viernes, 12 de julio de 2019

Un puto hueco llamado "casualmente" Honduras



Por Fernando Luis Rojas

Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel;

Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres…

Salarrué

«34» y «14». Esos son los tags Venezuela y Cuba del The New York Times en español entre febrero/marzo y lo que va de junio. «127» y «23», son los de El País entre mayo y junio.
«8» veces se situó el tag Honduras en The New York Times en español de febrero a hoy, en la mayoría de los casos desde una visión general del área centroamericana o en la perspectiva del fenómeno migratorio hacia los Estados Unidos. «5» veces entre mayo y junio en El País.

Más allá de las pertenencias/subordinaciones —económicas, políticas, ideológicas— que marcan estas publicaciones y las diferencias existentes entre ellas, los ejemplos ilustran la condena de silencio a que es sometida «la periferia». En última instancia, cuando «la periferia» ocupa un lugar central lo hace porque se sitúa en el ámbito de intereses/asuntos que son centrales para la cultura dominante. Y después viene una larga cola: periodistas «objetivos», analistas «imparciales», académicos «activistas» y políticos «bienintencionados» que reproducen el esquema, aunque se llenen la boca —y las redes— de reivindicaciones públicas de su militancia «contracultural».

Honduras: ¿ese lugar existe?
En los últimos diez años, Honduras ha pasado por una dinámica de inestabilidad que se refleja en casi todos los ámbitos. Un golpe de estado en 2009, con secuestro y expulsión del presidente electo tres años antes, provocó una importante división interna. Como es natural, la posición de la Organización de Estados Americanos (OEA) fue débil y se concentró en cubrir las apariencias: para la ocasión sí funcionaba «la libre determinación de los pueblos», que naturalizó un mandato presidencial de facto y unas elecciones que empoderaron a la derecha. A la OEA le tomó solo dos añitos readmitir a Honduras, después del affaire golpista.

Para agosto de 2013 el Congreso Nacional hondureño (que desde enero de 2010 estaba presidido por Juan Orlando Hernández) conoció el proyecto de Ley orientado a la construcción de regiones especiales de desarrollo (RED), remake de las denominadas «ciudades modelos»[1]. El eufemístico nombre, no hace otra cosa que concesionar territorios a transnacionales. Zonas claves para la economía del país como Puerto Cortés, Trujillo y el Golfo de Fonseca quedarían «libres» para disponer de ellas sin ninguna limitación a través de una ley orgánica del Congreso que las entregaría a la inversión extranjera sin consultar a nadie. La iniciativa del entonces presidente –post golpe de 2009– Porfirio Lobo, tuvo una fuerte oposición y algunos calificaron la propuesta como un «cuento de hadas», para crear urbes suntuosas en las que vivirían «las familias más poderosas de Honduras». Elizabeth Perkins consideró el proyecto como el «nuevo experimento neoliberal en Latinoamérica».

Por estos días, las fuerzas policiales han asesinado jóvenes en Choluteca y hace poco tiempo intentaron asfixiar a maestros. Las principales ciudades están militarizadas. Hospitales como el Mario Catarino Rivas de San Pedro Sula sufren fallas eléctricas, falta de personal, equipamiento e insumos. El 28 de marzo la policía capturó al periodista David Romero, que había denunciado hechos de corrupción del presidente hondureño y un tribunal lo condenó a 10 años de cárcel. El mandatario Juan Orlando Hernández se reúne con multinacionales que necesitan/exigen la privatización de los servicios públicos y hace negocios en el ámbito militar con Israel. El propio JOH y sus funcionarios han sido acusados de narcotráfico y lavado de dinero.

Lo interesante se encuentra en que Juan Orlando Hernández fue reelecto de manera fraudulenta en noviembre de 2017, generando un clima de violencia que provocó más de 20 muertos (33 para algunos) y 1500 heridos. No es un dato menor que la diferencia anunciada por el Tribunal Supremo Electoral fue de 42.95 % de los votos (Hernández, Partido Nacional) contra el 41.24 % de Salvador Nasralla, candidato —y aquí los nombres no son por gusto— de la Alianza de Oposición Contra la Dictadura. Esa diferencia hubiera generado un escándalo si se tratara de un vencedor «de izquierda», con las acusaciones de fraude por medio. La OEA y su secretario general Luis Almagro no tuvieron «el ímpetu» de las diatribas que han desarrollado contra otros gobiernos de la región y limpiaron su imagen con una timorata declaración.

La doble vía de #TodossomosBerta
En marzo de 2016 varios balazos asesinaron a Berta Cáceres. Un hecho que, junto a su impunidad —la primera declaración de culpabilidad llegó más de dos años y medio después y la captura de ejecutivos de la empresa Desarrollos Energéticos S.A. (DESA) como David Castillo Mejía demoró dos años exactos—, serviría para remover hasta los cimientos —al menos en la perspectiva de su legitimidad— a cualquier gobierno que tuviera diferencias con Washington. No ocurrió así —a pesar de «la visibilidad» que tuvo el caso en algunos de los medios mencionados al principio de este texto— como tampoco pasa en Colombia con los cientos de activistas asesinados, en Brasil después de Marielle Franco o en Argentina tras la desaparición y muerte de Santiago Maldonado.

No se trata de una competencia sobre quién aporta más víctimas, sino de reconocer que sí existe parcialidad a la hora de establecer el correlato entre hechos y lecturas/presiones políticas. No se trata de reivindicar el mito de «la imparcialidad», sino de acotar la hipocresía de presentarse «imparciales».

El caso de Berta no ha sido cerrado. Los que ordenaron y pagaron por el asesinato no han sido identificados ni inculpados de manera oficial. Es cierto que «La búsqueda de justicia para Berta Cáceres nos deja una lección importante (…) sin la indignación internacional que su muerte provocó, sin la presión que esta generó sobre el gobierno y los financiadores, su historia habría sido olvidada hace mucho»; pero al propio tiempo, esta salida «jurídica» invisibiliza la esencia política del crimen que se encuentra en la impunidad que sigue teniendo el capital —venga de países con políticas librecambistas o proteccionistas—. Sucede que la mayoría de los medios de prensa de gran alcance constituyen expresiones del capital codificado en imágenes, eso explica el «poco seguimiento» en clave de política nacional hondureña que se sucede tras los «picos» fácticos: el asesinato, el juicio… Por obra y gracia del «¿cuarto? poder» Berta se ha convertido en plataforma de organismos internacionales estabilizadores del sistema desigual, tipo Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Mientras, el proyecto hidroeléctrico contra el que luchó seguía vigente a tres años de su muerte.

Un puto hueco
La vida se va volviendo cada vez más literal. «Honduras», según el diccionario, tiene que ver con la cualidad de hondo, bajura, depresión, profundidad… y ahí está Honduras, como esperando que algún asesinato, una caravana de migrantes al norte, una clasificación mundialista, pueda sacarla a los ojos de otros. En los huecos se vive como en la antiquísima Roma: a base de «pan y circo». Con esos cristales parece se mira a este país, al punto que a la guerra con El Salvador de hace cincuenta años le llamaron La guerra del Fútbol. Son las cosas de que nos miren como un puto hueco.

Nota:
[1] El debate sobre las «ciudades modelos» en Honduras se inició a finales de 2010. La Corte Suprema de Justicia las había declarado inconstitucionales en octubre de 2012. Unos meses después, cuatro de l@s cinco jueces que rechazaron la ley fueron destituid@s de sus puestos.

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