sábado, 7 de diciembre de 2019

El fin del muro: La ocasión perdida



Por Rafael Poch de Feliu

Los alemanes llaman “pacífica revolución” al proceso que concluyó en la reunificación nacional de 1990. Aquel hito de la historia europea puso fin a un drama nacional y a una anomalía continental: la separación de seres humanos y parientes de una misma nacionalidad por razones de Estado, la división de una gran nación que se unificó a finales del XIX, en 1871, y la ausencia de libertades esenciales. Es natural que treinta años después de 1989, muchos alemanes celebren aquella normalización nacional, porque hay motivo, e incluso que se haga leyenda de ella.
Los alemanes, especialmente los del Este que fueron los únicos que ejercieron su ciudadanía frente al Estado, pueden sentirse orgullosos de muchas cosas. Pueden sentirse orgullosos, y esto hay que decirlo bien alto, de que su dictadura cayera sin disparar, lo que fue un mérito tanto de los gobernados como de los gobernantes. Podía haber habido un Tiananmen en Leipzig, Dresde o Berlín Este, y no lo hubo.

Pero treinta años son ya un plazo considerable para hablar con cierta sobriedad y distancia de las cosas, y más allá de las leyendas, la simple realidad es que el magnífico movimiento social de los alemanes del Este, que la perestroika soviética puso en marcha y que determinó que las autoridades de la RDA abrieran el muro y accedieran a la quiebra de su régimen pacíficamente, contribuyó a una Europa más capitalista, conservadora, e incluso militarista en un sentido no de guerra fría sino de intervencionismo “caliente”.

Podía haber sido de otra forma, pero el caso es que tal como se hizo, la reunificación esquivó todos los escenarios que podían haber hecho a Europa más social, más independiente y más moderna desde el punto de vista de su contribución a un mundo viable, es decir más alejado de la guerra y del imperio. Eso también fue responsabilidad compartida de gobernados y gobernantes.

Paisajes floridos

Pasada su gesta instantánea que derribó la dictadura, el movimiento del Este no fue capaz de formular, y mucho menos de presionar para intentar realizar, un programa político, más allá del inicial “somos el pueblo” y del siguiente “somos un pueblo”. Los disidentes e intelectuales de Alemania del Este no tenían, obviamente, experiencia política -la gran diferencia con los polacos curtidos por una larga tradición de resistencia activa- y no fueron capaces de proponer nada sólido a una población que se rindió a lo que el posteriormente Ministro del Interior Otto Schily designo como “los plátanos” (“Bananen”): las luces y expectativas de una rápida mejora material, hábil y rápidamente cocinadas por los veteranos políticos de la derecha empresarial de Bonn. Esa expectativa fue lo que determinó la victoria de la derecha en las primeras elecciones libres de la RDA de marzo de 1990.

El entonces Canciller alemán, Helmut Kohl, prometió a los alemanes del Este “paisajes floridos”(blühenden Landschaften) y los realizó en un primer momento, por lo menos en la imaginación, al establecer en mayo la paridad 1-1 entre el deutsche mark y el marco del Este para ahorros de 6.000 marcos (una fortuna en la RDA, y dos meses de sueldo de periodista de la RFA de entonces) y de 1-2 para patrimonios más altos. Los alemanes del Este se sintieron como si les hubiera tocado la lotería. En aquella euforia cargada de promesas de abundancia, se disolvieron los programas y discursos, mayoritariamente verdes y socialistoides, que manejaban sus líderes civiles, escritores, intelectuales y disidentes.

Recordemos que el “Neues Forum” abogaba por una “fuerte participación de los trabajadores”, la “Initiative für Frieden und Menschenrechte” quería, “estructuras descentralizadas y autogestionadas”, la “Vereinigte Linke” proponía un “control colectivo de los trabajadores sobre las empresas y la sociedad” y hablaba de una “socialización de verdad” en lugar de la “socialización formal-estatista”, y que el SPD del Este decía cosas semejantes. El gobierno de transición de la RDA creó una institución fiduciaria (“Treuhandanstalt) en cuyas manos se puso la administración de toda la propiedad del país con la misión de “mantenerla para el pueblo de la RDA”.

Todo eso fue barrido por las elecciones, y, dos meses después, en junio de 1990, el primer gobierno electo del país, ya dominado por los satélites de la CDU de Helmut Kohl, convirtió el Treuhandanstalt en un aparato para la privatización, vía restitución (a antiguos propietarios) o venta, de la propiedad pública. Una posibilidad de tercera vía socializante, fue convertida, sin la menor consulta social, en mera restauración del orden anterior a la existencia de la RDA mediante la privatización del patrimonio nacional. En esa restauración los alemanes del Este, antiguos teóricos coopropietarios del pastel, fueron excluidos y desposeídos, lo que Schily calificó de “gigantesca expropiación”.

Las grandes empresas y consorcios como Bayer, BASF, Siemens o el Deutsche Bank, todas ellas enriquecidas con el trabajo esclavo durante la época nazi y expulsadas de la RDA, regresaron a sus antiguos cortijos.

El cambio de Wir

Clave en todo el proceso fue el “cambio de Wir” (Nosotros). Lograr que un movimiento ciudadano que había comenzado reclamando su autonomía y soberanía frente al estado al grito deWir sind das Volk (Nosotros somos el pueblo), acabara destruyendo aquella proclamada autonomía y soberanía bajo el lema nacionalista-reunificador Wir sind ein Volk (Somos un pueblo). Aquel cambio fundamental, que abrió la puerta no a la reunificación, sino a una anexión de un sistema por otro, fue inducido por una formidable y sistemática campaña llevada a cabo por la derecha del establishment de Alemania occidental.

“Wir sind das Volk, gritan hoy, Wir sind ein Volk gritarán mañana“, adelantaba el Bild el 11 de noviembre de 1989, dos días después de la caída del muro. Ese diario y la dirección de la CDU orquestaron la masiva difusión de la campaña bajo el nuevo lema, con decenas de miles de carteles (se pegaron 80.000 solo en Erfurt en una sola noche), 400.000 pegatinas y 100.000 discos y casettes con discursos de Helmuth Kohl. Su impacto fue importante y los alemanes del Este, ni el SPD, tenían nada que contraponer a aquello.

La Alemania que no pudo ser se cambió por los plátanos, por la garantía inmediata de un consumo resplandeciente. El escritor Ingo Schultze dice que, “hubo una oferta maravillosa que se impuso sobre cualquier consideración crítica”. La escena recuerda a la de aquellos blancos coloniales que cambiaban collares de cuentas y espejitos por oro y marfil a los primeros nativos africanos. La economía alemana aun arrastra algunas serias consecuencias de aquello. La sociedad también: el amargo sentimiento de desposesión y desencanto que expresa aun hoy una parte considerable de los alemanes del Este, es resultado… Pero la jugada de una reunificación sin fisuras para la derecha triunfó. Y de eso se trataba.

Para 1994, 8.000 empresas del Este, que ya estaban en manos de “inversores privados” del Oeste, habían sido cerradas o adquiridas a precio de ganga, y 2,5 millones de alemanes del Este se habían quedado sin trabajo porque el tejido industrial de su antiguo país había desaparecido. Los medios de comunicación quedaron en manos de los grandes consorcios mediáticos occidentales propiedad de magnates, vía la implantación de sus empresas en el Este o bien comprando los diarios del Este.

La posibilidad de una nueva Alemania, con una nueva constitución que aboliera la vigente prohibición de huelga política o la existencia de una policía política en el oeste, el BFV, una Alemania sin tropas americanas, sin armas 
nucleares y sin pertenencia a la OTAN -lo que habría acabado definitivamente con esta organización y con la subordinación histórica de Europa a Washington- y que abriera la puerta a nuevo “Modell Deutschland” con determinadas concesiones del capital a un orden más social en la nación a cambio de la reunificación nacional, todo eso, se arrojó como un anillo al agua.

La cuestión fundamental de toda revolución es la cuestión de la propiedad. Para valorar las revoluciones europeas que el año 1989 abrió, hay que fijarse en lo que pasó con ella. A tenor de los resultados socio-económicos del movimiento social alemán oriental de 1989/1990, es obvio que no se puede hablar de “revolución”, sino más bien de un intento fallido de reforma que siguió a una exitosa quiebra de dictadura que no habría tenido lugar sin el sorprendente cambio en el centro imperial (Moscú). Sin llegar a niveles rusos, las “privatizaciones” en Europa del Este dispararon el robo, la especulación y la desigualdad en todo el continente hasta niveles desconocidos, incluso en Alemania, donde el número de millonarios aumentó un 40% en el oeste del país tras la reunificación.

Nuevo-viejo orden europeo

En el orden exterior, para Estados Unidos lo único importante de la reunificación era que “Alemania siguiera en la OTAN porque de esa forma la influencia de América en Europa quedaba garantizada”. Así lo afirma Condoleezza Rice, que entonces era consejera de la Casa Blanca para el tema alemán, en una entrevista de 2010 con Der Spiegel. Rice repite este punto en seis ocasiones, dejando bien claro que ese era el tema central de la jugada. “Lo que no fuera eso habría equivalido a una capitulación de América”, dice. Kohl sabía que garantizándoles la continuidad de la OTAN tendría a los americanos de su parte. Respecto a los soviéticos, simplemente, no tenían una política para sacarle partido a su histórica retirada de Europa central/oriental, de la que Alemania era el centro. Como explico en mi libro sobre la transición rusa, en Moscú se propició una “quiebra optimista del orden europeo”.

La retirada soviética fue espléndida en su sentido general, un ejemplo de ocaso imperial voluntario y pacífico, pero también completamente fallida en su negociación, a causa del optimismo intrínseco de Gorbachov y de la ausencia de concepciones o de voluntad para negociarlas en serio, como en el caso de la “casa común europea”, con un sistema de seguridad unificado “de Lisboa a Vladivostok”, etc. Con los soviéticos en ese estado, digamos, ingenuo, y los americanos asegurados en su única preocupación, las reticencias de franceses, polacos o británicos a la reunificación fueron pan comido para Kohl.

La mayoría de los alemanes, del Este y del Oeste -y esto lo reconoce el propio Kohl en sus memorias- preferían una Alemania fuera de la OTAN. Las encuestas de febrero de 1990 otorgaban un apoyo del 60% a ese escenario. Ni Moscú, ni las fuerzas políticas alemanas jugaron con eso y la ocasión se perdió. La consecuencia fue una guerra en Yugoslavia -en la que el ejército alemán efectuó su primera intervención militar exterior desde Hitler- cuyo sentido esencial fue dar razón de ser a una OTAN en paro. A partir de entonces la Unión Europea se afianzó como “ayudante del Sheriff” colaborando miserablemente en toda una serie de criminales necedades imperiales bajo la dirección de Washington. La participación militar europea contrasta mucho con la soledad que Estados Unidos conoció en la Europa de los sesenta y setenta durante la guerra de Vietnam, cuando hasta el Reino Unido se negó a enviar tropas.

Ocasión perdida

Algunos historiadores describen a Alemania como el país de las revoluciones fallidas por excelencia. Con su gloriosa reunificación de 1990, el país hizo honor a esa tradición. La reunificación tuvo lugar, pero su vector popular no impuso ningún cambio significativo de futuro en la nueva realidad y se dejó secuestrar por la derecha y los poderes fácticos del oeste cuyo programa era una restauración. El resultado de la anexión del Este, tanto a nivel alemán como continental, fue un más de lo mismo.

Todo el Este de Europa (excepto la Yugoslavia no alineada, lo que explica mucho por qué se promocionó desde fuera la desintegración nacional, que, desde luego, también tenía claros factores internos) siguió la misma pauta: por un lado las sociedades se liberaron y normalizaron en muchos aspectos, un bien indiscutible, pero el precio fue una hegemonía de las fuerzas conservadoras y una continuidad del orden subordinado posterior a 1945, ahora con una sola potencia, que explican mucho del lamentable aspecto que ofrece nuestro continente treinta años después.

“Con la anexión”, explica Yanna Milev, estudiosa de la unidad alemana,

se restableció el ‘espíritu alemán’ en toda Alemania y renacieron los patrones tradicionales de pensamiento y actuación en temas como el anticomunismo, la rusofobia y la tesis de la guerra preventiva. El fin del orden político de posguerra en Alemania y en Europa ha sido entendido como la abolición de la culpa alemana en la guerra de agresión y aniquilación, en particular en la guerra de “raza” y exterminio contra la Unión Soviética. Hoy, en el Este no hay lugar de recuerdo del terror nazi en el que no se recuerde al mismo tiempo el terror estalinista y post-estalinista en la zona de ocupación soviética y los “crímenes de la dictadura del SED”. No es sorprendente que en ese clima, el umbral de inhibición haya caído en tantas personas.

Privado del espantajo del “comunismo”, en Europa el sistema se hace más brutal y desinhibido. Si de él sólo dependiera, nos llevaría de regreso, y de un tirón, al siglo XIX en lo social y lo político (lo uno no va sin lo otro), prohibiendo el derecho de huelga, convirtiendo en aun más caricaturesco el actual pluralismo y regresando a viejas enfermedades europeas, que hoy asoman por doquier al calor de la crisis: racismo, desprecio del débil, egoísmo social…

Es verdad que podría haber sido peor, y no por casualidad hemos empezado con eso, pero también lo es, y eso es lo que importa de verdad de cara al futuro, que Alemania y toda Europa dejaron pasar, hace treinta años, una ocasión histórica para hacer las cosas algo mejor.

(Publicado en Ctxt)


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