios y las comunidades rurales”, amplía.
La revolución del árbol
Graciela Britez es voluntaria en Forestadores Escolares, un proyecto que enseña a infancias y adultos a plantar árboles —desde la semilla y el plantín—, para verlos crecer, cuidarlos, enamorarse y recuperar la sensibilidad con un ser viviente que nos trasciende. Son promotores ambientales abocados a dar talleres de ecología y reforestación, a entusiasmar y multiplicar.
“¿Qué pasa cuando apagamos la mente y empezamos a registrar?”, pregunta.
“Con una semilla, se trabajan muchas cosas: hay valores, respeto y beneficios colaterales, pensar más allá de mi con visión a futuro. Necesitamos un mundo verde, una ciudad no violenta, sustentable, necesitamos tener árboles. Los docentes con quienes hemos contactado hicieron su revolución. Hay que hacerse cargo de nuestra humanidad”, explica.
Sentido común
En Ciudad Universitaria, Magnetti recibe a contingentes de chicos y chicas que hablan en inglés, alumnos y alumnas de otras provincias y países, de educación especial y universidades prestigiosas.
“Cuando uno visita una reserva natural urbana, recibe una serie de estímulos sensoriales, físicos, personales para ir construyendo un sentido común respecto a qué es lo que está a mí alrededor y lo que es importante. Mucha gente puede asistir a ellas y atravesar una experiencia transformadora”, cuenta.
Al mismo tiempo, Magnetti comparte la vivencia de haberse vinculado con personas en situación de vulnerabilidad, con pescadores que iban a la reserva para abastecerse de comida, que vivieron mucho tiempo ahí y construyeron una relación con ese territorio.
“Nos han instalado en la cabeza que la naturaleza va por un lado y nosotros por otro, y que cualquier vínculo ‘usufructuoso’ como conseguir alimento, proveernos medicina, cualquier tipo de insumo material o espiritual que nos contribuye la naturaleza, está mal. La relación será tóxica cuando no se respeten los procesos naturales y se haga pensando en acumular rentabilidad fuera de los territorios”, concluye.
El peso de la ley
En junio, el gobierno argentino anunció la promulgación de la Ley 27.621 que implementa la Educación Ambiental Integral (EAI) en todos los establecimientos educativos del país.
El marco normativo se configura en principios estipulados en la Constitución Nacional y en las leyes de Educación Nacional (20.206) y General del Ambiente (25.675), desde donde se considera a la educación ambiental como un proceso fundamental para el ejercicio pleno de la ciudadanía.
“En las escuelas, hay que trabajar mucho qué ciudadanía queremos, para que podamos interpelar a los poderes públicos y políticos, sabiendo que los intereses que tenemos enfrente son contrapuestos, concentrados y poderosos”, dice Telias.
Agrega que “todo este movimiento juvenil emergente respecto del cambio climático pone temas en agendas públicas, como la Ley de Humedales. Eso genera esperanza”.
Por su parte, Magnetti asegura: “El objetivo principal de la Ley de Educación Ambiental es instalar la sostenibilidad como proyecto social, disputar las lógicas del desarrollo, pensar cómo son los entramados de poder y los equilibrios de fuerza que se ponen sobre la mesa a la hora de tomar decisiones. Construir un mañana más próspero es una tarea que nos tenemos que proponer todes con diferentes grados de responsabilidad. Hay responsabilidades comunes y compartidas, pero diferenciadas”.
La Ley Yolanda, que persigue la misión de garantizar la formación integral en ambiente, con perspectiva de desarrollo sostenible y con especial énfasis en cambio climático para las personas que se desempeñan en la función pública, es otro de los instrumentos de peso en este desafío de tomar mejores decisiones.
“Esto propone un cambio de paradigma”, sentencia Magnetti.
“Si tenemos funcionarios capacitados, una implementación activa del Acuerdo de Escazú, y una Ley de Educación Ambiental en marcha, vamos camino hacia ese proyecto de sostenibilidad como mandato social. Es otro escenario que se genera para las próximas generaciones. Sin embargo, esto no alcanza: tenemos que frenar la destrucción hoy”, concluye.
Este artículo es parte de la Comunidad Planeta, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina, del que IPS forma parte. Este artículo también fue producido con el apoyo de Climate Tracker América Latina.
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