Texto: Carlos Dada
Nota publicada originalmente en El Faro.net y publicada con su autorización en este medio *
El diputado Óscar Nájera admite que Honduras es un narcoestado. Lo sabe, porque lleva tres décadas representando a una provincia prominente en el corredor de la cocaína. Lo sabe porque es y ha sido, en sus propias palabras, amigo de los principales capos del departamento de Colón. Su nombre está incluido en todas las listas de sanciones de Estados Unidos por vínculos con el narcotráfico y corrupción pero él, maestro de la sobrevivencia, es uno de los pocos señalados que no está preso en Estados Unidos. Pero su carrera política acaba de llegar a su fin, con la derrota en la elección del mes pasado. El septuagenario cacique de Colón ha perdido su fuero.
El diputado Óscar Nájera acaba de perder su primera elección en treinta años y está furioso. Dispara veneno contra sus compañeros del Partido Nacional; responsabiliza al presidente Juan Orlando Hernández de la estrepitosa derrota electoral. Se le cierran tres décadas en el Congreso y cuatro en la vida política hondureña. Apenas un día antes de la elección, me dijo que sus números le daban bastante ventaja. Le mintieron o me mintió, porque ni siquiera fue el candidato más votado de Partido Nacional en el departamento de Colón, que aporta cuatro candidatos al Congreso. Y su partido perdió. ¡Una vapuleada! Perdió la presidencia de la República de Honduras y la mayoría en el Congreso y también las principales alcaldías del país, incluyendo la capital, Tegucigalpa, y la ciudad más rica, San Pedro Sula. Y él, Óscar Nájera, perdió mucho más que su curul en la Asamblea. Ha perdido, en sus propias palabras, millones de lempiras en la campaña política. Ha perdido el poder político que le permitía navegar entre terratenientes y narcotraficantes. Pero este hombre, Óscar Ramón Nájera, el self made man del norte de Honduras, el septuagenario cacique de Tocoa, cuyo nombre aparece vinculado al narcotráfico en la lista Engels, en la lista Magnitsky, en la lista del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, en los testimonios de las cortes de Nueva York y en la lista de sancionados por el gobierno británico, acaba de perder algo mucho más importante: la inmunidad que acompaña por ley a los diputados. El cacique de Tocoa está herido. Ha perdido. ¡Ha perdido! Eso nunca le había pasado. “Este es el fin de mi carrera política”, me dice por teléfono cuatro días después de la elección. Tiene la voz apagada. No la del perdedor, sino la de quien sufre un dolor inesperado. Un dolor de traición. Un dolor grande. Esta historia es sobre él. Y sobre acuerdos entre políticos y narcos y policías y terratenientes y militares y las líneas que los separan pero que se borran en esta parte de Honduras. Sobre cómo se hace política en una provincia controlada por el narcotráfico. Pero es preciso, primero, hablar del río.
2.
El Aguán atraviesa la mitad septentrional de Honduras como una cicatriz en carne viva que corre de sur a norte y de oeste a este, con sus aguas a veces azules y a veces verdes y a veces rojo marrón, llenas de abundantes minerales que se desbordan con las tormentas tropicales.
A su paso alimenta el valle del Aguán, una de las mayores zonas agrícolas de América Central. Antigua plantación bananera de la United Fruit y hoy principal cultivo de palma africana del país, la nueva planta de oro de la que se extrae la oleína, como se le llama al aceite de palma que se utiliza en todo el mundo para la fabricación de alimentos procesados y cosméticos y biocombustibles. El río Aguán desemboca en el mar Caribe, junto a la comunidad garífuna de Santa Rosa, en el departamento de Colón.
Paréntesis. El departamento se llama Colón porque, en 1502, desembarcó en estas costas el navegante genovés en su cuarto viaje. El mar sigue igual de manso, las arenas igual de ardientes y el cielo igual de amenazante incluso cuando está limpio. Fecunda y hermosa, la provincia podría ser un jardín de las delicias. Pero Colón es otra cosa: una tierra gobernada por cuatreros y narcos y latifundistas donde la historia de los últimos cincuenta años se cuenta con nombres de cárteles: Los Licenciados, los Ganaderos, los del Coque, los Cachiros, los Grillos… Colón es la provincia donde se encuentran todos los males de Honduras.
Para llegar aquí desde la capital, Tegucigalpa, hay que tomar la carretera hacia Olancho y después desviarse en una y otra y otra calle más. Siete horas de caminos entre densa vegetación hasta alcanzar el primero de dos retenes policiales que marcan la entrada a Tocoa, principal urbe de Colón.
La ciudad es epicentro de las dos regiones contiguas, pero distintas, que forman la provincia: el valle de Aguán y sus palmas y pastizales y conflictos por la tierra; y la costa garífuna, a pocos kilómetros, un corredor principal del narcotráfico que ingresa por aire o por vía marítima desde América del Sur y continúa su camino por tierra hasta México.
Ubicada al sur del río, Tocoa es hogar de unas cien mil personas, entre ellas la familia del diputado saliente Óscar Nájera. Es una ciudad de calles polvosas que presume su inserción en el mundo globalizado con un Wendy’s y supermercados y boutiques y un centro comercial.
Visité Tocoa en septiembre pasado y me hospedé en el San Patricio, un hotel a tres cuadras del parque que cuenta con una pequeña piscina, en la que chapoteaban unos niños. A su alrededor colgaban carteles que indican que está prohibido fumar en esa área, usar cremas bronceadoras y meterse a la piscina con armas de fuego.
La plaza central es un parque con juegos para niños –en los que hay niños jugando–, rodeado por la iglesia y la alcaldía, con grandes árboles que sirven de sombra a vendedores ambulantes de joyas, cinturones, protectores de teléfonos, cargadores, ropa, fruta y agua.
–Aquí la vida es tranquila –me dijo uno de los vendedores-. Casi siempre.
–¿Qué tan “casi”?
–A veces se pone caliente, pero hace días que está tranquilo. Mire a los niños. Aquí es sano.
–Ahorita
–Sí, ya tiene días así.
–¿Desde cuándo?
–Desde que se fueron los señores aquellos, ya no hay mucho por aquí. En otros barrios sí hay problemas, pero es cosa de no ir para allá.
3.
Los señores aquellos son los hermanos Rivera Maradiaga, jefes del llamado Cartel de los Cachiros y señores de Tocoa hasta 2015 cuando se entregaron a la justicia estadounidense. Para entonces, según las autoridades de ese país, el cartel controlaba el 90 % del narcotráfico aéreo en Honduras.
Ese fue el último de los grandes cárteles en caer. Los hermanos Rivera están presos en Nueva York, pero el cártel aún opera en Colón. La droga sigue entrando muy oronda por la costa o aterriza entre las plantaciones de palma.
Los pobladores de Colón llevan décadas viviendo bajo el control de los señores de la droga o los señores de la palma. Lo normal en las zonas controladas por el narcotráfico, en Honduras o en Guatemala o en México o Colombia, es que las autoridades (policías, militares, alcaldes, regidores y hasta bomberos) o no se meten con las organizaciones criminales o trabajan para ellas. O son una organización criminal. Esto pensé cuando pasamos los dos retenes policiales para entrar a Tocoa.
El pasado 6 de noviembre, la policía militar capturó a seis agentes de la Dirección Policial de Investigaciones en una casa del barrio Tamarindo de esta ciudad. Resguardaban 50 kilogramos de cocaína. Los policías, dice la nota, días antes realizaron un operativo en la aldea costera de Limón, a pocos kilómetros de Farallones, contra una banda de narcotraficantes a los que les “decomisaron” la coca. Pero aquel no fue un operativo oficial sino un tumbe para robar, no para decomisar, la droga de los narcos.
La prensa local informó que los policías detenidos son investigados por vínculos con Los Cachiros. El cártel sigue activo.
Pregunté a varias personas en Tocoa qué pensaban de Los Cachiros, habida cuenta de que sus confesiones en Nueva York revelan un cártel violento que ejercía un férreo control sobre el narcotráfico.
Pocos se quejaron de ellos. No encontré a nadie que me dijera que estaba peor cuando ellos ejercían aquí sus dominios. Como si su ascenso y caída fuera un ciclo de la naturaleza.
El periodista Óscar Estrada, autor del libro Tierra de Narcos, me explicó las razones:
“Regiones como Colón no tienen cabida en el capitalismo moderno, salvo que se les inyecte un capital como el del narco. No hay otra manera de que los jóvenes, por ejemplo, se integren en el mundo. Por eso en Colón nadie se queja del narcotráfico. Lo único que les molesta es la violencia, pero no el negocio”.
Los hermanos Rivera Maradiaga fueron a Tocoa lo que el Chapo a Sinaloa, guardando todas las proporciones. Eran uno de los principales motores económicos de la zona: Tenían plantaciones de palma, empresas ganaderas, gasolineras, constructoras y bienes raíces. Con la inyección del dinero del narcotráfico, producían una actividad tal que alimentaba otros negocios como restaurantes, bares, hoteles, ventas de automóviles y tiendas de ropa.
Justo atrás de la Megaplaza, el principal centro comercial de Tocoa, hay un alerón de concreto inacabado. El esqueleto de un gran proyecto hotelero que nunca pudo ser terminado. Era también propiedad suya.
Miembros de la generación de narcos post Pablo Escobar, que lo conocieron por las series de televisión, Los Cachiros tenían incluso un zoológico, que visité hace algunos años, con una enorme colección de tigres albinos y una jirafa que por las mañanas se acercaba con su cuello estirado a desayunar en el balcón elevado de la habitación de los hermanos.
“Los Cachiros eran gente muy querida, muy respetados por el pueblo. Llegaban a los restaurantes y pagaban la cuenta de todos”, dice el diputado del partido Libertad y Refundación, Pablo Ramón Soto, recientemente reelecto al Congreso. “Los patronatos pedían colaboraciones y se las daban. Arreglaban escuelas. Todo lo que el gobierno no hace”.
Soto, uno de los cuatro diputados que representan a Colón en el congreso nacional, es una personalidad en Tocoa. Nos reunimos en una taquería en el centro; conversamos interrumpidos por meseros y comensales que se acercaban a saludarlo. Él llegó en un vehículo sedan, acompañado de dos de sus hijos y nada más.
-¿No teme por su seguridad?
-¿Por qué me pregunta eso?
-Porque no anda usted ni guardaespaldas ni camioneta blindada ni armas. Y estamos en Tocoa.
-El que nada debe, nada teme.
-Yo me sé otro refrán: los cementerios están llenos de valientes
– Me quisieran hacer ya me habrían hecho
Su fama le viene de antes de meterse a la política: durante varios años llevaba el noticiero en el canal local de televisión. Le pregunto cómo se ejerce el periodismo local en un lugar controlado por el narco.
-Ellos (los Cachiros) no me imponían ningún límite. El periodista se autocensura cuando el pellejo de uno está en peligro. Hasta tiraba líneas discretas para defenderlos”.
-¿Cómo puede hablar de cariño y respeto sobre unas personas de las que teme que, si dice algo equivocado, le puede costar la vida?.
-Es que… Aquí, en Tocoa, que ellos fueran narcos es algo normal. Aquí la gente decía: a nosotros no nos afecta más que para bien. Aquí no había ningún político que no recibiera de ellos para sus campañas. Vivíamos una ‘normalidad’, entre comillas. Andaba mucha gente armada pero no se metían con uno… Los Cachiros no eran una organización violenta.
-¿Cómo no? Uno de los hermanos Rivera Maradiaga confesó haber participado en el asesinato de 78 personas.
-Ellos eran violentos en sus negocios. No con el pueblo.
Después de que se hiciera público que la justicia estadounidense los buscaba, los hermanos Devis Leonel y Javier Rivera Maradiaga pactaron su entrega a la DEA, antes de que alguien los asesinara para evitar que hicieran justo lo que hicieron al llegar a suelo norteamericano: acordar con la justicia de ese país una reducción de su pena a cambio de información y servir de testigos en los juicios de otros acusados. Sus testimonios han contribuido a entender cómo funcionaba (y funciona) el narcotráfico.
Sus confesiones involucran a políticos desde el nivel local hasta tres de los últimos cuatro presidentes del país; altos mandos militares y policiales; y los hombres más ricos de Honduras. Han aportado información clave para la condena de Tony Hernández, hermano del aún presidente Juan Orlando Hernández; y de Fabio Lobo, hijo del ex presidente Porfirio Lobo; así como de los empresarios Yankel y Yani Rosenthal, miembros de la familia más rica del país, que confesaron lavar dinero para el narcotráfico; es decir, para ellos; y a varios oficiales policiales y militares.
Las pistas clandestinas también son lugares en los que convergen las dos regiones de Colón: la costa caribeña y las plantaciones alimentadas por el Aguán.
En estas plantaciones, la mayoría de ellas pertenecientes a la familia Facussé, una de las más poderosas de Honduras, y a los agroindustriales René Morales y Reynaldo Canales, hay desde hace varias décadas un conflicto por la tierra entre terratenientes y campesinos que se ha vuelto muy violento.
En estas plantaciones también, entre las palmas africanas, se esconden pequeñas pistas de aterrizaje que son utilizadas por el narcotráfico. Recientemente, el periodista estadounidense Jon Lee Anderson, de la revista New Yorker, sobrevoló la zona con uno de los miembros de la familia Facussé y vio las pistas. El empresario, Miguel Facussé, admitió que los narcotraficantes construían pistas en algunas de sus propiedades, pero negó haberlas autorizado.
Nadie que haya leído la historia de Anderson en Colón se habrá sorprendido de las revelaciones. Si los grandes señores del departamento son los narcotraficantes y los terratenientes, lo extraño sería que no tuvieran ninguna relación entre ellos. O que no establecieran, al menos, reglas claras de convivencia para no terminar todos muertos.
En 2015, la DEA apretaba en la zona porque andaba tras los Cachiros y tras la familia presidencial y tiraron una red tan amplia que les permitió seguir pescando en la corte de Nueva York. En el juicio contra Antonio “Tony” Hernández, el hermano del presidente, uno de los Cachiros reveló que movían la droga con ayuda del diputado Óscar Nájera, quien coordinaba con ejército y policía el traslado de retenes para facilitar el paso de la droga. Eso fue el origen de las sanciones contra el congresista y su inclusión en todas las listas de corruptos. Ya en la administración Trump, el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, designó a Óscar Nájera en la lista de personas sancionadas. Pompeo dijo: “Nájera se involucró y benefició de corrupción pública relacionada con la organización de narcotráfico Los Cachiros”. Pompeo también incluyó en la lista a uno de los hijos de Nájera, Óscar Roberto. Eso fue en 2017. Nájera ganó por amplio margen la siguiente elección para diputado por Colón.
4.
“A mí, Pompeo me la pela”. Esa respuesta, en televisión, le valió al diputado Óscar Nájera el más mentado de sus apodos: El diputado Melapela. Nájera desafió al secretario de Estado norteamericano a que mostrara pruebas de sus acusaciones. Lo más decente que le dijo fue “mentiroso”. Pompeo había cometido un grave error al incluir en su lista de sancionados al hijo de Nájera, quien murió ahogado en el año 2015. No había siquiera lugar a una confusión con otro de sus hijos, porque los dos mayores ya habían muerto también: uno asesinado en 1992 y el otro en un accidente, pocos años después.
Nájera parece de esos jugadores de póker que redoblan su apuesta sin importar lo que tienen en la mano. Contrario a lo que dictaría el sentido común -y contrario a lo que hicieron todos los políticos de Honduras cuando iniciaron los juicios en Nueva York contra narcotraficantes hondureños-, él no se distanció de Los Cachiros ni entonces ni después, cuando apareció su nombre en todas las demás listas. Continuó declarando que conocía a los hermanos Rivera Maradiaga desde pequeños y que eran amigos. Y lo sigue diciendo a quien se lo pregunte.
En agosto pasado, ya en campaña por su reelección, le pedí una entrevista y aceptó, siempre y cuando fuera en persona. Le llamé una semana de mediados de septiembre para decirle que estaba en Tocoa y que deseaba verlo. “Llámeme el miércoles”, me dijo. Le recordé que el miércoles era 15 de septiembre, justo el día de la celebración del bicentenario de la independencia de Honduras. ¿No estaría ocupado ese día con actividades oficiales? “Mire, yo no soy historiador. Soy promotor de inversiones”, me dijo.
El miércoles por la mañana le llamé y me dio indicaciones incompletas para vernos: “Váyase para Trujillo y, cuando llegue, le llama a Varela. Le voy a dar el número. Él le dará indicaciones de allí en adelante”. Varela es su jefe de seguridad personal.
Trujillo está a hora y media de Tocoa, en la costa norte del país. El cambio del paisaje es absoluto, no solo porque se pasa en pocos minutos de los palmares a las ensoñadoras aguas caribeñas, sino por su población, mayoritariamente garífuna, y sus casas de madera con patios y balcones. Trujillo fue la primera capital de Honduras y aún conserva la fortaleza construida por los colonizadores españoles para defender su sitio de los ataques de piratas. Aquí está enterrado el filibustero norteamericano William Walker, quien gobernó Nicaragua en 1856. Depuesto y retornado a Estados Unidos, intentó volver a sus tiempos de aventuras con una incursión por Trujillo. Aquí mismo lo capturaron y fusilaron. Por su historia, su cultura, su música y gastronomía garífunas y por su belleza natural, Trujillo podría ser uno de los principales destinos turísticos del istmo centroamericano. Pero su difícil acceso y la falta de interés del gobierno central la mantienen en la decadencia de unas ruinas que casi nadie visita y que terminaron fuertemente golpeadas por las tormentas Eta e Iota hace un año. Trujillo sigue siendo la cabecera departamental de Colón, pero es un pueblo al que Tocoa ha robado el protagonismo regional.
Frente a la fortaleza, acompañado por el fotoperiodista Víctor Peña, llamamos a Varela. Nos dijo que llegáramos hasta donde termina la carretera y siguiéramos por la calle de tierra que lleva a Santa Fe. “Camine por allí varios kilómetros, hasta que vea a su derecha una entrada que dice NJOI”.
Esperábamos una casa de mar, pero lo que encontramos, al cabo de varios kilómetros por la calle de tierra, fue la entrada a un complejo que pertenecía a otro lugar: una rotonda y arcos de concreto de varios metros de altura, impecablemente blancos, enmarcaban la caseta de seguridad. Varela nos esperaba justo allí. Esperamos varios minutos hasta que el personal de seguridad de la caseta recibió autorización para nuestro ingreso, y seguimos a Varela por una calle de cemento con un cuidado camellón en medio. Desde abajo, al pasar junto a la primera loma, vimos a un hombre mayor en su piscina, calvo, bien alimentado, con un vaso en la mano, viendo hacia el horizonte. Era Nájera. Nos desviamos de la calle principal para llegar a la entrada de la casa. Abrió la puerta un mayordomo garífuna, uniformado con pantalón y chaleco negro con rayas doradas y un corbatín de palomita coronando su impecable camisa blanca. Se presentó con una sonrisa muy formal y nos dio la bienvenida. Nos sentamos en la sala, con muebles de cuero, adornada por un barco de madera y una enorme televisión. Frente a nosotros, a través de los ventanales, vimos a aquel septuagenario presumiéndonos todo su poder, de pie, en su piscina infinita, que se fundía en el horizonte con el mar Caribe. “El señor los está esperando”, nos dijo el mayordomo. En la piscina.
Lo saludamos desde la orilla y nos invitó a meternos. Rechazamos su oferta, aclarándole que no traíamos bañadores. Eso no era un buen argumento para el diputado. Él nadaba en ropa interior. De todos modos, nos quedamos afuera. Le pedimos permiso para tomar fotos y aceptó, “pero no me vayas a sacar en calzoncillos”.
De no haber sido por el broche prendado a su chaleco nunca habríamos sabido el nombre del mayordomo, porque Nájera le llamaba simplemente “mi negro” y le estiraba la mano cuando su vaso, de vino y hielo, se iba vaciando, lo cual sucedía cada pocos minutos. Eran las diez de la mañana.
-Pregunte lo que quiera, por donde quiera, no me va a agarrar.
-¿Agarrar? ¿Usted cree que yo he venido aquí a preguntarle si usted es narcotraficante?
-Es lo que preguntan todos.
-Yo ya sé qué me responderá si le hago esa pregunta. ¿Para qué se la hago?
-¿Y entonces qué me quiere preguntar?
-¿Cómo se hace política en una región controlada por el narco?
-Mire, lleguemos de una vez. Los Cachiros son mis amigos. Hoy todo mundo los niega, pero todos hacían negocios con ellos. Yo no los niego. Somos amigos.
-¿Cómo se hicieron amigos?
-¡Mi relación con Los Cachiros es pijuda! Antes todos andaban de perros falderos con ellos. Ahora nadie los conoce. Yo sí. Somos amigos desde que eran niños. Su papá era mi amigo. El que diga ahora que no era amigo de Los Cachiros es un cobarde. Yo era y sigo siendo amigo de ellos. Y se lo digo. Total: tengo más de 70 años, no me pueden extraditar jajaja. Yo les deseo lo mejor. Les aconsejé desde temprano que se entregaran. Uno no escoge a la familia, pero sí a los amigos. Si mi amigo es ladrón yo no lo voy a ir a señalar.
-Ellos sí lo señalaron a usted. Dijeron en una corte federal de Nueva York que usted movía los retenes policiales y militares para que ellos pasaran la droga.
-¿Pero qué quería que dijeran si están haciendo un trato allá para salvar el pellejo? A mí me metieron a esa lista las oenegés. Cuando se fueron, la mayoría de los candidatos se quedaron sin dinero.
-¿Y usted?
-Yo financié a la mayoría de los diputados del Partido Nacional del primer periodo de Juan Orlando Hernández. Con él, no. Con él no me llevo muy bien.
-¿Con el presidente?
-Sí, con él.
-¿Por qué?
-No, no, no. De eso hablamos otro día. Pero él y yo pensamos distinto. Yo invierto en dos cosas: en negocios y en lo social. Yo regalo mucho dinero.
-¿Y de dónde lo saca?
-Pues mire, yo he tenido muchos negocios. Era el mayor proveedor de carne de Honduras y ahora ando metido en proyectos de tierras. Calculo que gano unos $60 millones de lempiras al año. ¡Y he perdido muchísimo!
Nájera fue electo diputado por primera vez en 1990. Para entonces, ya llevaba diez años en puestos gubernamentales. Hijo de una familia de campesinos radicados en el Aguán, su estilo campechano y su sentido del humor le fueron abriendo paso. Es casi una caricatura de los políticos de estas regiones: pícaro, dicharachero, siempre con un chiste a la mano para responder a cualquier pregunta. Nájera es el alma de la fiesta y el centro de atención. Aprobó programas para la reforma agraria y terminó convirtiéndose en terrateniente, en esta zona que sirve desde hace cinco décadas de puente entre Colombia y México para los grandes carteles del narcotráfico.
El 2 de agosto de 2018, Nájera se convirtió en el primer hondureño señalado en la llamada Lista Engels, que prevé sanciones para centroamericanos señalados por el Congreso de Estados Unidos como corruptos o vinculados a actividades criminales. También está en la lista de sancionados por la Ley Magnitsky del Tesoro de Estados Unidos y hasta en una del Reino Unido. Pero en Colón ganó diez elecciones al hilo. Hasta esta.
Óscar Estrada, el periodista autor de Tierra de Narcos, sostiene que Nájera es uno de los políticos hondureños más importantes de la segunda mitad del Siglo XX y de lo que va del XXI. “Ha logrado reinventarse y se reconstruye a través de su relación con los militares, terratenientes y narcotraficantes. Es el señor feudal del departamento de Colón y lo sigue siendo”.
–¿Es usted el cacique de Colón, como lo llaman algunos?
-Yo no soy ningún cacique. Soy amigo del pueblo.
Nájera comenzó su carrera política en 1974. Tres años antes, el presidente estadounidense, Richard Nixon, declaraba el inicio de una “guerra contra las drogas” que medio siglo después no parece haber ganado muchas batallas. Esta guerra implicó no solo la prohibición de las drogas sino asistencia militar e incluso presencia de militares y agentes estadounidenses en los países productores o de tránsito. En 1973, Nixon fundó la Agencia de Combate a las Drogas, o DEA, que encabezó su guerra.
Honduras se incorporó al corredor del narcotráfico justo entonces, sirviendo de puente desde Colombia hasta Estados Unidos. El primer caso que mereció portadas de periódicos, y que reveló las dimensiones del narcotráfico en Honduras, fue el secuestro por agentes policiales de los esposos Mario y Mary Ferrari, empresarios y socios de militares, en diciembre de 1977. Sus cuerpos fueron encontrados meses después y los exámenes forenses determinaron que fueron asesinados a tubazos. Investigaciones posteriores, consignadas en el libro de Estrada, determinaron que su asesinato fue planificado en las oficinas de la inteligencia militar por el narcotraficante Roberto Matta Ballesteros, socio del colombiano Pablo Escobar. El matrimonio Ferrari era parte de la operación de Matta, junto con altos mandos militares hondureños.
Matta cayó preso algunos años después, tras participar en el asesinato del agente estadounidense Enrique González Camarena en México. Aún guarda prisión en Estados Unidos. Escobar terminó muerto en los techos de Medellín, huyendo de una unidad élite compuesta por agentes militares y policiales colombianos y agentes de la DEA. Pero la droga siguió pasando de Colombia a Honduras y de Honduras a México y de México a Estados Unidos. Y los agentes de la DEA y los militares mantuvieron su presencia en Honduras y los gobiernos estadounidenses mantuvieron su apoyo a los gobiernos hondureños para que les ayudaran a combatir a los sandinistas de Nicaragua y los militares hondureños seguían pasando droga. Y lo siguen haciendo medio siglo después, como ha quedado demostrado en los juicios de Nueva York.
-¿Qué piensa usted de la guerra contra el narcotráfico?
(Nájera se ríe. Su bigote cano se levanta. Arquea las cejas y luego las frunce. Mantiene la sonrisa. Señas inequívocas del sarcasmo. Responde con otra pregunta)
-¿Conoce usted a algún capo gringo que esté preso?
-¿Es Honduras un narcoestado?
-¡Sí, hombre! Lo que está a la vista ni se pregunta.
Miro a mi alrededor. Lo único que parece incorruptible aquí es el mar que se pierde en el horizonte. Lo demás, esta piscina y esta casa y este diputado cacique y este mayordomo garífuna y Varela y lo de aquí para la izquierda y para la derecha y para atrás, es Honduras. Eso que está a la vista y no se pregunta.
Ya llevábamos más de media hora de conversación, y varios vasos de vino con hielo vaciados por el diputado y rellenados por el mayordomo, cuando Óscar Nájera me hizo saber que me había investigado. Le pregunté de dónde sacaba la información sobre mí, que era parcialmente cierta.
– Tengo quién me cuente cosas en El Salvador y en Honduras. Solo en Tocoa tengo mil teléfonos.
-¿Y qué le dicen por esos mil teléfonos?
-Todo me cuentan. Ayer me enviaron la foto de un tipo al que le cortaron el pene. Había violado a un niño de cuatro años. Les dije que por qué no le quitaban la (cabeza) de arriba.
-¿Y qué le respondieron?
-Me dijeron que ya lo habían matado. Más tarde le enseño los mensajes que están en otro teléfono.
Nájera nunca me enseñó esos mensajes y no pude confirmar que lo que me decía era cierto. No lo sé. Pero yo me pregunté, y me sigo preguntando, por qué el diputado Óscar Nájera, que se tomó la molestia de investigarme, decidió contarme algo así; por qué un político que se dice representante del pueblo, amigo del pueblo, un hombre de origen humilde y campesino, tomó deliberadamente la decisión de recibirme en su piscina en una residencial exclusiva, con vista al mar caribe, bebiendo desde las diez de la mañana, con un agente de seguridad en la sala que en la cintura lleva visible una nueve milímetros, y con un mayordomo garífuna uniformado llenándole el vaso de vino cada diez minutos. ¿Qué imagen pretendía darme?
“Me recordó al señor Candie y a Stephen, su mayordomo negro”, me dirá después Víctor Peña. Se refería a los personajes de la película
Django, interpretados por Leonardo Di Caprio y Samuel L. Jackson.
5.
Hace siete años, Nájera propuso una ley para prohibir la portación de armas en el departamento de Colón, que fue aprobada por mayoría simple en el Congreso.
Para entonces, en el Bajo Aguán había una pequeña guerra civil entre campesinos pobres que pretendían tomarse y defender con armas la ocupación de tierras productivas y los grandes productores de palma que evitaban la usurpación de sus tierras con un ejército de guardias privados. El conflicto había dejado ya medio centenar de muertos en ambos bandos.
Prohibir la portación de armas no parece una mala idea allí donde hay sociedades violentas, pero solo 66 de los 122 congresistas hondureños la aprobó. Suficiente para que entrara en vigor. Aquellos que se negaron dijeron que las leyes solo desarman a los legales porque los criminales siempre consiguen armas.
En el Bajo Aguán, la ley volvió delincuentes a los campesinos que portaran armas y permitió su detención, pero no a los cientos de elementos de seguridad privada que custodiaban las plantaciones de tres terratenientes: Facussé, René Morales y Reynaldo Canales. La ley tampoco desarmó a los narcotraficantes que de todos modos ya vivían en la ilegalidad.
La ley sigue vigente, también las armas. Con una tasa de 56 homicidios por cada 100,000 habitantes, Tocoa duplica el promedio nacional y es más violenta que ciudades consideradas las más peligrosas de Centroamérica, como San Pedro Sula o La Ceiba.
A Esly Banegas la capturaron en 2005 por usurpación de tierras. Era entonces líder de la Coordinadora de Organizaciones Populares del Aguán, COPA, que reúne a las organizaciones de campesinos, y denunciaba activamente asesinatos de campesinos organizados. Solo estuvo detenida un día porque cientos de campesinos cerraron carreteras demandando su liberación. Un año después asesinaron al presidente del Movimiento Unificado de Campesinos del Aguán, José Ángel Flores. Cuatro hombres armados entraron a su casa, en Tocoa, y lo acribillaron.
“Desde 2011, hay más de 110 campesinos asesinados y 126 con medidas cautelares a su favor dictadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”, dice Banegas. “Pero de poco importa que tengan medidas cautelares. Al papá de mi hijo lo asesinaron con medidas, apenas unos meses después de que mi hijo fuera asesinado”.
Banegas llegó al Aguán en 1982 como promotora social del estado hondureño y desde entonces ha acompañado la lucha de los campesinos contra los grandes terratenientes. Labora en una pequeña oficina en una zona rural a las afueras de Tocoa, en las instalaciones locales del Instituto Nacional Agrario, rodeada completamente de palmas africanas. Se llega allí por veredas de tierra y se sale por un botadero de basura. Allí, con mucha paciencia, me explicó medio siglo de historia de las tierras del Bajo Aguán, desde el intento fallido de una reforma agraria en los años setentas.
Cuando ella llegó, en plena guerra fría, el ejército controlaba todo en Honduras y comenzaron las desapariciones de campesinos en el Aguán. “Eran dueños de las tierras, y con esta persecución se les presiona para que las vendan”, dice. Es un círculo vicioso que arrincona y mantiene en la pobreza al campesino y termina vendiendo sus tierras a los grandes latifundistas.
“Estamos ante una red de corrupción que se protege con militares y policías, que hoy van ampliando su explotación con proyectos de minería”, dice. “Tenemos que luchar por la tierra y luchar contra la minería. Es el mismo enemigo común. Vivimos en una zona militarizada, rodeados de policías y de un ejército de seguridad privada”.
Le pregunto por el papel del diputado Óscar Nájera en la reforma agraria, que él presume de haber contribuido a crear al inicio de su carrera política. Banegas, que raras veces se ríe, se ríe. “Él también tiene varias hectáreas de palma por aquí”.
Nájera admite ser productor de aceite de palma, propietario de la empresa Aceydesa que ha dejado en manos de una de sus hijas. “Pero jamás, jamás he sido socio de Facussé como me quieren endilgar. En nada”.
6.
Cuando Banegas habla de la minería, se refiere otro largo conflicto social en Colón, que ha provocado informes de varias instituciones de las Naciones Unidas, de organizaciones internacionales de derechos humanos y de protección ambiental así como de reportes de prensa, todos en defensa de grupos de campesinos y defensores ambientales.
Se trata de una concesión para la explotación de una mina de hierro en el sector Guapinol, en las afueras de Tocoa, otorgada a una empresa de Lenir Pérez y su esposa, Isabel Facussé, hija de Miguel Facussé, el hombre que administra las fincas de palma de la familia.
Al menos 32 campesinos opuestos al proyecto minero de Guapinol han sido criminalizados, seis asesinados y ocho permanecen en prisión.
El terreno a explotar se encuentra en el parque nacional Carlos Escaleras, que lleva irónicamente ese nombre en homenaje a uno de los campesinos asesinados en el conflicto de tierras de palma africana.
Y como en esta provincia de Colón se toman la mano la política, el narcotráfico y el acaparamiento de tierras y recursos naturales, los tres se han encontrado también en la mina de Guapinol.
Entre los defensores del proyecto minero se encuentra el alcalde de Tocoa, Adán Fúnez, del partido LIBRE. Fúnez también fue mencionado por los Cachiros en los juicios de Nueva York, en la misma audiencia en la que confesaron su relación con Óscar Nájera. Confesaron que le pagaban a cambio de “favores”.
Intenté por varias vías hablar con el alcalde antes, durante y después de pasar por su ciudad, pero nunca devolvió ni llamadas ni mensajes.
Pero hay un vídeo de 2016, en el que fue grabado hablando con los pobladores de San Pedro Guapinol. “Esas concesiones (mineras) aquí, en el sector San Pedro, eran de Javier Rivera Maradiaga. No creo que ustedes, siendo amigos de Javier Rivera, no se dieran cuenta de esas concesiones”.
El alcalde es acompañado en la mesa por varias personas, entre ellas José Ángel y Efraín Rivera Maradiaga, hermanos de los dos capos presos en Estados Unidos. Al momento del vídeo, los Cachiros tenían un año de haberse entregado y aún no rendían sus explosivos testimonios. Efraín Rivera Maradiaga sería detenido dos años después, en Tocoa, acusado de lavado de dinero.
Pero aquel día, el alcalde confesó su amistad con los Cachiros, intentando que eso ayudara a la comunidad a desmontar su oposición al proyecto minero. “Esa concesión que tiene EMCO (la empresa del matrimonio Pérez-Facussé) era de Javier Rivera, amigo de ustedes y amigo mío”. No le alcanzó para convencer a la comunidad, que sigue en pie de guerra contra la minera.
Fúnez fue reelecto alcalde de Tocoa en 2017, cuando ya los Cachiros habían testificado que le pagaban a cambio de “favores”. También ganó las recientes elecciones, porque él pertenece a LibRe, el mismo partido de la presidenta electa, Xiomara Castro.
7.
Las elecciones generales del pasado 28 de noviembre labraron una derrota histórica para el gobernante Partido Nacional hondureño. A pesar de que el presidente Juan Orlando Hernández, de ese mismo partido, no tuvo escrúpulos en volcar a todo el aparato de estado para favorecer a Nasry Asfura, el candidato nacionalista que perdió la presidencia ante la opositora Xiomara Castro, por más de 20 puntos. Pero no fue todo: el Partido Nacional perdió la tercera parte de sus curules en el Congreso y la mayoría de las alcaldías del país.
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