lunes, 19 de marzo de 2012

Jean Giraud y la política del arte

Rebelión

Por Miguel León y Vlad Gusev *

El sábado 10 de marzo hemos amanecido con la triste noticia de la muerte de Jean Giraud (Moebius), reconocidísimo artista gráfico francés, especialmente por sus cómics y novelas gráficas, de entre las que podríamos destacar, como dos muestras características de su trabajo, Blueberry, el peculiar western con el que se dio a conocer, y El Incal, obra de ciencia ficción que fue resultado de su fructífera colaboración con Alejandro Jodorowsky.

La una, como el propio Giraud reconoció, un cómic de apariencia convencional que le sirvió para aprender “los mecanismos de la narración del cómic tradicional” [1]. Decimos que el cómic es sólo aparentemente convencional porque, aunque desde luego no es posible encontrar en sus páginas las innovaciones formales que Giraud desplegó en obras posteriores y menos comerciales, no deja de ser indicativo y profundamente subversivo que dos autores franceses (Giraud y Charlier), herederos por tanto de la tradición del cómic franco-belga de la ligne-claire, decidan abordar el género del western, marco mitológico a través del cual se ha construido y reproducido la identidad estadounidense. No deja de ser curioso, por tanto, que las revistas francesas de cómics de la época (la serie principal se publicó entre 1963 y 1983) [2] compitan con la floreciente industria del cómic estadounidense y sus superhéroes explorando, desde el Viejo Continente, el mito fundacional de los Estados Unidos [3].
La otra, firmada bajo el pseudónimo Moebius, representa bien esa cierta bipolaridad del trabajo de Giraud (entre el producto más convencional y la obra experimental), así como su especial dominio del color, el trazo y la secuencia. Era un artista con una enorme capacidad inventiva y una imaginación prodigiosa, con un estilo genuinamente propio y al mismo tiempo siempre cambiante.

La importancia de Giraud, sin embargo, va más allá de los rasgos de su obra. Su labor creativa no puede ser considerada al margen de las grandes transformaciones que ha ido experimentando el cómic como forma artística desde su aparición a finales del siglo XIX hasta la actualidad, cuando determinadas expresiones del arte secuencial (expresión de Will Eisner) reciben ya el nombre de novelas gráficas, reconociendo con ello su calidad narrativa y el talento creativo de quienes las hacen posibles.

La innovación formal y la temática en el cómic son hasta cierto punto independientes, pero sólo hasta que se tiene en cuenta que ambas se refuerzan mutuamente en la medida en que guionistas y dibujantes, al elegir el cómic como campo de experimentación, contribuyen a presentarlo como una forma de expresión artística madura, que puede y debe ser mucho más que un Aparato Ideológico del Estado dedicado a la reproducción de ciertos patrones dominantes de conducta; que puede y debe ser mucho más que un producto cultural de poca calidad y argumentos repetitivos, sólo tolerables para niños y adolescentes de quienes no se espera que desarrollen un sentido crítico.

Desde este punto de vista, la obra de Moebius se inscribe en una revolución artística de máxima relevancia que tuvo lugar en el seno mismo de la industria del cómic a partir de los años 60-70. Historias más maduras y mejor desarrolladas, personajes terriblemente complejos y para nada arquetípicos, una gran variedad de técnicas y estilos gráficos, florecen de la mano de una larguísima lista de creadores (algunos ya convertidos en clásicos) como Dave McKean, Grant Morrison, Alan Moore, Art Spiegelman, Joe Sacco, Robert Crumb, Harvey Peckar, Mark Millar, Neil Gaiman... todos ellos en lengua inglesa, pero también Enki Bilal, Marjanne Satrapi, Milo Manara, Paolo Serpieri o el propio Jean Giraud.

Fue especialmente significativa, en el marco de esta revolución artística y en el contexto francés, la fundación en 1974 del grupo Les Humanoïdes Associés (Humanoides Asociados) por Jean Giraud, Jean-Pierre Dionnet, Philippe Druillet y Bernard Farkas. Dicho grupo hizo posible a su vez la publicación de la conocidísima revista Métal Hurlant (y de su réplica estadounidense, Heavy Metal), así como de obras cerradas, pudiendo destacar como ejemplos la Trilogía de Nikopol, de Enki Bilal, o el manga semi-autobiográfico Barefoot Gen, de Keiji Nakazawa, sobre el drama humano que siguió al bombardeo atómico de Hiroshima.

Más allá de lo anecdótico de que el creador se convierta en editor, hay que entender las implicaciones político-artísticas de una decisión así, del compromiso profundo con una forma de entender el arte que no tiene que ver sólo con la renovación y la experimentación, ni tampoco exclusivamente con una defensa puramente gremial del cómic como arte, sino también con una determinada comprensión de lo social y del papel que el arte debe desempeñar en su seno [4]. No se puede pasar por alto, por tanto, la importancia sociopolítica de la ciencia-ficción (el género al que se dedico Metal Hurlant de forma casi exclusiva) como refugio y vía de expresión para una gran cantidad de creadores profundamente críticos para los que la declaración ideológica abierta podía suponer la censura y para los que la experiencia soviética ya no podía ser una encarnación de la utopía.
Así, las creaciones (de Moebius y de otros autores) publicadas por Métal Hurlant en los años 70 y 80 pueden aparecer fácilmente ante nuestros ojos como reflexiones más o menos explícitas acerca del futuro de la humanidad (que podría ser ya nuestro presente). La mayoría de ellas tendrían en común su carácter distópico, es decir, su radical cuestionamiento de la idea de progreso como resultado natural de la historia humana, y la preocupación por ciertos aspectos sociales de primera importancia como la crisis ecológica, la deriva autoritaria de nuestros regímenes políticos, o los dilemas vinculados al avance tecnológico.

En la actualidad es fácil asumir con naturalidad este giro crítico del cómic, más aún cuando obras que en su momento fueron profundamente subversivas (como, por ejemplo, V de Vendetta) se han convertido en productos culturales perfectamente incorporados a la dinámica comercial general de producción, distribución y consumo. Pero no debemos olvidar que las facilidades de hoy en día, el hecho de que exista un público lector maduro, consciente, exigente, que espera encontrar cómics de un alto valor artístico en todos sus aspectos, no habrían sido posibles ni podrían ser dadas por supuestas de no haber sido por la labor de pioneros como Giraud, de cuyas decisiones artísticas, editoriales, en último término políticas, somos todos deudores.

* Miguel León es estudiante de Ciencias Políticas y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid, y autor de algunos artículos de análisis del cómic desde una perspectiva sociológica. Vlad Gusev es diseñador gráfico y miembro del grupo Honk Fu. Los dos colaboran, como guionista y dibujante respectivamente, en la creación de cómics.

Notas:
[1] http://elpais.com/diario/2009/11/15/cultura/1258239603_850215.html
[2] http://www.tebeosfera.com/1/Personaje/Blueberry/Lt.htm
[3] El cómic estadounidense recurrió también al western, pero lo hizo sobre todo durante los años 40 y 50, y no tuvo desde luego la repercusión internacional del género superheroico. Tras decaer en los 60, se puede observar un cierto “retorno” al western desde una nueva perspectiva, en ocasiones crítica y ácida, con títulos como Jonah Hex, Loveless o Preacher.
[4] Un ejemplo especialmente claro es la propia publicación de Barefoot Gen, que al parecer fue un fracaso comercial y tampoco es de extrañar que así fuera, puesto que en aquel momento (la obra fue publicada en Francia entre 1982 y 1983) el manga era un tipo de cómic absolutamente desconocido para el público europeo y, además, esta obra está particularmente marcada por los rasgos formales específicos del cómic japonés (sobre todo si se la compara con otros manga publicados en Europa unos años más tarde y que fueron mejor recibidos por los lectores europeos, como Akira de Katsuhiro Otomo).

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