miércoles, 31 de julio de 2019
Involución y resistencias. La nueva disputa por la hegemonía geopolítica
Por Decio Machado *
Antecedentes
El ciclo progresista se caracterizó por: a) el fortalecimiento/reposicionamiento de los Estados nación anteriormente reducidos a su mínima expresión durante el periodo neoliberal y en crisis, fruto del fenómeno de la globalización; b) el modelo extractivo de producción y exportación de commodities como base de la acumulación estatal, lo que se da en un periodo coincidente con los más altos precios de los que estos gozaron en el mercado internacional, lo que significó los mayores ingresos recibidos por la región en su historia republicana; c) la aplicación de políticas sociales compensatorias con base en los excedentes estatales producidos por la exportación de materias primas como eje de las nuevas gobernabilidades; d) la realización de grandes obras de infraestructura como pilar de la modernización de los Estados; e) la articulación de un discurso soberanista enmarcado en la construcción de un bloque regional que significó un notable impulso de organismos de integración tales como ALBA, UNASUR o CELAC.
En ese contexto cada uno de los elementos anteriores requiere de un somero análisis que permita explicar el fracaso del laboratorio político progresista latinoamericano.
En primer lugar, la nueva centralidad de los Estados frente a la sociedad devino en el debilitamiento de los movimientos sociales que habían sido los protagonistas de un periodo de convulsiones políticas y que entre 1989 y 2005 derribó a una docena de presidentes en diferentes países de la región. En la actualidad, la implementación de políticas agresivas contra los derechos adquiridos por las y los trabajadores por parte de lo que se ha venido en denominar como un nuevo periodo de reinstauración conservadora carece del nivel de resistencia y organización expresados por los sectores populares durante los momentos previos al ciclo progresista.
En segundo lugar, el modelo extractivo anclado en los hidrocarburos, la minería a cielo abierto y monocultivos como la soja fueron la clave del éxito económico y lo que permitió políticas sociales ancladas en transferencias monetarias hacia los sectores históricamente olvidados, convirtiéndose en el eje de la legitimidad progresista durante sus momentos de gloria. Sin embargo, lo anterior implicó que se haya agudizado la dependiente inserción internacional de la región como proveedores de materias primas. Las economías latinoamericanas se reprimarizaron, lo que significa mayor vulnerabilidad, subordinándolas a las fluctuaciones erráticas de los mercados globales. La temporalidad del boom de los commodities hizo que dichos gobiernos nacieran en los momentos de bonanza económica latinoamericana y entraran en crisis con el fin de esta.
Un tercer factor reseñable es que, pese a la transferencia de excedentes estatales a los sectores vulnerables –políticas de subsidios– durante el ciclo progresista, América Latina sigue siendo el continente más desigual del planeta dado que no se redistribuyó la riqueza acumulada por sus élites históricamente dominantes. Aquí cabe una primera aclaración: la reducción de la pobreza en América Latina durante el período de boom de los commodities no es un proceso exclusivo de los regímenes progresistas y basta comparar para ello un par de datos: siguiendo indicadores oficiales, entre 2007 y 2014 –momento de la caída de los precios de las materias primas y comienzo de la parálisis económica en diversos países del Sur global–, la pobreza medida por ingresos en el Ecuador correísta se redujo del 36,7% al 22,5%, mientras que en la Colombia de Uribe y Santos se pasó del 45,06% al 28,05%, es decir, la Colombia neoliberal redujo su tasa de pobreza en 3,25 puntos porcentuales más que el Ecuador del socialismo del siglo XXI. En términos globales podríamos decir que la combinación de lo que fue una creciente demanda global de recursos naturales por parte de las economías emergentes, especialmente de China, y una serie de sucesivas reducciones de los tipos de interés estadounidenses –en aras a mantener su recuperación económica tras la burbuja tecnológica de 2001– determinó que ingentes cantidades de dinero aterrizasen en los países del Sur haciendo crecer mercados emergentes a partir de 2003. De hecho, a nivel global se asistió a la racha de crecimiento económico más extendida que ha vivido el mundo en el transcurso de su historia. Entre los años 2003 y 2007, la tasa de crecimiento promedio del PIB de los países del Sur pasó del 3,6% en las dos décadas anteriores al 7,2%, quedando muy pocos países en desarrollo fuera de ese fenómeno.
En lo que respecta a los países con gobiernos denominados progresistas, durante este periodo y pese a las óptimas condiciones para hacerlo, no se actuó sobre los pilares estructurales de la desigualdad, lo que implica que en la actualidad el 10% más rico de la población del subcontinente concentre el 71% de la riqueza regional. El propio Banco Mundial ha elaborado informes recientes en los cuales se indica que si esta tendencia continúa, en menos de una década el 1% más rico de la región tendrá más riqueza que el 99% restante. Desde que la riqueza derivada del auge de los precios de los commodities desapareciera, allá por el año 2015, los indicadores de pobreza latinoamericanos se han vuelto a incrementar de forma paulatina. Pero más allá de que durante el ciclo progresista no se transformase la matriz de acumulación económica heredada de la era neoliberal anterior, tampoco se superó la matriz cultural colonial pese a grandilocuentes discursos de corte popular nacionalista. Un estudio realizado por Oxfam hace apenas tres años demostró que la carga impositiva para las empresas nacionales latinoamericanas seguía equivaliendo al doble de la carga efectiva soportada por las compañías transnacionales en la región.
En cuarto lugar, y más allá de la enorme corrupción destapada en la asignación de contratos para la realización de megaproyectos por los gobiernos latinoamericanos en la última década y media (Club de los Contratistas en Perú, caso Odebrecht en múltiples países, descomposición al interior de Petrobras y PDVSA o sobreprecios de constructoras chinas involucradas en la realización de megaobras en prácticamente todos los países de la región), la canalización de gran parte de estas infraestructuras estuvo vinculada de una u otra forma a lo que fue la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional (IIRSA), hoy redenominada Cosiplan dentro de la moribunda UNASUR. El desarrollo de las infraestructuras latinoamericanas en este período de insólita expansión se articuló en torno a lógicas vinculadas a la acumulación por desposesión, la nueva fase de acumulación capitalista en la región, en beneficio final del capital global centralizado, fundamentalmente en el hemisferio norte y el Asia emergente. Carreteras, ferrovías, represas, puertos, aeropuertos, hidrovías y líneas de transmisión formaron parte de una amplia cartera de megaproyectos destinados a profundizar el extractivismo a escala interamericana con sus correspondientes impactos sociales y ambientales en los territorios explotados.
Por último hay que significar que el discurso soberanista quedó supeditado a una mayor dependencia respecto a los mercados globales y la tan aireada refundación de –en términos bolivarianos– la Patria Grande se enmarcó en una lógica de integración regional que quedó paralizada incluso antes del cambio hacia la nueva hegemonía política conservadora. La última cumbre con cierto dinamismo de la CELAC tuvo lugar en La Habana el 28 y 29 de enero de 2014, las comisiones de trabajo de la UNASUR prácticamente se paralizaron en el transcurrir del año 2015 y el ALBA –especialmente Petrocaribe– dejó de ser útil para los países implicados a partir de la agudización del deterioro económico de Venezuela en el año 2016. Todo ello coincidente con el impacto en las economías latinoamericanas de la caída de los precios de los commodities en los mercados internacionales.
El posicionamiento de China en América Latina
La República Popular China se ha posicionado como un global player desde comienzos del presente siglo, fruto del proceso de reformas y apertura iniciado en diciembre de 1978 por Deng Xiaoping. En estas cuatro décadas, y mediante la estrategia definida como “cruzar el río sintiendo las piedras”, el gigante asiático ha ido liberalizando de manera escalonada su economía sin privatizar masivamente sus empresas estatales.
A inicios del siglo XXI, China impulsó la estrategia go out mediante la cual rompió sus barreras tradicionales con respecto a la política económica externa, reafirmando su posicionamiento en el sistema económico internacional y colocando montos crecientes de capitales propios en inversiones en el exterior. Esto implicó un drástico reforzamiento de los vínculos comerciales de China con las economías emergentes y en desarrollo, entre ellas las de América Latina.
Así es que entidades como China Development Bank y Export-Import Bank of China han financiado iniciativas de infraestructura, energía, transporte y logística en el subcontinente, si bien la mayoría de estos créditos han sido condicionados a la intervención de empresas chinas en su desarrollo y al interés estratégico del nuevo imperio asiático (creación de corredores para el suministro de petróleo, minerales y soja hacia Asia y la modernización de instalaciones portuarias en la costa latinoamericana del Pacífico). China se ha convertido en un proveedor de capital clave para la región en los últimos años, proceso que tiene su origen en el arranque del ciclo político progresista y justificado políticamente bajo un discurso de ruptura con las instituciones de Bretton Woods. En paralelo, las necesidades de materias primas para el desarrollo industrial chino hicieron que desde 2003 las economías de América Latina y Caribe, especialmente las de América de Sur, hayan considerado al gigante asiático como su principal cliente en el ámbito de la exportación de commodities.
Sin embargo, y fruto de un proceso de reformas propugnadas por Beijing que tuvo su arranque a partir de 2010 –con la meta de cambiar su modelo productivo y enfocada a que el motor de la economía sea el consumo interno y no las exportaciones–, en los últimos cinco años la demanda de materias primas de China ha disminuido, motivo por el cual los asiáticos pusieron el foco en los proyectos de infraestructura latinoamericanos. Sea por inversión extranjera directa o a través de la entrega de créditos por parte de bancos chinos, la presencia del país asiático en América Latina ha ido cambiando de forma en los últimos años.
Pero si algo distingue a la diplomacia china de la occidental es que siempre han sido hábiles practicantes de la realpolitik y estudiosos de una doctrina estratégica claramente diferente de la estadounidense. El ideal chino hace hincapié en la sutileza, la acción indirecta y la paciente acumulación de ventajas relativas. Es por algo que frente al ajedrez (un juego de estrategia que surgió en Europa durante el siglo XV como evolución del juego persa shatranj y donde existen 32 piezas móviles en un tablero dividido por 64 casillas que buscan la batalla decisiva para matar al rey), los chinos juegan a Wei Qi –conocido en Occidente con el nombre japonés go–, donde lo que se mueven son 360 piezas en 361 posiciones bajo una lógica de la batalla prolongada que busca rodear al enemigo.
Consciente de las ingentes necesidades de recursos por parte del subcontinente, Beijing se ha asegurado que los cambios políticos de tendencia conservadora desarrollados en los últimos años en la región no afecten a sus flujos comerciales e inversiones en los diferentes países latinoamericanos. Es más, en el segundo foro de ministros de la República Popular China, América Latina y el Caribe, que se celebró en enero de 2018 en Chile, el gigante asiático se comprometió a incrementar notablemente su inserción económica en una región ya hegemonizada por gobiernos de perfil conservador.
En los últimos seis años, el presidente Xi Jinping ha realizado cuatro giras por América Latina, visitando 12 países; más de las realizadas por Barak Obama y Donald Trump durante la última década. Mauricio Macri, uno de los representantes del cambio de ciclo político en la región, ha sido más visitado por Xi Jinping que Nicolás Maduro, presidente de un país suministrador de petróleo, coltán y oro a China, que además debe a los créditos asiáticos el balón de oxígeno financiero gracias al que aún subsiste el gobierno bolivariano.
De esta manera, en el año 2018 el volumen del comercio bilateral entre China y América Latina alcanzó un récord de 307.400 millones de dólares, lo que implica un aumento del 18,9% respecto al año anterior. En la actualidad, China es el principal socio comercial de la región, pese a que la relación entre ambos lados del Pacífico sea notablemente asimétrica: la mayoría de los países de la región mantiene déficits comerciales con China, los escasos superávits existentes se generan gracias a las ventas de productos primarios, y las manufacturas chinas han desplazado a las latinoamericanas tanto en sus propios mercados como en terceros mercados. Mientras las exportaciones de América Latina a China se mueven en ratios de un 70% de bienes primarios y un 25% de manufacturas basadas en recursos naturales de bajo valor agregado, el subcontinente importa del país más poblado del mundo un 41% de manufacturas de alta tecnología y un 27% de manufacturas de tecnología media.
En los últimos años, además del avance en obras de infraestructuras, la inversión china directa en América Latina se ha expandido también a sectores como los servicios financieros, comercio, adquisición de bienes raíces para alquiler y actividades manufactureras. Otra gran parte de esa inversión reciente se debe a fusiones o compra de empresas latinoamericanas, aunque esto no ha significado ni el aumento de capital productivo ni generación de empleo.
En el ámbito hidroeléctrico, China invertirá en la segunda etapa de un programa de modernización de represas hidroeléctricas Jupiá e Ilha Solterira en Brasil y la compra del 100% de la empresa hidroeléctrica Atiaia Energía. Ampliando este marco de acción, la China Southern Power ha pasado a controlar el 28% de las acciones de la compañía chilena de electricidad Transelec.
En materias primas destacan dos recientes grandes inversiones regionales: Tianqi Lithium –con sede central en Chengdu, capital de la provincia china de Sichuan– se hizo con el 24% de la chilena Sociedad Química y Minera (SQM) y Chinalco –rama peruana de la firma de capitales chinos Aluminum Corp of China Ltd– expandirá su mina de cobre Toromocho en Junín.
De igual manera destacan las últimas intervenciones chinas en Panamá, país convertido en su centro de comercio y logística para América del Norte y del Sur, con quien ha firmado en menos de año y medio 47 acuerdos comerciales. En breve, el Banco de China tendrá una sede regional en Ciudad de Panamá.
Otro de los ejemplos más recientes de diversificación de inversiones chinas en la región es la adquisición que hizo Didi Chuxing –una especie de Uber chino– de la empresa 99, denominada popularmente como el Uber brasileño. El Business Plan de Didi Chuxing en América Latina apunta a su expansión regional, combinándola con servicios de asesoramiento en inteligencia artificial a gobiernos municipales de varias ciudades latinoamericanas. Al respecto, es destacable indicar que casi todos los gigantes tecnológicos chinos están entrando en los mercados latinoamericanos: TCL –firma electrónica china– estableció una empresa conjunta con Radio Victoria, el mayor fabricante de productos electrónicos de Argentina; Huiyin Bockchain Venture ha invertido en el servicio argentino de procesamiento de pagos en bitcoins Ripio, y la empresa Mobike, la más grande red de bicicletas compartidas sin estaciones de aparcamiento, ha lanzado recientemente sus servicios en Ciudad de México y Santiago de Chile.
Desde una perspectiva meramente comercial, los países latinoamericanos son un gran mercado de consumo donde marcas como Huawei y Xiaomi venden smartphones baratos y de alta calidad en poderosos mercados como Brasil, México, Colombia o Argentina. Sin embargo, los países latinoamericanos que no pueden ofrecer un gran mercado interno también son de interés para las tecnológicas chinas. Sin ir más lejos, las autoridades venezolanas han asignado a primeros de año a ZTE Corpora-tion 70 millones de dólares para el desarrollo de tecnologías aplicables a la creación de un sistema nacional de identificación electrónica de las ciudadanas y ciudadanos del país.
En paralelo, y desde una perspectiva geopolítica más convencional, Beijing ha conseguido en el marco de su política denominada Una sola China que países como Costa Rica (2007), Panamá (2017) y República Dominicana (2018) hayan roto relaciones diplomáticas con Taiwán. En la actualidad, los países en los que Taiwán mantiene embajadas en el subcontinente son escasos y carecen de importancia estratégica y económica.
Rusia en América Latina: los enemigos de mis enemigos son mis amigos
El interés de Rusia por América Latina es relativamente reciente. Tras la desaparición de la Unión Soviética (1991), los rusos no habían vuelto a mirar al subcontinente hasta el conflicto armado en Osetia del Sur, cuando la Nicaragua de Daniel Ortega (2008), e inmediatamente después la Venezuela de Hugo Chávez (2009), fueron los dos primeros países del planeta –tras el Kremlin– en reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjasia. Esta fuerte actividad diplomática rusa en la región volvió a repetirse en 2014 tras la crisis en Crimea y la guerra en el Donbáss (este de Ucrania), como respuesta a las correspondientes sanciones impulsadas por Washington y la Unión Europea contra Moscú.
A diferencia de China, el comercio ruso de bienes en el subcontinente es insignificante y apenas representa el 2% de toda su actividad comercial global. Su principal socio es Brasil, con un comercio bilateral de unos 4.000 millones de dólares, y en segundo lugar Venezuela, a quien compra alrededor de 1.700 millones de dólares de petróleo. El resto de las actividades comerciales rusas en la región es marginal y la influencia del Kremlin es prácticamente nula.
Desde una visión clásica de la geopolítica, Vladímir Putin ha buscado en los últimos años aliados estratégicos en una región cercana a Estados Unidos buscando emular las acciones realizadas por Washington en la periferia de la Federación Rusa.
Es así como Moscú ha prestado a Venezuela unos 16.000 millones de dólares desde 2006 hasta la fecha, siendo estos préstamos reembolsados a través de envío de petróleo. En la actualidad, Venezuela está utilizando al gigante energético ruso Rosneft para evadir las sanciones comerciales de Estados Unidos contra el gobierno de Nicolás Maduro. Desde el pasado mes de enero –momento en el que Juan Guaidó fue parcialmente reconocido por la diplomacia internacional como presidente encargado de Venezuela–, la petrolera estatal venezolana PDVSA, bajo una estrategia de triangulación contable, cobra gran parte de sus facturas de venta de petróleo a través de Rosneft. Este inusual acuerdo de pago es parte de una serie de esquemas estratégicos puestos en marcha por el gobierno de Maduro para tener acceso a efectivo en medio de las sanciones internacionales que sufre el país en la actualidad, incluida la venta de reservas de oro por parte de su Banco Central. De esta manera, una parte del flujo económico hacia Venezuela pasa a través del banco ruso-venezolano Evrofinance Mosnarbank, entidad financiera que desde el pasado mes de marzo también ha sido colocada bajo sanciones estadounidenses.
Estados Unidos y América Latina en el marco de la guerra comercial con China
Entre los escasos compromisos electorales de Donald Trump en materia de política exterior destaca su promesa de contener la emergencia de China a nivel global y limitar el libre comercio con Asia y América Latina. Evidentemente, entre ambos existe una contradicción, pues los espacios dejados por el repliegue estadounidense a nivel global son rápidamente ocupados por los intereses chinos.
La nueva Estrategia de Defensa Nacional de Estados Unidos, presentada en enero de 2018 por James Mattis –general que ejerció como secretario de Defensa hasta diciembre del pasado año–, indica que “la competencia estratégica entre los Estados, no el terrorismo, es ahora la principal preocupación de seguridad nacional de Estados Unidos”. Lo anterior significa un cambio respecto al enfoque de la seguridad realizado por Washington tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, e identifica a China y Rusia como las nuevas principales amenazas, posicionando a Corea del Norte e Irán en un segundo estadio.
Bajo un plan estratégico definido como “competir, impedir y ganar”, se asevera que “los costos de no implementar esta estrategia están claros e implicarán una disminución de la influencia global de Estados Unidos, la erosión de la cohesión entre aliados y socios, así como la reducción del acceso a mercados, lo que contribuiría al declive en la prosperidad y el modo de vida estadounidense”.
Aterrizando lo anterior a América Latina, vemos cómo desde marzo de 2018 –momento en que comenzara el conflicto comercial entre Estados Unidos y China– Donald Trump ha ido anunciando el recorte de la ayuda económica a Centroamérica como respuesta al flujo migratorio, ha retrotraído parcialmente los niveles de apertura del gobierno Obama respecto a Cuba, incrementó el volumen de sus amenazas respecto al cierre de la frontera con México, le espeta a Colombia que “no ha hecho nada” contra el narcotráfico y en la actualidad aplica duras sanciones económicas contra Venezuela.
Pese a que la diplomacia estadounidense ha lanzado una ofensiva en el subcontinente planteando que Washington es mejor socio comercial que China, sigue sin ser capaz de proponer una política especialmente atractiva para los gobiernos latinoamericanos, lo que demuestra la carencia de planes estratégicos orientados a la región.
Con un enfoque que busca priorizar acuerdos comerciales bilaterales país a país –condición que se ve beneficiada por el actual desmantelamiento de las herramientas de integración regional impulsadas durante el ciclo progresista– y la reducción de su déficit comercial, Estados Unidos busca reposicionarse en la región mediante una variedad creciente de actividades económicas trasladadas al ámbito digital (online), abarcando varias tecnologías de información y comunicaciones (TIC) que tienen un impacto transformador en la manera de hacer negocios, y en la interacción de las personas entre sí y con el gobierno y las empresas. Las exportaciones de Estados Unidos relacionadas con el comercio digital están aumentando, junto con la inversión extranjera directa en esas industrias. Lo anterior indica una dura competencia frente a China por la hegemonía tecnológica en América Latina.
Sin embargo, la nueva derecha latinoamericana en el poder y la que viene camino de hacerlo en los escasos gobiernos progresistas que quedan en la región, es tremendamente pragmática y, salvando el caso brasileño, tiene escaso conflicto en articular relaciones con el capital, venga este de donde venga, en aras a implementar sus nuevas políticas neoliberales.
Donde sí se atisban cambios estratégicos es en la política de seguridad regional. La nueva agenda, orientada nuevamente por Estados Unidos, tiene dos características esenciales: mayor participación de inteligencia estadounidense en la lucha contra el narcotráfico y la delincuencia organizada, lo que a la postre tendrá su impacto en los mecanismos de control sobre la disidencia política, así como la vuelta a las maniobras militares conjuntas con operativos de apoyo de Estados Unidos, tal y como fue el caso de Amazon Log17 en territorio amazónico brasileño durante el gobierno de Michel Temer.
Esta condición implica, más temprano que tarde, que habrá una colisión entre la hegemonía militar estadounidense y la nueva hegemonía comercial china en la región. Cómo se canalice su desenlace es lo que está por verse…
* Decio Machado es director de la Fundación Nómada (Ecuador).
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