Por Julio Escoto
Se ve la patria a la distancia —el estudio permite esto— y es obvio el deterioro que la acucia: de los principios positivistas de Estado, y de la ambición liberal primigenia, que procuraba generar bienes para disfrute del pueblo —la “riqueza de las naciones” de Adan Smith— pasó a fraguar y convivir en una mezcla tan confusa de valores que, además de ralear y pervertir su identidad, la hizo aceptar que la palabra de dios puede anidar en boca de humanos, que el bipartidismo salvará a la república y que la mejor doctrina para desarrollar al país es dividirlo y venderlo a retazos.
En los textos sobre ideología eso tiene títulos claros y exactos: alienación y enajenación. En términos vulgares se reconoce como estupidez colectiva.
Leyendo la historia se hace obvio que en raro caso el patrimonio nacional ha servido para bienestar de las mayorías si no para uso y abuso de pequeños grupos de clase, y de grandes compañías ajenas, que se sirven de lo que pertenece a todos para lucro singular.
Pero no han sido ellos solos —pues al fin el malvado propone y el justo decide si o no peca— sino que para delinquir se aliaron, durante un entero siglo, con la mayor esperanza social hasta entonces creada dentro de la novel democracia: los partidos políticos.
Teólogos de economías sumisas predicaron por décadas que el Estado era pésimo administrador (cuando los malos son en verdad los administradores) y que por ende debía trasladarse a manos privadas la armazón del negocio gubernamental, como si en otras sociedades, una vez vencida la corrupción, no fuera el Estado el mayor actor del proceso. Y para convencer de esa aceptada falacia colocaron en puestos públicos a sus trápalas e impostores, dedicados a quebrar lo recto y tronchar lo provechoso, a hacer fracasar las empresas públicas y a fabricar tan mal nombre con ellas que las transformaron en odiosa palabra.
Aún más, para asedar a la sociedad y mantenerla alelada en torno a sus verdaderos y acuciantes problemas; para hacerle pensar que no existen soluciones terrenas sino (rogadas y) llovidas del cielo, toda una banda de oficiantes religiosos se abalanzó sobre ella para impregnarle temor y miedo a presencias sobrenaturales (ángeles, demonios), cambiarle la nacionalidad espiritual (ahora somos “hijos de Israel”), aterrorizarla con sitios ficticios (limbos, purgatorios, infiernos), estresarla con culpas, júbilos y delitos de lejanas tribus perdidas (arameos, filisteos, asirios) como si fueran suyos y con cuyos versículos le estimulan horrorosa culpabilidad.
Como consecuencia se sustituyó al virtuoso laicismo republicano con la palabra “dios” en desayuno, almuerzo y sopa, tornando a la gente en obra de la fantasía, la metafísica y el azar, en vez de producto de su denodado esfuerzo.
A la receta adicionaron fútbol (no deporte), lotería y alcohol, de vez en cuando coca, camiseta mojada y crack, et voilá, la masa ignorante se deja manipular, es impresionable y sensible, espera que destino y recompensa caigan del cielo, que un día funcione la tesis del “derrame” económico y que la élite política, sierva de la oligarquía, renueve socialmente al país. Sigue esperando, tiene 99 años de esperar, quizás espere hasta la eternidad mientras le roban e hipotecan lo suyo, le esquilman el centavo, le aglomeran impuestos, intereses y diezmos, le extraen lo material simulándole que es por provecho espiritual, mejor dicho, celestial…
Si no hubiera esperanza habría que pegarse un tiro o abandonar Hibueras, desahuciados de una vez.
Pero los pueblos jamás se suicidan, he sentenciado antes, y el nuestro ha alcanzado tan dolorosa y súbita madurez recientemente, por las maldades en abundancia conocidas, que más de dos sorpresas puede dar. Tanta lágrima que bajó al río en una centuria, tanta sangre bañó la tierra, que si no ocurre venganza ojalá brille la verdad.
Libres son solo quienes conjugan la verdad.
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