jueves, 23 de mayo de 2019

"Justicia sin fronteras"


Por Rafael Poch de Feliu


La Corte Penal Internacional (CPI) no investigará los crímenes de Estados Unidos en Afganistán, es decir su política de torturas a prisioneros, los bombardeos de objetivos civiles, como bodas y hospitales, así como la destrucción de infraestructuras. Todo ello a pesar de que según la investigación preliminar de la propia CPI, “había motivos para pensar que allá se han cometido crímenes de guerra y contra la humanidad”.
La decisión de marcha atrás adoptada por el tribunal de la ONU fue consecuencia de las amenazas de la administración Trump, expresadas por el peligroso demente consejero de seguridad nacional, John Bolton. En septiembre, Bolton advirtió contra el propósito afgano de la CPI, diciendo que “Estados Unidos usará todos los medios necesarios para proteger a nuestros ciudadanos y a los de nuestros aliados de la injusta persecución de ese tribunal ilegítimo” y que el tribunal no debe atreverse a investigar “a Israel u otros aliados de Estados Unidos”. Bolton amenazó directa y personalmente a los jueces y fiscales de la CPI con “impedir su entrada en Estados Unidos”, “incautar sus fondos en el sistema financiero de Estados Unidos y perseguirles judicialmente en el sistema penal de Estados Unidos”. “No cooperaremos con la CPI, no la asistiremos, no nos sumaremos a ella, la dejaremos morir por sí sola porque todo lo que la CPI se propone ya está muerto para nosotros”.

En marzo estas amenazas se concretaron en la retirada del visado de entrada en Estados Unidos a la fiscal jefe de la CPI, la gambiana Fatou Bensouda, quien respondió discretamente diciendo que seguiría investigando el asunto afgano “sin miedo”. El 12 de abril, una escueta nota de la CPI, que tiene su sede en La Haya, informaba que se abandonaba la investigación afgana “porque en este momento no serviría a los intereses de la justicia”. Trump caracterizó ese anuncio como “una gran victoria nacional”.

Uno de los veteranos de la CPI, el juez alemán Christoph Flügge, ya dimitió en protesta por las amenazas de Bolton y dos semanas después un grupo de expresidentes y miembros de la CPI criticaron la rendición, expresando su “decepción”, “frustración” y “exasperación” por la situación. Ahí se acabó todo.

Justicia de vencedores

En un artículo publicado el 10 de abril, el juez español Baltasar Garzón explicaba que “la CPI es un órgano judicial independiente”. La simple realidad es que no tiene nada que ver con ello. Como tantas otras buenas y nobles ideas, la justicia sin fronteras representada por la CPI no solo no ha sido independiente sino que, más allá de pequeños logros, ha sido genuina expresión de la justicia de los vencedores.

Esa es una maldición que persigue al concepto de justicia universal desde sus mismos inicios, desde los juicios de la posguerra mundial de Nuremberg y Tokio, donde las potencias ocupantes nombraron a jueces y fiscales y supeditaron todo principio de independencia a sus intereses, en particular al de utilizar los recursos humanos de los criminales vencidos en la “lucha contra el comunismo”. Eso determinó desde la inmunidad del emperador del Japón y otros criminales de guerra, hasta la superficial desnazificación emprendida en Alemania.

E l tribunal interaliado de Nuremberg que se proponía juzgar a cinco mil personas, no juzgó más que a 210. En diversos juicios, norteamericanos, británicos y franceses condenaron a 5.000 personas, de las que apenas 700 lo fueron a la pena capital. Más del 90% de los miembros de las SS ni siquiera llegaron a ser juzgados. Los nuevos conceptos acuñados como el de “guerra de agresión” o “crímenes contra la humanidad” se redujeron a las guerras y los crímenes de los perdedores.

“Solo una guerra perdida es un crimen”, sentenció el juez indio Radhabinod Pal, tras su experiencia en los procesos de Tokio.

La misma consideración vale para el Tribunal penal para la antigua Yugoslavia creado por la ONU en 1993 y que actuó como el brazo judicial de la OTAN, reduciendo el drama yugoslavo a una “agresión serbia”, ignorando enormidades como la expulsión de 200.000 serbios de Croacia, la intervención extranjera y sin entrar en los crímenes de la OTAN matando civiles, usando bombas de fragmentación, destruyendo infraestructuras y medios de comunicación. ¿Cómo iba a ser de otro modo, si, como explicó el infame portavoz de la OTAN, Jamie Shea, “fueron los países de la OTAN quienes crearon el tribunal, lo financiaron y sostuvieron diariamente”? La CPI siguió esa misma estela.

Situación delicada, papel inequívoco

Especialmente tras el fin de la guerra fría, Estados Unidos disfrazó su nacionalismo de protección de la mundialización y del internacionalismo. En ese contexto, la justicia universal, la política de derechos humanos (no confundir con los derechos del hombre y el ciudadano) y la ideología de las guerras humanitarias contenida en la fórmula “responsabilidad de proteger”, casaban muy bien con ese internacionalismo imperialista al que tantas ONG’s se apuntaron. Al mismo tiempo, Washington fue consciente de que un tribunal penal internacional con jurisdicción universal podía suponer un peligro para sus propios crímenes. Eso colocó a la CPI en una posición delicada desde sus inicios. Estados Unidos e Israel (así como China, Cuba, Siria, Irak y Yemen), votaron por distintos motivos contra la creación del tribunal, que se instituyó en marzo de 2003. Previamente Washington elaboró un arsenal legislativo la American Servicemembers Protection Act que no solo excluye a su personal de cualquier investigación sino que autoriza al Presidente a liberar usando la fuerza militar si es necesario (“utilizar todos los medios necesarios”, dice), a cualquier detenido en nombre de la CPI.

Financiada en un 75% por países europeos y Canadá (Alemania un 20%), la CPI ignoró la guerra de Irak desde el principio. Su fiscal jefe, Luis Moreno Ocampo, un magistrado argentino con un papel ambiguo durante la dictadura y grandes dotes de adaptación al poder establecido, dio garantías de que nunca emprendería causas contra ciudadanos americanos, tampoco hizo nada contra Israel tras las mortíferas masacres de 2008 en Gaza. La CPI no existió en Libia más que para criminalizar al bando perdedor, y, como explicaba Tor Krever en un completo informe publicado en 2014 “ha institucionalizado la impunidad” y el doble rasero.

La simple realidad no es solo que la CPI no es “independiente”, como dice Garzón, sino que ha legitimado las intervenciones humanitarias y los cambios de régimen, protegiendo a las potencias imperiales y siendo cómplice de su belicismo, responsable de los peores crímenes y las mayores mortandades en lo que llevamos de siglo.


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