- David Guzmán Játiva (Quito, Ecuador, 1980) es novelista, ensayista y agitador cultural, impulsor de varias revistas. Es también profesor en la Universidad San Francisco de Quito y la Universidad Central del Ecuador. Recientemente ha publicado Detectives en la vanguardia. Modernidad y posmodernidad en Roberto Bolaño (Quito, 2016).
lunes, 30 de abril de 2018
De cómo y por qué los jóvenes (no) envejecieron
Por David Guzmán Játiva
La imagen que podemos salvar de una época, en un momento de peligro, posiblemente nos engañe, nos aliente, nos detenga. Cuando pensamos en una época de revueltas, tal vez la última época propiamente rebelde, la imagen de ese momento, la figura que sobrevive hasta hoy, medio siglo después, es la de la juventud. ¿Existe algún Dios consagrado a la juventud como tal? ¿Acaso Dionisio? ¿Algún héroe antiguo? ¿Espartaco? La belleza es sin lugar a dudas joven. ¿Venus? En la juventud, o más bien, en los jóvenes de los años sesenta se combinaban, con ansiedad y de manera indiferenciada, la alegría, la rebelión, el erotismo. Quizá la imagen que podríamos inventar de esos años es la de una Venus mexicana de la mano de un Espartaco vietnamita recibiendo flores y poemas de un Dionisio parisino. Todos jóvenes y hermosos. Inocentes y, quizá demasiado pronto, ya viejos.
La imagen de aquellos años se ha convertido en una fuente de ilusiones sobre el futuro. ¿Es posible que nosotros, habitantes del presente, podamos vivir de nuevo como en aquellos tiempos? No sólo deseamos, a veces, y por lo general día a día en secreto, las fuerzas de la juventud que desafía las costumbres y los miedos, que es capaz de cambiar la lógica y la tradición y descubrir una nueva poesía, una nueva forma de amor y de comunión. Deseamos también, de manera mucho más desgarradora, perecer bajo las balas en las plazas, morir en las montañas con un fusil guerrillero. Los años sesenta encarnan la imagen más pura del deseo: pero junto a los goces que ofrece, anidan los más dolorosos padecimientos.
Nosotros, que no vivimos aquellos años, a quienes sólo llega el eco y el reflejo, sabemos que la radicalidad política y estética, el oro en polvo de la rebeldía no pueden resucitarse así nomás. Después de los excesos enloquecedores de los alucinógenos, la poesía vanguardista, las guerrillas en las montañas y en las ciudades, el amor libre y el rock, ¿qué ha quedado? El narcotráfico, el mercado editorial, la violencia común, la soledad y el ruido. Nosotros, que miramos con deseo el pasado, vivimos en medio de las ruinas de ese pasado, o más bien, las ruinas de ese pasado son justamente las torres y castillos indestructibles que hoy nos aplastan y que ostentan, en gran medida, el blasón de nobleza de una época en la que los jóvenes conquistaron el mundo. Los jóvenes de ayer levantaron un imperio todopoderoso que guarda, en su centro, la imagen de la juventud.
Sucedió, como tantas otras veces, que la revuelta degeneró en revolución y, quienes querían socavar y aniquilar el poder, terminaron por alimentar nuevas formas de poder, aún más insidiosas, más seductoras, más terribles. Los jóvenes se fueron haciendo viejos y a medida que se distanciaban de su punto de partida, intentaban transmitir su herencia filosófica, política, histórica, civilizatoria a quienes les sucedían. Era la mejor herencia que alguien podía recibir, pero a costa de renunciar al propio momento vital y extraviarse en las lejanías de lo que ya no se podía vivir.
“¡Hay que reinventar el amor!” “¡Hay que ser absolutamente moderno!” “¡Ha llegado el tiempo de los asesinos!” Sería malsano acusar a una generación llena de virtudes de los defectos de las generaciones que le sucedieron. Lo que la juventud de entonces fue capaz de hacer significó, muchas veces, la locura o la muerte. Hay que pensar en eso antes de echar maldiciones sobre su herencia. Si resultaba más cómodo y rentable convertir la experimentación con drogas en consumo de estupefacientes, eso no es culpa de la generación que se volcó a probar LSD, marihuana, hachís, peyote… hasta reventar. Es evidente la diferencia que existe entre, pongamos por caso, El almuerzo desnudo (1959) y Trainspotting (1996). ¿Cómo es posible que después de treinta años las drogas se hayan convertido en una forma de aniquilación? En el prólogo de su libro, Burroughs elabora la lista –larga lista– de psicotrópicos que probó y, con una frialdad heroica, cuenta cómo se deshizo de la adicción a algunas. Allí no hubo lucha, ni drama: el poeta beat no busca nuestra admiración ni nuestra compasión. Mientras enTrainspotting las drogas son un aliciente, ayudan a soportar, y finalmente son un negocio. No percibimos la grandeza del científico experimental en la película de John Boyle. La herencia que queda a los jóvenes de Edimburgo de los años noventa es el consumo y la pobreza de la adicción. Podríamos comparar al mismo Burroughs, que se adentró en el Amazonas para probar el yagé, con Pablo Escobar que, años después, desangró a Colombia por vender cocaína y amasar fortunas. ¿Cómo podríamos responsabilizar a la curiosidad de Burroughs por la maldad y vesania de Escobar? No tendría sentido, y sin embargo, el viejo maestro de Kerouac y Ginsberg estaba abriendo un camino, estaba dando una señal que sus seguidores continuaron, a veces, de una manera estúpida y espantosa. ¿Cómo es posible que la promesa de una percepción más amplia se haya convertido en el submundo de la adicción y en la mierda del crimen? No atino aún una respuesta cabal, pero advierto que existió un descenso degenerativo, un envejecimiento prematuro.
Lo mismo podríamos decir de la poesía y el arte, de la política y la guerrilla, del amor y la música, del nomadismo y el internacionalismo. Había en los años sesenta una pureza que logró cristalizar pero que, las generaciones que vinieron luego, no han logrado distinguir o reinventar. Creo que una de las causas, quizá la razón principal, reside en que los sucesores, los herederos, los continuadores se empeñaron en comprender y recomponer-descomponer-criticar la forma, y olvidaron que esa forma era al mismo tiempo mensaje y experiencia e imaginación. La confusión y desidia en la que hoy nos encontramos empantanados reside, en gran parte, en mirar para otro lado cuando los problemas y los dilemas se presentan frente a nosotros y nos exigen asumir una conciencia y una acción, a veces, titánica. Creo que esa que podemos llamar una generación heroica, fue capaz de exponerse a la disolución en nombre de su deseo y de su sueño. Fue, en ese sentido, una juventud creadora. Quienes copiaron los gestos, la forma, la rutina, los vaciaron de proyección. Pensemos, por ejemplo, en lo que ha sucedido con el amor libre. O con el cine erótico. Cuando hablamos de erotismo nos referimos a una rebelión contra el matrimonio, o más bien, a un rechazo al matrimonio sin amor. Hablamos también de la experimentación sexual, de la perpetuación del deseo. Se me ocurre que podría comparar El graduado (1967) con Neon Demon (2016). Se me ocurre que El graduado, una película que me gusta volver a ver cada cierto tiempo, logra presentar la agonía de esa generación. Supongo que la mayoría de ustedes han visto El graduado. Ben escapa con Elaine en un autobús, mientras el novio de Elaine y los invitados a la boda de Elaine se quedan atrapados en la iglesia cuya puerta Ben se encargó de cerrar con una cruz. Durante casi la mitad de la película, después de haber practicado el sexo por el sexo con la madre de Elaine, Ben entra en rebeldía y persigue a Elaine y la busca y, contra todo pronóstico, se marcha con ella. La película tiene un final esperanzador, pero no es un final conformista: Ben y Elaine se han echado encima a la sociedad, a la Iglesia, a la familia. Tendrán que enfrentarlos, pero se tienen a sí mismos y la pureza y grandeza de su amor.
Neon Demon no es propiamente una historia de amor; en realidad, parece lo contrario. Una adolescente hermosa llega a Los Ángeles para convertirse en modelo. Su belleza natural desata las envidias de sus compañeras y competidoras. Aunque al comienzo ella actúa con inocencia, muy pronto se pervierte y presume de superioridad “natural” para con sus adversarias y aún para con un muchacho que la acompaña y la quiere. El resultado final de esta “toma de conciencia” es que ella se queda sola, a merced de la maldad y el vampirismo de sus enemigas, quienes finalmente la matan y se la comen. Es una historia devastadora, y aun asquerosa. Casi que podría decir que es una inversión o una perversión de El graduado. Mientras el graduado recupera la inocencia y el amor, tras haber caído en la rutina del sexo, la modelo pierde la naturalidad y la inocencia tras caer en las garras de la ambición material, del narcisismo y del sentimiento de superioridad.
Lo que sucede con la modelo de Neon Demon, el esteticismo sin alma, o como diría Jameson, la confusión de la economía y la cultura, es en gran parte una especie de sinécdoque de lo que pasa en todas las esferas de la vida que, en realidad, es una sola esfera. Lo que hemos perdido al someternos a la repetición sin sentido, a la belleza sin lo sublime, a la política sin utopía, se puede advertir a cabalidad en los testimonios de un autor como Chuck Palahniuk. Pude escuchar a Palahniuk hace algunos años en España y, aunque no me provocó interés leerlo, si me sorprendió lo que decía. El escritor se refería a un mundo en el que la violencia, la mutilación, la tortura, la muerte se habían convertido en una especie de atracción, de goce, de iluminación. Como si fuera un periodista de crónica roja Palahniuk describía diversos tipos de heridas, quemaduras, muertes que sufrían las personas, y cómo el relato de esas crueldades se convertía, por sí mismo, en literatura, o diríamos, también, en poesía. Como si la violencia, o las marcas de la violencia, fuesen figuras literarias, metáforas, un lenguaje por sí mismo seductor. Del arte por el arte pasamos a la crueldad por la crueldad. Ahora bien, las guerrillas revolucionarias y nacionalistas de los años sesenta y setenta y ochenta eran capaces de utilizar la violencia, a veces de manera cuestionable, pero según su programa y su ética, estas guerrillas libraban una guerra de resistencia o de liberación. ¿Cómo podíamos pedirles a los vietnamitas que dejen las armas frente a los norteamericanos? Podíamos condenar la violencia contra civiles desarmados, pero en el terreno del enfrentamiento militar no podíamos condenar la violencia de los vietnamitas o de los argelinos. No creo que pudiéramos decir lo mismo de los norteamericanos o de los franceses. Así mismo no podíamos decir lo mismo de la violencia del ejército colombiano contra la República independiente de Marquetalia en la que se juntaban pobres gentes a intentar una vida nueva. Sin embargo, como muestra el ejemplo de Palahniuk, y del consumo de un cine y una literatura llena de crímenes gratuitos y de una violencia extrema, hoy mismo carecemos de una reflexión moral y ética sobre la violencia y el mal. La violencia y el mal nos provocan un goce puramente sádico, un goce sin límites: los rebeldes de antaño sabían que la violencia no debía provocar goce. Posiblemente hubiera muchos sádicos entre los guerrilleros y rebeldes, pero la orientación general de una rebelión violenta no residía en el goce sino, como he dicho ya, en la liberación y a veces en la resistencia a un invasor. Este es uno de los aspectos más sensibles que podemos tocar en relación con la herencia de los años sesenta. Quisiera recordar, para explicar mejor mi posición sobre este tema, a dos personajes históricos. El primero es Hélder Câmara, un obispo brasileño de los años sesenta. El otro es el político heleno Alekos Panagulis.
Tanto Câmara como Panagulis se enfrentan a dictaduras sangrientas. Los dos sufren persecución y, aunque Câmara no llega a la violencia, termina por justificar la violencia de las guerrillas contra el ejército, aunque admite que los jóvenes guerrilleros no tienen ninguna oportunidad frente a las fuerzas militares. Pese a admitir la derrota, para el obispo la lucha de los guerrilleros es justa.
Panagulis intenta matar con una bomba al dictador de Grecia, pero falla. Lo someten a torturas y, algo que me conmovió profundamente es que Panagulis, aún en medio de las torturas, se sigue enfrentando con sus opresores. Escapa varias veces de prisión y otras tantas veces lo vuelven a encarcelar. Cuando el dictador pretende regalarle una amnistía, Panagulis se niega.
¿Podríamos encontrar ejemplos semejantes en nuestro mundo actual? Resulta muy difícil. Quienes antaño encarnaron las fuerzas de la libertad, como los guerrilleros de la Sierra Maestra, hoy mismo, tras casi sesenta años de mantenerse en el poder, son en realidad las fuerzas de la opresión y la tiranía. Han envejecido sin advertirlo. Y quienes utilizan el terrorismo contra civiles, aun cuando terminen inmolándose, carecen de la grandeza de los guerrilleros que se enfrentaban con el ejército o de Panagulis que encaraba a sus torturadores. Posiblemente por eso, al carecer de grandeza, la violencia con la que entramos en contacto nos produce vergüenza y rabia en lugar de la melancolía que pudo sentir en su momento Câmara por los guerrilleros caídos. Es una violencia de cobardes.
Creo que, últimamente, el rock y la poesía son núcleos duros de la historia y el destino. Y al revés: las canciones de la república española y los cantos partisanos resuenan en los aullidos de Jim Morrison y en la indignación de Tzántzicos, Nadaístas, Horacerianos, del cinema Novo y del arte experimental, como el Land art. Existe un hilo de continuidad entre la victoria de los Aliados y la resistencia contra los nazis y los jóvenes rebeldes de 1960. Es más, existe una corriente común entre la victoria del socialismo en 1917 y las guerras de independencia y las revoluciones en el llamado Tercer Mundo que se extienden hasta los años 90. Si lo miramos bien, existe una proyección aún mucho más larga que comunica, abierta o soterradamente, el lenguaje de la Comuna de 1871 con el lenguaje del Foro Social Mundial del siglo XXI. Ese lenguaje, si escuchamos bien, es el mismo que hablan Victor Hugo, Baudelaire, Rimbaud y los surrealistas, los beats, los situacionistas y las vanguardias de América Latina; es el mismo lenguaje de Roque Dalton, Juan Gelman y Nicanor Parra. ¡Franz Fanon dice palabras que resuenan en José María Arguedas! ¡Lu Xun y Roberto Bolaño no son tan diferentes entre sí!
Lo que sucede con esa lengua franca, que atraviesa el tiempo y el espacio, es que ha debido de saltar, oponerse, interrumpirse. Tras la victoria contra los nazis, tras el ascenso de una cultura libertaria en los años 60, se vino un periodo de reacción: la victoria de los neoconservadores en Inglaterra y Estados Unidos; las dictaduras sanguinarias y el monopolio de los partidos únicos en América Latina; el anquilosamiento de las revoluciones socialistas en Rusia, Europa del Este, China, Cuba…; la degeneración de los nacionalismos revolucionarios en tiranías y dogmatismos religiosos. Quienes antaño luchaban en nombre del nacionalismo y el socialismo ¡hoy lo hacen en nombre de Alá y la fe en el Islam! El lenguaje internacionalista de los oprimidos, “arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan”, ha sido invertido y convertido en el lenguaje internacionalista de las corporaciones industriales y financieras. La política y la poesía de la libertad y la comunión que atravesaban fronteras han sido reemplazadas por los gobiernos mundiales y por el mercado cultural. Ese es el fondo y el trasfondo de por qué la herencia de los años sesenta se nos vuelve al mismo tiempo extraña y atractiva: entre nosotros y la juventud de aquellos años media una derrota. Quienes nacimos y vivimos después cargamos con el peso de la derrota y por eso la imagen de aquellos años luce borrosa y atractiva.
Pero ¿cómo logró consumarse una derrota semejante? ¿Por qué las fuerzas del socialismo libertario fueron incapaces, esta vez, de resistir? ¿Por qué la poesía y la belleza se disolvieron en vanagloria y decoración?
Tenemos, antes del hundimiento del espíritu libertario, tres regiones que experimentan cambios históricos distintos. El que se denominaba Primer Mundo se encuentra, a fines de los años sesenta, en medio de un pacto paradójico entre el capital y el trabajo. Las industrias han elevado el nivel de vida de los obreros y éstos han terminado por identificarse, al menos culturalmente, con el estilo de vida de la burguesía. En aquellos años Marcuse se refiere a la sociedad sin oposición para definir cómo la izquierda y la derecha han logrado zanjar sus diferencias –al menos las ideológicas– y han derivado en una civilización nueva: los obreros ya no buscan la revolución mundial sino un aumento de sueldo. Este confort termina por disolver la mentalidad crítica y es, en último término, engañoso: la crisis de los años setenta va a dar inicio a la expropiación del confort y al nacimiento de lo que Eric Hobsbawm denominó una subclase, es decir, aquellos que no tienen trabajo ni ninguna perspectiva de conseguirlo.
Cuando industriales y empresarios advierten cómo el pacto con los trabajadores implica finalmente la reducción de sus ganancias, o más bien, la imposibilidad de conseguir ganancias, terminan con el pacto y se llevan las industrias y los capitales a países donde la mano de obra sea más barata. Simultáneamente, el capital financiero se instala en un lugar central con respecto a las industrias y al comercio y da origen a una economía especulativa. Es un momento de expansión del capitalismo frente al cual los obreros de los países centrales no atinaron a reaccionar y que, en apariencia, resultaba beneficioso para los países del Tercer Mundo que recibían a los inversores como enviados del progreso, la ciencia, la libertad, etc., ¿por qué los capitalistas abandonaron sus industrias y mercados locales y se lanzaron a buscar nuevos obreros y nuevos mercados? Wallerstein lo explica de la siguiente manera: con el tiempo los trabajadores se organizan y mejoran sus condiciones de vida reduciendo el margen de ganancia de los capitalistas, que, para ampliar su producción y mercado, abandonan a los trabajadores y se lanzan a la caza de nueva mano de obra y de nuevos mercados. Ya la producción no resulta rentable. El territorio de este peligroso pacto es el Estado: cuando los capitalistas deciden desechar a los obreros rompen el pacto y se quedan con el Estado.
Tras la derrota de los trabajadores en el mundo industrializado, el capitalismo financiero y productivo se desplaza a terrenos en los que puede explotar mejor la mano de obra y en los que existen mercados ansiosos por consumir. Aunque los trabajadores del primer mundo pierden sus empleos de forma masiva, el Estado cubre de alguna manera sus necesidades y las grandes empresas mantienen los centros de investigación y la producción sofisticada en los estados centrales. Es decir, se establece además una jerarquía entre trabajadores. Mientras, los estados subdesarrollados comienzan a desarrollarse, según el modelo implantado por los capitalistas extranjeros y propios. En los capítulos finales de Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano denunció el nacimiento de este nuevo orden mundial cuando contaba, por ejemplo, cómo se instalaban plantas de producción de automóviles Volkswagen en Brasil, México o Argentina. La integración económica terminó por sustituir el internacionalismo revolucionario: es así como, saltándose el socialismo, los países del Tercer Mundo se modernizaban y parecían compartir la riqueza y el saber de las potencias centrales. Esta modernización significaba la victoria del Primer Mundo en un territorio en disputa con el “comunismo esclavista”. El Tercer Mundo, Asia, África y América Latina, se dividió a su vez entre países que optaron por el nacionalismo revolucionario –cuya simpatía por la URSS era abierta– y países que adoptaron la democracia y el capitalismo. México, Argentina, Brasil son ejemplos de cómo gobiernos nacionalistas revolucionarios –Cárdenas, Perón y Vargas– fueron quebrados violentamente por dictaduras fascistas que instalaron el liberalismo y el neoliberalismo. Pero en otras latitudes, Siria, Egipto, Libia, Angola o Mazambique, los gobiernos oscilaron entre el nacionalismo revolucionario, el socialismo y finalmente la dictadura. Como sucedió con Cuba.
Con el estancamiento y la derrota del socialismo real las coordenadas geopolíticas y culturales cambian completamente. Aunque ahora el fracaso de los bolcheviques nos parezca lógico por el centralismo y el autoritarismo con que actuaron al inicio, y el hundimiento de la URSS resulte evidente por el terror mediante el que se impuso Stalin, y la desintegración del mundo socialista parezca natural cara a la “corrupción e incompetencia” que Hobsbawm señala en relación con la época de Brezhnev, lo cierto es que en los años setenta semejante derrumbe estaba lejos de ser previsto y, aunque los críticos más agudos, como Octavio Paz, daban por muerto al paciente, eso no significaba todavía que las nociones de socialismo, libertad e independencia debían enterrarse.
Creo que cuando reflexionamos sobre estos acontecimientos podemos creer que el socialismo consistiría solamente en una repartición de los bienes, es decir, en una aparente igualdad económica –algo así llega a decir Leonardo Padura en su novela sobre Trotski–, pero creo que semejante creencia es limitada, pues de nada nos serviría contar con el sustento básico si tenemos que vivir sometidos a un régimen autoritario o totalitario que, cuando le plazca, puede sacarnos de nuestra casa y enviarnos a un campo de trabajos forzados. Es más, el socialismo no sería solamente una conquista económica y un goce de la libertad política, sino que implicaría una esfera cultural en la que podamos expresarnos con libertad y en el que nuestras energías se orienten en dirección de nuestros deseos y, por lo tanto, de nuestra creatividad. De ahí que las vanguardias de los años sesenta señalaran el sustrato político de las decisiones personales. Lo personal es político, decían.
Cuando enterramos a la URSS, enterramos, también, al socialismo. Ese es el peso que cargamos quienes no vivimos ninguna efervescencia libertaria ni ninguna cercanía con los sueños utópicos. Para quienes crecimos y vivimos en los ochenta y noventa, lo que nos quedó fue la desilusión y la desesperanza. El consumo o el desempleo. El conformismo político y el canibalismo cultural. O sea, un mundo sin poesía, sin libertad ni igualdad. Quedaba China, donde el comunismo había sido comprado. Quedaban los escritores profesionales. Quedaba el feminismo, el indigenismo, el ecologismo. Pero ya no era posible decir palabras en una lengua que atravesara las fronteras y prometiera la comunión entre los hombres. Existían las corporaciones multinacionales que atravesaban fronteras, pero su lenguaje era el de la sumisión. La etno-política, las reivindicaciones de las mujeres, el cuidado de la naturaleza suenan a particularismos, a un lenguaje que por su misma naturaleza no puede atravesar las fronteras nacionales y las fronteras de clase y género y signifique un reencuentro con los hombres. Este es el estado de cosas en que nos dejó la pérdida del espíritu libertario de los años 60.
La derrota política fue, al mismo tiempo, una expropiación económica y una imposición cultural. Jameson lo aclara al comparar la resistencia que tuvo la guerra de Vietnam en los años setenta con el silencio con el que fue recibida la guerra del Golfo en los años noventa. Cuando se refiere a la literatura, el cine y el arte de los años noventa y advierte su nostalgia por el pasado, su incapacidad para dar respuesta a los problemas del presente. Cuando observa cómo el esteticismo se asienta en la vida cotidiana y termina por disolver la potencia crítica y la experiencia de lo sublime. En un afán similar se embarcan Lipovetsky y Juvin cuando apuntan a la completa subversión de la alta cultura por la cultura de masas, cuando señalan cómo el capitalismo occidental ha terminado por convertirse en la base cultural de las sociedades no occidentales, cuando muestran que de la libertad individual hemos pasado a la vida solitaria y aislada. El conformismo, la nostalgia, la belleza decorativa; la cultura –antaño rebelde o espiritual– convertida en mercancía, la aparente diversidad sometida a la lógica de la ganancia y el interés, la soledad: todas son experiencias de enfermedad, de envejecimiento, de renuncia y de derrota.
En la adolescencia me sentía confundido por la música y la literatura de épocas distintas. Me gustaban Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, pero mis contemporáneos eran Nirvana y Queen y Metallica. Me gustaba Hemingway, John Dos Passos, García Márquez, Herman Hesse; quizá porque era un lector solitario encontraba una grandeza natural en las novelas de aventura y donde los personajes intentaban algún tipo de hazaña. Creo que me sigue gustando Polvo y ceniza. En la escuela de literatura los que resultaban mis héroes naturales fueron reemplazados por el culto al texto y la asepsia política y cultural. Los dioses académicos eran Joyce, Eliot, Mallarmé, Barthes, Foucault, etc. No quiero decir que Joyce sea un incapaz, sino que en los años noventa lo utilizaban para restar un valor vital a la escritura. Lo mismo sucedía con los demás. Por lo tanto Hemingway, Dos Passos, Roque Dalton eran residuos del pasado: el culto por el texto provocaba justamente ese sentimiento de melancolía que anida en la derrota. Lo mismo sucedía con Hendrix, Joplin, Morrison: habían caído para siempre y, aunque se escucharan, había que ser contemporáneo y cambiarlos por cualquier cosa, como por ejemplo por el rock sinfónico y músicas más sofisticadas. No digo que Queen o Metallica sonaran mal. Pero eran demasiado suaves o demasiado severos. ¿Dónde estaba finalmente la vida? Terminé por enamorarme de Rimbaud, de Henry Miller, de Ernesto Cardenal, a quienes leía como quien comete a propósito una disonancia para aproximarse al hilo de la poesía y la historia que estaba perdido.
Quizá quepa preguntarnos si las fuerzas libertarias podían vencer verdaderamente sin convertirse con el tiempo en regímenes dictatoriales, o si hubieran podido sobrevivir a la expansión de empresas multinacionales, de la burocracia internacional financiera y política, y al poder de las potencias centrales. En su Historia del siglo XX Hobsbawm señala que la URSS intentaba reformar sus estructuras políticas, económicas y sociales. Quería adoptar un modelo parecido al de Suecia, de carácter cooperativo y democrático. La pregunta sería, entonces, ¿por qué el ejemplo de Suecia no prosperó, al menos en Europa, Estados Unidos y América Latina? ¿Por qué en lugar de crear empresas autogestionadas y sociedades libres los trabajadores terminaron por someterse a las corporaciones multinacionales y al poder de partidos y burocracias? Quisiera añadir que la vida cooperativa y democrática de Suecia se encuentra muy cerca de las comunas libertarias de los años treinta en España y los soviets de la revolución de 1917. Es decir que, si los soviets y las comunas hubieran podido sostenerse en el tiempo hubieran terminado por encontrar una forma similar a la de las cooperativas suecas. Si las comunas hippies de los años 60 y las comunas anarquistas de principios del siglo XX hubieran logrado sobrevivir, hubieran recreado y ampliado una forma similar a la del cooperativismo. ¿Por qué no sobrevivieron? Es más, ¿por qué en la misma Suecia estas invenciones sociales han entrado en retroceso?
Hardt y Negri señalan, en su conocido ensayo Imperio, que los discursos poscoloniales y posmodernos sobre la diferencia, el binarismo, la hibridación no son una alternativa al nuevo orden mundial. Serían más bien posiciones teóricas que describen y terminan por reforzar el carácter expansivo, descentrado y jerárquico del Imperio (que según los autores sería una versión ampliada de las formas políticas y culturales de los Estados Unidos). Los autores afirman allí que el fundamentalismo religioso –el Islámico o el Cristiano– sería una respuesta de los perdedores frente al poder sin límites del nuevo orden mundial. Creo que este libro es de una extraordinaria riqueza histórica y conceptual, y sin embargo, me atrevo a pensar que los autores se equivocan al creer que los fundamentalismos son una reacción de resistencia al mercado, el consumo, el liberalismo y el fin de las fronteras. Aunque nuestra mirada apunta al futuro creo que las verdaderas alternativas al nuevo orden mundial se encuentran en experiencias históricas próximas al cooperativismo, el comunitarismo o las comunas, es decir, a experiencias que cobraron realidad en los años sesenta, aunque hayan sufrido la violencia de la represión o hayan desaparecido por la desilusión de los comuneros.
El cineasta Raymundo Gleyzer, al que conocí por el querido amigo Joaquín Manzi, es un preclaro ejemplo de que es posible crear organizaciones obreras igualitarias y, al mismo tiempo, denunciar las traiciones al interior de los grupos de trabajadores. Gleyzer es una especie de cristalización de lo que he dicho unas líneas arriba, es decir, es una síntesis, y su experiencia es de una riqueza y de una ayuda enorme. ¿Qué es lo que hizo este cineasta argentino? Como en muchos otros niveles –en imprentas, fábricas, astilleros, etc.–, el grupo de trabajadores que hacía películas con Gleyzer carecía de jerarquías, es decir, aunque cumplían funciones diferentes, los utileros tenían una participación semejante a la de los actores, los camarógrafos estaban en igualdad de condiciones que el director. Admitir la igualdad es el principio de la creación de grupos cooperativos o comunitarios. Una de las películas de Gleyzer, Los traidores, relata cómo el ascenso de un dirigente obrero va ligado a la entrega que hace el mismo de sus trabajadores a los patronos. En Los traidores Gleyzer muestra cómo se hunde el sindicalismo, la política de la representación y finalmente la búsqueda de igualdad y de libertad. Su grupo de trabajo, Cine de la Base, contrasta abiertamente con lo que muestra en esta película. Gleyzer murió asesinado por la dictadura argentina en 1976.
En el Cine de la Base está contenido el espíritu libertario de los años 60, su fortaleza crítica y la represión que experimentó. Es cierto que el Cine de la Base se organiza en una época diferente, en la que encuentra correlatos y un clima cultural que lo alienta y sostiene. El Cine de la Base no podría existir sin otras experiencias similares, que, a la manera de los consejos de obreros, terminen por crear una república de Soviets. Pero es preciso hacer énfasis en el principio de igualdad que neutraliza cualquier afán representativo, jerárquico y, en último término clasista, y cómo ese principio puede dar lugar a experiencias semejantes en el presente.
No quiero mostrarme ingenuo y tengo muy presente un pequeño relato de Fernando Pessoa: El banquero anarquista. Allí el narrador, un banquero, defiende la libertad por sobre cualquier otro bien. Dice que, en el mundo en el que vive, la libertad significa controlar el dinero, y que no importa lo que haya que hacer para controlar el dinero, que significa la libertad. Sin embargo, el banquero anarquista suprime la igualdad como principio de la libertad. “Cuando entré a militar en un grupo anarquista –dice más o menos el banquero– me di cuenta de que siempre hay alguien que quiere dar órdenes, que quiere prevalecer”. Es decir que en el grupo anarquista no existía una igualdad real, pues constantemente había una lucha individual por prevalecer, es decir, por someter a los demás a una jerarquía.
Frente a este relato pesimista, que sin embargo debemos tener muy presente, una película de Ken Loach, Tierra y libertad, relata la historia de una escuadra de milicianos internacionalistas durante la República Española. Son nueve o diez combatientes, incluidas mujeres, que pelean en las filas republicanas y pertenecen a la CGT, el sindicato anarquista. Hay un momento en la película en el que liberan un pequeño pueblo y, tras discutir y razonar con los pobladores, los milicianos y los campesinos en conjunto deciden, por medio de una votación, colectivizar la tierra. Al final de la historia los milicianos son aplastados por el estalinismo del partido comunista. La película comienza cuando el protagonista del film, un obrero inglés, muchos años después de los acontecimientos de la República española, muere en soledad en la pobreza de su departamento. Su nieta llega al lugar donde el viejo miliciano está muerto. Después la nieta lee las cartas y encuentra las fotos de los años de miliciano de su abuelo. Y finalmente encuentra un pañuelo con la tierra que los milicianos y campesinos colectivizaron. La nieta entierra a su abuelo con ese puñado de tierra libre y comunal y se queda con el pañuelo.
Creo que estos ejemplos y reflexiones pueden ayudar a comprender en qué medida la herencia de los años sesenta está viva o puede revivirse. Esa herencia comprende, en su base, la invención, permanencia y expansión de organizaciones y grupos libres e igualitarios capaces de producir bienes y mensajes y de imaginarse como alternativa al actual orden de cosas. Dice Edgar Morin: “Pensaba y sigo pensando que el núcleo inventivo, ardiente, libertario comunitario es lo esencial de Mayo”.
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