domingo, 14 de octubre de 2012

Dos tipos audaces



Por Pino Solanas

Octavio Getino integró el grupo Cine Liberación junto a Pino Solanas, Nemesio Juárez y Gerardo Vallejo. Junto a Solanas realizó La hora de los hornos (1968) y codirigió –también con Solanas y Vallejo– las entrevistas documentales a Perón en Madrid La revolución justicialista y Actualización política y doctrinaria (1971). Fue coguionista de Vallejo para su film El camino hacia la muerte del viejo Reales, y dirigió un único largometraje de ficción, titulado El familiar (1974). A lo largo de casi cuarenta años ocupó cargos de importancia en gestión cultural e investigación (fue coordinador regional del Observatorio del Cine y el Audiovisual Latinoamericano de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, director del Instituto Nacional de Cine entre 1989 y 1990 y director del Ente de Calificación Cinematográfica en 1973) y publicó numerosos trabajos sobre cine y comunicación en Latinoamérica. Había nacido en 1935 en León, España; el lunes pasado a la madrugada falleció, a los 77 años, víctima de un cáncer. Pino Solanas lo despide.

Con Octavio Getino nos conocimos en el año ’62, o en el ’63. Los dos habíamos hecho nuestro primer corto. Frecuentábamos la asociación de cortometrajistas, que se reunía en la Asociación de Artistas Plásticos, en su sede en la esquina de Maipú y Córdoba. Nuestras películas se veían también, de vez en cuando, en el Cine Club Núcleo, que por entonces funcionaba donde estaba el cine Dilecto, en Córdoba y Rodríguez Peña. Era una época en la que hacer un cortometraje era una proeza porque costaba muy caro: no había video ni camaritas digitales ni se podía editar en una computadora. Aquellos fueron los años iniciáticos, comenzó la amistad con Octavio y siguen siendo inolvidables. Yo venía concibiendo un proyecto de largo aliento: una suerte de fresco histórico de Argentina, que era a su vez un proyecto de búsqueda de identidad, cinematográfica y política. Eramos jóvenes y estábamos atravesados por la crisis de las ideologías de los años ’60.

El Flaco o el Gallego, como lo llamábamos, era un tipo brillante y muy inteligente, un escritor talentoso y con una gran capacidad de trabajo. Cuando un proyecto le gustaba, se metía de cabeza y no le sacaba el cuerpo por más audaz que fuera. Eso pasó con La hora de los hornos, que se planteaba algo que parecía delirante: desnudar el neocolonialismo y la violencia cotidiana en la Argentina. Debía hacerse al margen del sistema y del Incaa, tratando de pasar inadvertidos: la censura era muy dura y apenas comenzamos llegó la dictadura de Onganía. Lo invité a colaborar en el guión y se metió de cabeza. Comenzamos recorriendo las barriadas obreras de Lanús, Gerli, Temperley, Monte Chingolo. Todavía existían cientos de fábricas y talleres y recorríamos la Bernalesa o Siam di Tella conversando con militantes de la resistencia peronista. La película se fue construyendo sobre la marcha y en la relación con Octavio se produjo una suerte de dialéctica creativa donde uno estimulaba al otro, debatíamos los grandes temas y surgían nuevas ideas.

El proyecto se financiaba con mi pequeña productora y filmábamos cuando se podía. El equipo era mínimo y en el rodaje cada uno hacía varias cosas: Octavio se encargaba de la investigación, del sonido o de la producción, Vallejo de la asistencia general, De Sanzo de la fotografía y yo de la cámara y la dirección. Nuestro código de trabajo consistía en no decir qué era lo que estábamos haciendo y tuve que terminarla en Roma. Se supo de qué se trataba cuando se estrenó, el 3 de junio de 1968 en el Festival del Nuevo Cine, en Pesaro, Italia, a pocos días del Mayo Francés. El impacto fue tan grande, que la sala se puso de pie y con Octavio nos sacaron en andas hacia la plaza. Estaban los directores brasileños, cubanos e italianos y toda la crítica europea. En las charlas con la prensa, la lucidez de Octavio desarmaba los cuestionamientos que nos hacían por la reivindicación de Perón y Evita y comenzaban a preguntarse si no habían estado equivocados.

Pero la epopeya fue demostrar que en esas circunstancias se podía organizar un circuito de exhibición paralela o clandestina a través de organizaciones sociales y políticas. Primero comenzamos nosotros con el proyector a cuestas y luego se conformaron decenas de grupos para exhibir La hora... y las demás películas que le siguieron. Descubrimos que este cine tenía mucho público y que podía exhibirse a pesar de la represión. Vivimos todo tipo de aventuras con Octavio, cosas que hoy, vistas a la distancia, nos dan risa, pero que en su momento fueron difíciles: de pronto había que interrumpir o deshacer una proyección para salir corriendo escondiendo los rollos porque venía la cana. Era la “dicta-blanda”. Años más tarde, con la dictadura de Videla, si te agarraban con un rollo de La hora..., desaparecías.

Cuando Perón lee en los diarios que una película hacía por primera vez un rescate de sus gobiernos, me invitó a visitarlo en Puerta de Hierro y nosotros le propusimos filmarle una larga entrevista donde relatara su historia. Tres años después, en el verano madrileño de 1971, con Octavio comenzamos lo que luego serían La revolución justicialista y Actualización política y doctrinaria. Fue otro momento extraordinario que compartimos, lleno de peripecias, porque en la España de Franco entrábamos y salíamos con películas escondiéndolas y encima, había que engañar a López Rega, que pretendía quedarse con lo que filmábamos.

Por supuesto que con Octavio también teníamos nuestras diferencias: era un tipo de carácter y las discusiones a veces eran duras, pero sabíamos tomar lo mejor para la película. Era una competencia creativa que nos enriquecía. Yo venía de estudiar teatro y “veía” natural hacer pequeñas recreaciones que enriquecieran la línea documental, como la secuencia de los muchachos que esperan a la prostituta o el entierro en Tilcara. Soñaba con un cine que fuera fusión de géneros, como si fuera un libro de ensayo, que podía incluir desde la imagen de archivo o el dibujo animado, hasta la ficción. A Octavio le asustaba y con su razón, porque temía que perdiera valor testimonial. Pocos años después, cada uno hizo su primera película de ficción: Octavio El familiar y yo Los hijos de Fierro y llegó la dictadura y el exilio. Vino la separación del grupo Cine Liberación y cada uno se fue al país que podía.

Por años nos vimos solo esporádicamente, en festivales o encuentros, y con la democracia, comenzamos a volver y en los años ’90 tomamos rumbos distintos. Octavio estuvo un tiempo en la dirección del Incaa y yo seguí filmando –El viaje y La nube– películas que me enfrentaron a Menem. Entre la separación de los años de exilio y las diferencias políticas, no fue como antes, pero no impidió que mantuviéramos una relación cordial y respetuosa. Nuestro último contacto habla de su grandeza: me escribió para felicitarme por el apoyo a la expropiación de YPF y me prometió que cuando superara sus “achaques” me llamaría para vernos. Su partida es una pérdida muy grande para el cine argentino y latinoamericano.

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