lunes, 23 de diciembre de 2019

Violencia en imágenes


Rebelión

Por Antonio Lorca Siero

En estos tiempo en los que la violencia, la apología de la violencia o el simple pensamiento violento quedan excluidos del panorama existencial, no solamente mediante decreto de los poderes públicos, sino por la propia conciencia colectiva, resulta que esa violencia reprobada campea a sus anchas en las imágenes servidas por arte del cine y la televisión. Paradoja, pura paradoja, pero nadie dice nada, porque está en juego eso tan importante que es el dinero de los productores del espectáculo.  
Antinomia no solo en lo que afecta a la misión de los guardianes del orden público, sino en el caso del propio sistema capitalista, que formalmente basa su poder en la no violencia física —aunque se reserve la violencia económica—, en cuanto que algunas de sus empresas se entregan en mayor o menor medida a lo que debiera entenderse como apología de la violencia. Ambos se muestran tolerantes, probablemente en la creencia de que aquello no sale fuera de las pantallas, porque se trata de pura fantasía en el caso de la cinematografía, aunque no tanto en los documentales e informativos, y es inofensivo. Parece ser que les conviene ignorar que más allá del sentido comercial de las imágenes, hay que acusar una influencia acusada en el comportamiento de los individuos afectados de cierta debilidad mental. Tal postura deja claro que en las cosas que afectan al mercado lo primero es el negocio, pero no debiera serlo a costa de herir la sensibilidad de los espectadores.

El cine, aunque menos conservador que lo que se exige a la televisión, nunca ha dudado en hacer apología de la violencia, aunque fuera con cierto sentido moralizador en algún momento. En otras épocas, los héroes de las películas exhibían una violencia justa en términos valorativos del momento, frente a los villanos, que representaban la cara opuesta de la misma violencia, haciendo de ella algo detestable e innecesaria no en sí misma, sino ejercida por determinadas personas. Pero con una u otra etiqueta, de violencia buena o mala, estaba ante los ojos de los espectadores, a la vez que para entretener para ilustrar. En ambos casos no había que despreciar, sin perjuicio de la parte del entretenimiento, el aleccionamiento que pudiera consistir en acceder al supuesto bien desde la pura violencia del signo que fuera. Hoy sobra cualquier intento de moralizar, porque todo se reduce a simple violencia gratuita para animar la demanda del producto comercial.

Quienes han tenido y tienen la patente de la violencia cinematográfica por estas latitudes han venido siendo algunas productoras de cine americanas —aunque hay otras más cercanas que facturan productos similares, pero sin demasiado éxito—. Las películas made in USA puede decirse que forman parte de la cultura nacional y entre las más señaladas se encuentran aquellas con un trasfondo violento. No está claro si esto es por su desarrollado sentido de la violencia, acaso con fines ejemplarizantes, o simplemente porque la industria de aquí es rehén de ese mercado de ocasión. Aunque dudoso, podría entenderse que, lejos de verse solamente negocio, hubiera arte en la violencia, pero activar la adrenalina de los mirones a base de pistolas, ametralladoras, sangre a raudales, interminables carreras promoviendo violencia sobre ruedas, sádicos asesinos en serie y otras bestialidades a discreción, hacen desmerecer cualquier tentativa de aproximación al arte. En esto de la violencia parece que cierta audiencia procura buena acogida a semejantes bodrios y paga su entrada por ir a verlos. No obstante, una acertada promoción es fundamental en los tiempos de la publicidad, muchas veces basta con inflar el globo para que la masa acuda a ilustrarse en violencia virtual e, inspirada en ella, no dude en practicarla en vivo y en directo.

Huelgan las monsergas sobre el particular, lo verdaderamente decisivo para el fabricante de falacias es que todo aquello vende; de sus consecuencias no se hace responsable. Mientras los encargados del orden entienden, en interés de la economía patria y de las buenas relaciones internacionales, que las imágenes cinematográficas son inofensivas en sí mismas. Quizá lo sean, pero hay otra parte a considerar, la condena a verlas es una pesada carga que acaba siendo irritante. Claro está que siempre cabe salir corriendo y olvidarse de que existen, aunque te persigan los rótulos.

Muy distinto es cuando esa violencia peliculera entra en el domicilio. La televisión, que suele irrumpir directamente en las casas, ni ha renunciado a la violencia de las imágenes, porque la exhibe en películas y series, ni tampoco la oculta en otros espacios. Si hablamos de documentales, a veces incluso de informativos, aquella vieja coletilla de herir la sensibilidad del espectador casi ha caído en desuso, porque a base de respirar violencia de película la otra puede parecer hasta inofensiva. También rehén de la producción USA, la televisión tiene que asumir hacer publicidad de esa violencia gratuita. Por una parte, para no indisponerse políticamente dejando de comprar el producto y que la indisposición traiga consigo represalias arancelarias del otro lado. Por otra, en su propio interés económico.

Es sabido que cualquier material audiovisual, si está manoseado, se puede adquirir a precio de saldo por lotes. Cuando se trata de obtener beneficios del negocio para repartir dividendos, está claro que hay que afinar en los gastos. Si hay que atender, con en el caso de la televisión pública, a que cuadre el presupuesto estamos en las mismas. Se trata de procurar horas de televisión barata, a base de repeticiones o películas de formato caducado, a precios de ocasión, para que cuadren las cuentas y permitan compensar los desequilibrios de la disparada partida de los gastos de personal. Al hacerse dependiente del bajo coste por pura necesidad comercial resulta que también hay que caer en la espiral de las imágenes violentas, porque ofrecen buen precio de mercado y hasta cierta audiencia. Lo de la inteligencia y la doctrina de la no violencia son otra historia que parece no ir con una televisión necesitada de ajustes presupuestarios. Por otra parte, no conviene olvidar que, además de ahorrar por un lado, para gastarlo por otro, en el plano económico se trata de colaborar con la competencia de pago. Como viven del mismo negocio, no hay que ser avaricioso y pretender monopolizar todo el pastel. Se debe dejar para aquella una parte del dulce, atendiendo a lo de cierta actualidad en materia de divertimento y posible calidad, en definitiva de interés. Está pensado para que los espectadores que no pagan, aprovechándose de la gratuidad de lo público, vayan haciéndose a la idea de pagar o emigrar al otro lado. Por lo que parece, no resulta suficiente pago sufrir las repeticiones cinematográficas y otros espacios de imágenes violentas, animados por anuncios publicitarios, porque aunque se diga que en el sector público no se emiten, ciertamente sucede lo contrario.

Resulta incoherente educar al personal en la no violencia, ya no solo de género, sino de especie y luego calentarles los cascos con tiros, sangre, sadismo y burradas, por simples intereses comerciales. Eso de informar e ilustrar a través de las imágenes puede ser acertado, pero no es preciso abusar de la violencia gratuita ni por motivos económicos ni otros motivos. Pero seguimos anclados en el mismo punto, el negocio es el negocio y quien manda es el dinero. Los que están en la onda tienen que echar mano de lo que produzca beneficios para el negocio sin demasiados miramientos y aquellos parecen encontrarse, por unos u otros motivos, también en exhibir imágenes de violencia. 


No hay comentarios: