sábado, 7 de diciembre de 2019

¿Está en ascenso el progresismo en América Latina?

Rebelión

Por Adrián Sotelo V.

Se han registrado triunfos electorales de fuerzas y coaliciones presuntamente de izquierda o centro-izquierda en México, Argentina, Bolivia, Colombia (elecciones regionales) y en Uruguay -aunque aquí el Frente Amplio no pudo evitar ir a una segunda vuelta electoral marcada para el 24 de noviembre donde las derechas de ese país tienen buenas posibilidades de ganar y arrebatarle el gobierno- junto con arribos al poder presidencial de la derecha en países como El Salvador cuyo gobierno del empresario de derecha, Nayib Bukele, acaba de expulsar a diplomáticos venezolanos por órdenes de Trump alineándose, de este modo, a las políticas que Washington despliega contra el progresismo y todo aquello que se oponga a su estrategia de dominación imperialista.
En países con gobiernos francamente neoliberales pro-norteamericanos como Colombia, Ecuador, Chile y Haití se registran ascensos muy importantes y significativos de las fuerzas y movimientos populares contra las políticas genocidas del FMI-BM impuestas por Estados Unidos con el contubernio de otros países imperialistas como Francia y Alemania. En Brasil, con un gobierno de derecha cuasi fascista, al parecer sólo se expresa el descontento social y la movilización por las fuerzas del Partido de los Trabajadores (PT) y otras afines a él muy centrados en la figura de Lula y en el pleito por su liberación y absolución al estar encarcelado desde hace ya más de un año y medio por presuntos delitos fabricados por personeros de la derecha, del poder judicial y, en particular, por el ex-juez Sérgio Moro, nombrado por Bolsonaro Ministro de Justicia y Seguridad Pública de ese país.

Sin embargo, existe mucha confusión al no definirse si la lucha es contra el neoliberalismo (como se plantea por ejemplo en Ecuador y Chile) o contra el capitalismo: muchos piensan que son dos realidades y conceptos distintos, siendo que, en la realidad global, es decir económica, política, social, laboral, cultural y ambiental, los dos se articulan con la salvedad de que el segundo sobredetermina al primero: en otras palabras el neoliberalismo es la etapa o fase actual del capitalismo histórico, como en el pasado lo fue el keynesianismo desarrollista con sus dispositivos estructurales cimentados en el fordismo-taylorismo de producción en masa. Este se agotó y entró en crisis por lo menos desde mediados de la década de los setenta del siglo pasado. Y en los ochenta, el llamado neoliberalismo fue impuesto por los gobiernos imperialistas de Estados Unidos e Inglaterra bajo el comando de los gobernantes y las fuerzas de la derecha internacional, todos impulsados por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

En América Latina esa política genocida se impuso a sangre y fuego, con la fuerza de las armas y de la represión en Chile mediante el golpe de Estado militar del general Augusto Pinochet contra el gobierno constitucional de Salvador Allende y se protegió y promovió por los sucesivos gobiernos “democráticos” que sucedieron al retiro formal de la dictadura, hasta la actualidad que, a sangre y fuego contra el pueblo chileno, lo mantiene el neoliberal presidente Sebastián Piñera -como por cierto lo hicieron sus antecesores, incluyendo a la ex-presidenta Michelle Bachelet, actual “Alta Comisionada de los Derechos Humanos” de la ONU- que ha desempolvado el Estado de Sitio (los moderados y la derecha le llaman de “emergencia“) para sofocar las tumultuarias e insurrectas movilizaciones del pueblo trabajador que exige al régimen fascista de Piñera la realización de una Asamblea Constituyente y la renuncia del presidente.

Generalmente los analistas circunscriben el progresismo a los gobiernos en turno que surgen de la contienda electoral y que son legales y legítimos en el marco constitucional. Es el caso de Venezuela, de Bolivia y, recientemente, de Argentina. Ecuador constituye una excepción al haber surgido el actual gobierno de elecciones democráticas impulsadas por Alianza País, pero que, una vez investido su presidente, Lenín Moreno, se quitó la máscara de “progresista” y sacó las fauces derechistas y, fiel al cumplimiento de los mandatos de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional, se dedicó a implementar políticas neoliberales privatizadoras contra el pueblo y los trabajadores, así como a encarcelar a sus otrora colegas de partido, ahora considerados como opositores y sus más fieros enemigos, empezando por el ex-presidente, Rafael Correa que acumula 29 juicios penales y permanece en Suiza acusado de múltiples “delitos“ fabricados por el régimen morenista; el ex-vicepresidente, Jorge Glas, quien purga cárcel por haber cometido presuntos delitos, también fabricados, y el ex-canciller del Ecuador, Ricardo Patiño, quien permanece en México en calidad de refugiado. Fueron estas acciones combinadas, pero sobre todo la aplicación de las fórmulas del FMI, lo que causó el gran descontento popular y el estallido social, ejemplarmente encabezado por el movimiento indígena aglutinado en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), contra el Decreto 883 también conocido como el “paquetazo económico” durante las jornadas de lucha y movilizaciones prácticamente en todo el país durante los días del 3 al 13 de octubre de 2019, que llevó al régimen a instaurar el estado de sitio y la represión hasta que dicho decreto fue retirado por el gobierno ante las crecientes movilizaciones populares.

Por lo tanto existe una estrecha ligazón entre el triunfo electoral de los candidatos que levantan programas de gobierno alternativos en alguna medida al modelo neoliberal y el apoyo que reciben por parte de la población para llevarlos a la práctica.

De lo anterior podemos sacar una primera conclusión. El progresismo, sin el apoyo y la movilización popular permanente, es un cascarón vacío y brinda todas las posibilidades de manutención del poder por la derecha o, bien, la conquista del mismo como ocurrió, en parte, con la Asamblea Nacional de Venezuela en 2015, o en Argentina cuando ganó con un estrecho margen el empresario Mauricio Macri.

Pero aún con el triunfo en la mano y la práctica política concreta, ese tipo de gobiernos no se proponen, implícita o explícitamente, transformar las estructuras del capitalismo, es decir, la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción; ni la institución jurídico-laboral de la explotación del trabajo por el capital. Más bien las mantienen incluso en contra de la voluntad de la población. En su lugar privilegian el colaboracionismo de clases y la alternativa de diálogo con las fuerzas opositoras cuyos delitos generalmente quedan en la impunidad.

Pudiéramos decir que lo que diferencia este tipo de gobiernos y prácticas políticas respecto al neoliberalismo son tres elementos. En primer lugar, una política exterior efectivamente más progresista -como muestra el caso mexicano con la reinstauración de la política externa de la no intervención en los asuntos de otros Estados luego del triunfo del presidente López Obrador, respecto a los regímenes anteriores de gobierno del PRI y del PAN completamente alienados a la política exterior norteamericana y al llamado Grupo de Lima contra Venezuela-. En segundo lugar, el hecho de proporcionar a la población y a los sectores más vulnerables asistencia y restitución de los derechos sociales abolidos por el neoliberalismo. Por último, se afianza la voluntad política de impulsar una integración latinoamericana más horizontal que, al mismo tiempo que solidifique los intercambios entre los países y las naciones, reivindique el sustento de la soberanía nacional frente al colonialismo y al imperialismo, principalmente norteamericano.

Pero el problema es que aquellos países y gobiernos que impulsaron reformas constitucionales, como es el caso de Bolivia, Venezuela y Ecuador, no lograron, o no pudieron, trastocar las estructuras del capitalismo, particularmente del dependiente y subdesarrollado, ni modificar la esencia del Estado capitalista que se mantiene como una entidad neoliberal reproduciendo los intereses y privilegios de las clases dominantes y de las élites reaccionarias (civiles, militares y clases medias acomodadas) que sirven de sustento a las fuerzas contrainsurgentes de la derecha y ultraderecha en América Latina y que generalmente se subordinan a los intereses y geopolíticas del imperialismo.

Si bien los gobiernos asumen un carácter popular en las coyunturas progresistas, no es el caso del Estado capitalista (neoliberal o no) que es una maquinaria de guerra permanente contra las masas populares y los trabajadores (por ejemplo el papel del ejército, de las fuerzas paramilitares, de las cárceles o del poder judicial), aunque en coyunturas excepcionales asuma una cierta autonomía frente a la lucha de clases y las desigualdades. Estas diferencias entre gobierno y Estado se ven muy claras en el Brasil de Lula, en la Argentina de los Kirchner, la Bolivia de Evo Morales e incluso en Venezuela, donde los aparatos del Estado capitalista se sobreponen al mismo gobierno progresista.

La alternancia entre el progresismo-neoliberalismo no va a resolver las profundas contradicciones del capitalismo por más que el primero acuse una cierta reactivación frente a la profunda crisis estructural que afrontan las sociedades en Chile, Ecuador, Brasil, Haití y otras como Panamá donde ya emergen las protestas estudiantiles contra el gobierno. Es necesario que, al impulso de las presiones populares y de las luchas sociales, los bloques progresistas radicalicen sus políticas y procesos para avanzar hacia una verdadera transformación estructural de sus formaciones económico-sociales y de sus modos de producción, que combatan no solamente el desempleo, la pobreza y la desigualdad, sino que, al mismo tiempo, avancen en la superación del capitalismo para poder estar en mejores condiciones de combatir el subdesarrollo, el atraso y la dependencia.

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