viernes, 9 de marzo de 2012

Bourdieu en el corazón


Por Loïc Wacquant

¿Cómo conoció usted a Pierre Bourdieu?
Conocí a Bourdieu en una conferencia pública que daba sobre “Cuestiones políticas”, una tarde gris de noviembre de 1980 en la École Polytechnique. Tras la conferencia, que me pareció densa y abstrusa, el debate se prolongó en la cafetería con un grupo de estudiantes hasta el amanecer. Ahí, Bourdieu diseccionó con una maestría de cirujano las relaciones subterráneas entre política y sociedad en Francia, en vísperas de las elecciones de 1981. Fue como una iluminación para mí y en seguida me dije: “Si esto es la sociología, es lo que quiero hacer”. Así que me matriculé en un curso de sociología en Nanterre y comencé a “hacer novillos” en la École des HEC [escuela de economía] para poder asistir a sus clases en el Collège de France, al final de las cuales solía apostarme para esperarle pacientemente y asaltarle con preguntas. Tomamos la costumbre de ir andando y charlando juntos hasta su casa. Eran como unas fabulosas clases particulares para un aprendiz de sociólogo como yo.

¿Qué representaba entonces para usted, frente a otros “grandes” de las ciencias sociales como Lévi-Strauss, Foucault y Derrida?
Bourdieu ya era el famoso autor de Esquisse d’une théorie de la pratique (1972) [Esbozo de una teoría de la práctica] que, en su afán por captar la actividad cotidiana de las personas en situación, desafiaba el estructuralismo mentalista de Lévi-Strauss; pero era también autor de La distinción, Taurus, 2002, que rechazaba la visión filosófica del gusto defendida por Derrida, revelando que nuestras preferencias más íntimas están marcadas por nuestra posición y trayectoria sociales.
Pero, por aquel entonces, yo no comparaba a Bourdieu con los otros grandes pensadores de la época, para empezar porque yo carecía de grandes ambiciones intelectuales, y también porque se trataba de una persona muy accesible, cálida y cercana. Yo le veía más bien como el director de orquesta de la revista Actes de la recherche en sciences sociales [Actas de la investigación en ciencias sociales], a la cual me suscribí, a pesar de que me costaba mucho leerla. Actes es una revista única, pues introduce a sus lectores en la “cocina” de las ciencias sociales: permite conocer el proceso de producción del objeto sociológico, subvirtiendo el “sentido común”. Para toda una generación de investigadores, la mejor manera de conocer a Bourdieu ha consistido en leer esta revista, que él fundó y dirigió durante un cuarto de siglo. Otros, en cambio, han descubierto su pensamiento a través de los breves ensayos de la colección Raison d’agir [“Razones para actuar”], que lanzó en 1996.

¿Qué adjetivos escogerías para caracterizar su sociología?
Bourdieu es un sociólogo enciclopédico. Ha publicado treinta libros y cerca de 400 artículos, abordando los temas más variados: desde el parentesco en la sociedad rural hasta la ciencia, pasando por la escuela, las clases sociales, la cultura y los intelectuales, el derecho y la religión, la dominación masculina, la economía y el Estado, y un interminable etcétera. Pero bajo esta desconcertante ebullición de objetos empíricos se oculta un pequeño número de principios y conceptos que aportan a su obra una unidad y una coherencia pasmosas.
Bourdieu desarrolla una ciencia de la práctica humana que aporta una crítica de la dominación en todas sus formas: de clase, étnica, de género, nacional, burocrática, etc. Se trata de un ciencia antidualista, agonística y reflexiva. Antidualista porque desentraña las antinomias heredadas de la filosofía y sociología clásicas, entre cuerpo y alma, individual y colectivo, material y simbólico; y fusiona la interpretación (que indaga las razones) con la explicación (que detecta las causas), así como los niveles de análisis micro y macro. Se trata de una sociología agonística en el sentido que plantea que todos los universos sociales, incluso los aparentemente más conciliadores, como la familia o el arte, son en realidad espacios de infinitas luchas multiformes. Y, para terminar, la sociología de Bourdieu se distingue de las otras corrientes, y notablemente de aquella de los padres fundadores -Marx, Durkheim y Weber-, en que actúa de manera reflexiva, es decir: el sociólogo está obligado a dirigir sus instrumentos de análisis también hacia sí mismo, esforzándose así por conjurar las determinaciones sociales que también pesan sobre él, como ser social y como productor cultural.

¿Cuáles son los conceptos distintivos que forman el meollo de su teoría?
Para Bourdieu, la acción histórica existe bajo dos formas, encarnada e institucionalizada, sedimentada en los cuerpos y en las cosas. Por un lado, se “subjetiviza” depositándose en lo más hondo de los individuos, bajo la forma de categorías de percepción y de apreciación, de conjuntos de disposiciones duraderas que él denomina habitus. Por otro lado, se “objetiviza” en distribuciones eficientes de recursos, que Bourdieu captura mediante la noción de capital, y en microcosmos dotados de una lógica de funcionamiento específico que Bourdieu denomina campos (político, jurídico, artístico, etc.).
Su sociología se esfuerza por dilucidar la dialéctica de la historia hecha cuerpo y de la historia hecha cosa, del habitus y del campo, que nos conduce al meollo del misterio de la vida social. Pues si las estructuras mentales (del habitus) y las estructuras sociales (del campo) se interpelan, se responden y se corresponden, es porque están relacionadas mediante un vínculo genético y recursivo: la sociedad modela las disposiciones, las maneras de ser, de sentir, de pensar y de actuar propias de una categoría de individuos; y dichas disposiciones guían las acciones mediante las cuales estos mismos individuos dan, a su vez, forma a la sociedad.
A esto hay que añadir la idea-fuerza de la pluralidad y versatilidad de los tipos de capital: en las sociedades contemporáneas, las desigualdades no sólo están determinadas por el capital económico (patrimonio, ingresos), sino también por el capital cultural (títulos académicos), el capital social (relaciones útiles) y el capital simbólico (prestigio, reconocimiento). Sumando todo esto, obtenemos la receta de una sociología agonística, flexible y dinámica, adecuada para indagar en las luchas materiales y simbólicas, al hilo de las cuales se produce la historia.

¿Cómo hay que interpretar la implicación política de Bourdieu, especialmente en 1995?
En realidad, la “implicación” política de Bourdieu se remonta a sus trabajos de juventud durante la crisis de Argelia. Como buen retoño de la École Normale Supérieure, pasó de la filosofía a la antropología, es decir, de la reflexión pura a la investigación empírica, para asimilar el impacto emocional de esa horrible guerra y para aportar una visión clínica de un proceso de descolonización que hizo que la República se tambaleara.
Hacer ciencia social siempre ha sido para Bourdieu una forma de contribuir al debate cívico. Sus principales libros abordan y reformulan algunas de las grandes cuestiones sociopolíticas de cada momento: esto es cierto en "La reproducción: elementos para una teoría del sistema de enseñanza", (Popular, 2001) que saca a la luz crítica elmito de la “escuela liberadora”; así como en La Noblesse d’État [La nobleza de Estado] (1989), que desmonta los mecanismos de legitimación de la dominación tecnocrática; y es igualmente cierto, evidentemente, en la encuesta colectiva sobre La Misère du monde (1993) [La miseria del mundo, Akal, 1999], que aparece dos años antes de su famoso discurso en la estación de Lyon, cuando las manifestaciones de diciembre de 1995.
Lo que cambia a lo largo del tiempo es la manera de manifestarse de su implicación cívica. Al comienzo, ésta queda totalmente sublimada en su labor científica. Pero, con el tiempo, va adoptando una forma más pública que desemboca en actuaciones concretas visibles para el gran público; y esto por dos razones: Bourdieu ha cambiado, ha madurado y ha adquirido una notable autoridad científica; comprendía cada vez mejor el funcionamiento de los campos político y mediático, y por lo tanto, era capaz de manejarlos mejor. Pero también el mundo ha cambiado: la dictadura de mercado amenaza directamente las conquistas sociales de las luchas democráticas, por lo que resulta cada vez más urgente intervenir. Lo que no había cambiado era su devoradora pasión por la investigación y su devoción hacia la ciencia, que defendía con uñas y dientes contra la intrusión de la “filosofía de Reader’s Digest” y contra el irracionalismo de las corrientes autodenominadas posmodernas.

¿Qué diferencias nota usted en la acogida de su trabajo en Francia y en EE UU?
En el extranjero se suele leer a Bourdieu sin interferencias políticas ni mediáticas, como un autor clásico que ha elaborado poderosos e innovadores instrumentos para pensar las sociedades contemporáneas, así como una gran figura de acción intelectual, en la estela de Zola, Sartre y Foucault. En la jaula de grillos parisina, en cambio, los prejuicios son tenaces y siempre hay quienes, incluso a título póstumo, prosiguen sus pequeñas guerras sectarias de clanes académicos y que, con Bourdieu aún en vida, ya acogían sus obras con jarros de agua fría. Es una pena por Francia...

En sus investigaciones, ¿qué retoma usted más directamente de Bourdieu?
Doy continuidad a sus enseñanzas en tres terrenos: el cuerpo, el gueto y el Estado penal. En "Entre las cuerdas: cuadernos etnográficos de un aprendiz de boxeador" (Alianza, 2004) pongo a prueba, por partida doble, el concepto de habitus. Primero, como objeto empírico, desmenuzando el proceso de ensamblaje de los esquemas mentales, las habilidades cinéticas y los deseos que, una vez sumados, hacen de alguien un boxeador competente y apetente. En segundo lugar, como método de investigación: he adquirido el habitus pugilístico mediante un aprendizaje de tres años en un gimnasio de un gueto negro de Chicago, con el objetivo de señalar la vía de una sociología encarnada que considera el cuerpo no como un obstáculo para el conocimiento, sino al contrario, como un vector de su producción.
En el frente de las desigualdades étnicas y urbanas, mi libro "Los condenados de la ciudad: gueto, periferias, Estado" (SigloXXI, 2007) aplica los esquemas bourdieusianos para mostrar cómo el Estado, mediante su estructura y políticas, modela las formas adoptadas por la marginalidad urbana al filo del nuevo siglo: el hipergueto en Estados Unidos y el antigueto en Francia y en Europa occidental.
Finalmente, mis investigaciones sobre la difusión planetaria de la temática securitaria de la “tolerancia cero”, resumidas en "Las cárceles de la miseria" (Alianza, 2001) demuestran que el retorno de la prisión señala el advenimiento de un nuevo modo de regulación de la pobreza que alía la “mano invisible” del mercado laboral desregulado con el “puño de hierro” de un aparato penal intrusivo e hiperactivo. 

El neoliberalismo supone menos Estado social, pero más Estado penal. Y, por el contrario, ¿cuáles de las aportaciones de Bourdieu resultan menos útiles y actuales?
El postulado sobre que existe una estrecha correspondencia entre las oportunidades objetivas y las aspiraciones subjetivas ya no es tan válido hoy en día, con la universalización de la escolarización secundaria y el desbaratamiento generalizado de las estrategias de reproducción de las clases populares. El marco nacional en el cual Bourdieu elaboró sus investigaciones debe ser ampliado y enriquecido mediante un análisis de los fenómenos transnacionales, para los cuales aporta, no obstante, los instrumentos conceptuales esenciales. Como con cualquier teoría, también hay que someter a prueba los postulados de la sociología bourdieusiana hasta alcanzar su punto de ruptura. Bourdieu hubiera sido el primero en animarnos a hacer tal cosa.

El curso de Bourdieu sobre el Estado en el Collège de France acaba de ser publicado bajo el título Sur l’État [Sobre el Estado]. ¿Qué nuevas aportaciones supone para el conjunto de su obra y para el debate democrático?
En cuanto a la forma, esta primera gran edición póstuma nos permite descubrir a Bourdieu como un pedagogo en acción, abriendo huella a tientas hacia el “monstruo frío” denunciado por Nietzsche, con el que estamos tan familiarizados que ya ni nos damos cuenta de su cada vez más invisible existencia. Al aclarar por qué plantea los problemas como los plantea (partiendo de acciones aparentemente banales, como rellenar un formulario administrativo o firmar un certificado de enfermedad), al señalar las trampas que esquiva, al no disimular sus tanteos, sus dudas, sus angustias incluso, nos invita a entrar en su laboratorio y nos ofrece una propedéutica sociológica en acción.
En cuanto al fondo, Bourdieu renueva de cabo a rabo la teoría del Estado, caracterizándolo como el “Banco Central” del capital simbólico: la instancia que monopoliza no sólo el uso legítimo de la violencia física, mediante la policía y el ejército (como ya propuso antaño MaxWeber), sino también el uso de la “violencia simbólica”, es decir, la capacidad para inculcar las categorías y asignar las identidades, sobre todo a través de la educación y del derecho, monopolizando así el poder de verificación del mundo. Este libro propone una relectura de la invención histórica –que no deja, a fin de cuentas, de resultar sorprendente–, al hilo de la cual la “casa del Rey”, que se basa en la apropiación privada del poder y que se reproduce por la vía dinástica, se ha ido mudando paulatinamente en “razón de Estado”, que se basa en títulos académicos y que se reproduce por la vía burocrática.
El Estado emerge así como una institución bifronte: por un lado, constituye el vector de desvío de lo universal en provecho de sus constructores y conductores y, por otro lado, el medio posible para lograr el progreso de lo universal y, por lo tanto, de la justicia.

¿Qué pensaría Bourdieu de la crisis económica que sufre actualmente Europa y que precisamente amenaza a su modelo de Estado regulador y protector?
Con su perspectiva a largo plazo, Sur l’État ofrece precisamente unas herramientas preciosas para comprender mejor los argumentos y resultados de las luchas políticas provocadas por la crisis financiera y monetaria que sacude ahora todo el planeta. Nos recuerda que son los Estados quienes construyen los mercados y que, por lo tanto, pueden ponerles coto, a poco que los responsables políticos tengan la voluntad colectiva de hacerlo. Sugiere que los enunciados aparentemente expertos con los que se arropa el orden económico establecido (como las evaluaciones de las agencias de rating) no son sino pulsos simbólicos que no reposan más que en la fe colectiva que les quiera conceder quienes a ellos se pliegan (empezando por los medios de comunicación dominantes). Conviene releer, a este respecto, el capítulo de su breve libro Contrefeux (1998; Anagrama, 1999) subtitulado "Propósitos al servicio de la resistencia contra la invasión neoliberal", en el cual Bourdieu vapulea lo que denomina “el pensamiento Tietmeyer” (nombre del por aquel entonces director del Bundesbank), convertido desde entonces en el “pensamiento Trichet” y ahora en el “pensamiento Draghi”, que presenta al imperio de las finanzas como un estado de cosas ineluctable cuando, en el fondo, es totalmente arbitrario y sólo perdura debido a la servidumbre voluntaria de los dirigentes políticos.

¿Con qué hay que quedarse finalmente de Bourdieu y qué echa usted más de menos desde su desaparición?
A título personal, sus telefonazos a las dos de la madrugada en Berkeley, que solían arrancar a menudo con un punto de ansiedad y que finalizaban invariablemente en carcajadas, lo que me ponía las pilas de verdad. Los desayunos en su minúscula cocina en los que todo se entremezclaba: trabajo, debate político, consejos vitales; todo siempre bajo el prisma sociológico. Ya que, aunque él mismo lo niegue en La Sociologie est un sport de combat, (2001), la película que Pierre Carles le ha consagrado, Bourdieu nunca se quitaba las lentes científicas. Pero el autor de Sens pratique (1980) [El sentido práctico, Siglo XXI, 2007] sigue presente y vivo a través de todas las investigaciones impulsadas por su pensamiento en todo el mundo. Bourdieu es ya el nombre de una empresa colectiva de investigación que atraviesa las fronteras de las disciplinas y países para alimentar a unas ciencias sociales rigurosas, críticas con el orden establecido y preocupadas por ampliar el espectro de las posibilidades históricas.
Loïc Wacquant es profesor en la Universidad de California, en Berkeley, e investigador en el Centre Européen de Sociologie et de Science Politique, en París. Sus investigaciones versan sobre marginalidad urbana, la dominación étnico-racial, el Estado penal, la política de la razón y la teoría sociológica, y han sido traducidas a una quincena de lenguas. Entre sus obras se incluyen Castigar a los pobres. El Gobierno neoliberal de la inseguridad social (Gedisa, 2009), Los condenados de la ciudad: gueto, periferias, Estado (Siglo XXI, 2007) o Entre las cuerdas: cuadernos etnográficos de un aprendiz de boxeador (Alianza, 2004).

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