jueves, 25 de julio de 2019
Desafío al poder autoritario
Brecha
Por Marvin Barahona *
Militares en las calles, represión a las protestas, corrupción endémica y un gobierno heredero de un golpe de Estado y surgido del fraude electoral. El conservadurismo hondureño apuesta a la mano dura, pero no logra aplacar el descontento popular ni frenar la sangría migrante.
La coyuntura política de Honduras está llena de descontento, convulsión social, movilizaciones populares y represión gubernamental. El 24 de junio, en el contexto de las protestas más recientes, agentes de la Policía Militar del Orden Público irrumpieron en los predios de la Universidad Nacional Autónoma (Unah) y dispararon contra un grupo de estudiantes que había tomado las instalaciones universitarias en solidaridad con la Plataforma en Defensa de la Salud y la Educación, organizada para oponerse a la privatización de esos servicios estatales.
El resultado fueron tres estudiantes heridos de bala y una honda conmoción en la comunidad universitaria y la sociedad hondureña, que presenciaron la acción a través de imágenes capturadas con celulares por otros estudiantes. A pesar de que el acontecimiento logró un gran impacto mediático, los sucesos de ese día sólo fueron la continuación de acciones similares llevadas a cabo entre el 19 y el 20 de junio, tras las que se reportó la muerte de tres jóvenes, tal como denunció la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Un escenario agitado
La represión se desató poco después de las decisiones adoptadas por el Consejo Nacional de Defensa y Seguridad (Cnds), presidido por el jefe del Ejecutivo y conformado por los presidentes de los restantes poderes del Estado, el fiscal general y los ministros de Defensa y Seguridad. El consejo ordenó el despliegue de las fuerzas armadas para “garantizar el derecho a la libertad de locomoción, la protección de la propiedad privada y pública y la integridad de la población”, como medida punitiva ante las protestas que a diario se producen contra el gobierno. Los hechos que motivaron esa decisión no han sido esclarecidos por las autoridades, no obstante la gravedad que se le atribuyó a un conato de incendio en el edificio de la embajada de Estados Unidos, el incendio parcial de varias decenas de contenedores supuestamente pertenecientes a la trasnacional Dole en el noreste del país y el saqueo de algunas tiendas de electrodomésticos en la capital, Tegucigalpa, y en San Pedro Sula.
La crisis que prevalece desde finales de abril desembocó en la multiplicación de actos de insubordinación iniciados por empleados de la salud y la educación. Le siguió el paro declarado en junio por los Tigres, fuerza especial de la policía, en reclamo de mejores condiciones laborales y para exigir al Ejecutivo que cumpla con sus promesas. En el mismo contexto estalló una huelga del transporte de carga pesada, también en reclamo de que se cumplan los acuerdos suscritos con el Estado tras una huelga similar en 2018. En ambos casos, el incumplimiento dejó al descubierto uno de los ardides más recurrentes del gobierno para enfrentar los paros laborales: firmar acuerdos que no se propone respetar.
En junio de 2019, la oportunidad para que el transporte de carga pesada y un escuadrón de la policía paralizaran nuevamente sus actividades se presentó con la entrada en acción de la Plataforma por la Defensa de la Salud y la Educación, que reúne a varios miles de empleados de ambos rubros que se mantenían en paro desde finales de abril. Desde ese momento, la plataforma exigió y obtuvo la derogación de varios decretos ejecutivos. En ellos se contemplaban reformas que los agremiados rechazan, con el argumento de que se orientan a privatizar los servicios estatales de salud y educación y vulneran derechos establecidos en la Constitución. A pesar de que dichos decretos fueron derogados la noche del 31 de mayo, las protestas gremiales continuaron, ahora contra la ley marco de protección social, que, en opinión de los líderes de la plataforma, permite la privatización de los servicios públicos defendidos.
Las raíces del fracaso
Las respuestas del gobierno han sido principalmente tres: el discurso oficial que se afana en culpar de la crisis a la oposición partidaria y a organizaciones sociales como la plataforma, que llamó a un diálogo alternativo al convocado por el gobierno y está logrando un amplio respaldo popular; la represión y la amenaza de represión a las organizaciones gremiales, sociales y comunitarias adversas; el recurso al Consejo Nacional de Defensa y Seguridad como último medio para gobernar en los momentos más críticos.
La represión intenta disuadir la insubordinación colectiva, un acto intimidatorio contra todo intento de mantener movilizados en las calles a los opositores al gobierno. Esta labor disuasiva se venía concretando en el uso abusivo de artefactos, como las bombas lacrimógenas, lanzadas a granel contra los manifestantes, que por lo general responden arrojando piedras o devolviendo esas mismas bombas lacrimógenas. Sin embargo, en la coyuntura actual –como han denunciado las organizaciones sociales y populares– las protestas son reprimidas “con bala viva”. En consecuencia, ha crecido el número de heridos y muertos entre los manifestantes. A pesar del incremento de la represión, esta no logra su cometido esencial: frenar las protestas, pacificar las calles o aplacar el descontento popular.
El propósito de utilizar el Cnds como último recurso para maniobrar en la crisis es también cada vez menos eficaz para asegurar la gobernabilidad y sofocar las protestas que crecen día a día. Sin embargo, el secreto del fracaso militar no responde sólo a la capacidad de autodefensa o resistencia de las poblaciones reprimidas, sino además a la persistencia de innumerables focos de descontento acumulados durante el decenio inaugurado por el golpe de Estado del 28 de junio de 2009. Allí están las grietas que el golpe ensanchó en la sociedad y el régimen político, el fraude electoral en 2017 que facilitó la reelección de Hernández para un segundo mandato, el mal gobierno y la represión. A eso se suman los proyectos mineros y de represas hidroeléctricas, que motivan la defensa del territorio por una población organizada y desafiante del poderío del capital nacional y transnacional, la corrupción institucionalizada y la extendida imagen de ilegitimidad que tiene el gobierno. Con un caldo de cultivo tan fértil para la protesta, no es exagerado decir que hay más problemas capaces de convocar a la insubordinación popular que policías y militares aptos para reprimirla.
A diez años del golpe de Estado de 2009, el autoritarismo político y la conflictividad social en Honduras se conjugan en una coyuntura que recuerda y recrea otros escenarios de crisis vividos en esta década, determinados en primera instancia por el propio golpe y luego por la ilegítima y fraudulenta reelección que condujo al gobierno actual. Como señaló el historiador italiano Guglielmo Ferrero hace casi un siglo, “el despotismo, arbitrario y violento, es siempre consecuencia de la ilegitimidad” y, en virtud de ello, “la fuerza no sólo no puede estar nunca segura de imponer por sí sola la obediencia, sino que además tiende a provocar la revuelta”.
* Marvin Barahona. Historiador, doctor en ciencias sociales por la Universidad Católica de Nimega, autor de Evolución histórica de la identidad nacional y Honduras en el siglo XX. Una síntesis histórica, entre otras obras de contenido histórico y social.
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