El incendio que terminó con más de 350 muertos en una cárcel hondureña debe obligarnos a revisar a fondo los sistemas penitenciarios de América Central. Las prisiones están saturadas en precarias instalaciones en las cuales el Estado no puede proveer siquiera la custodia necesaria, por lo que los internos controlan muchas de las actividades. Lejos de ser reformatorios, las prisiones son pequeñas sociedades por sí mismas, pero reguladas por el crimen, la violencia, las deudas y los favores; saturadas más allá de cualquier límite. Son bombas de tiempo, insuficientes ya para albergar a más seres humanos.
A principios de esta semana el ministro de seguridad dijo que, según sus cálculos, la impunidad en El Salvador asciende, solo para homicidios, a 97 por ciento. En otros crímenes las tasas pueden ser iguales o mayores. Aún así, hoy el sistema penitenciario salvadoreño, con capacidad para poco más de 8 mil internos, contiene 25 mil personas hacinadas.
En otras palabras, si el resto de la institucionalidad del Estado (policía, fiscalía y sistema judicial) funcionara y pudiera llevarse a juicio a una mayor cantidad de homicidas, ni siquiera tendríamos dónde meterlos a pagar su condena. El problema es así de grave. Aquí, cualquier día, puede pasar lo mismo que en la prisión de Comayagua, con consecuencias igual o más trágicas.
Las prisiones son recintos diseñados para privar de libertad a seres humanos que han dañado a la sociedad. El castigo es ejemplar y debe servir para que los presos se arrepientan y vuelvan a la sociedad tras haber aprendido la lección. Mientras lo hacen, el Estado se encarga de vigilarlos y controlarlos, así como de proveer las herramientas para el castigo y también para prepararlos hasta su reinserción en la sociedad. Esta es la función de las cárceles.
Pero en un estado sin recursos las prisiones no pueden cumplir con su cometido. El sistema es tan débil que no ha podido ni siqiera evitar la corrupción de los empleados estatales a cargo de los reos.
En una de sus últimas entrevistas como director de prisiones, el ahora viceministro de seguridad, Douglas Moreno, dijo a este periódico hace un par de meses que el sistema penitenciario estaba casi totalmente corrompido, que las prisiones son lugares desde donde se administra el crimen organizado y que además hay sectores empresariales que buscan que la bomba estalle para avanzar con sus planes de privatización de cárceles.
La bomba estallará muy pronto. Las prisiones ya no dan. Pero el sistema carece de fondos y reforzar su presupuesto no es la prioridad, probablemente porque una parte importante de una población desesperada por los altísimos niveles de violencia en El Salvador considera que dar dinero al sistema penitenciario es mejorar las condiciones de los victimarios en vez de buscar recursos para atender a sus víctimas.
No se trata ya siquiera de entrarle a ese debate, sino de entender las nefastas consecuencias para toda la sociedad que tendría que el sistema de prisiones colapse: lo que sucede en las prisiones tiene consecuencias en la calle; y de poco sirve un sistema judicial que no tiene ya capacidad mínima para castigar a los responsables de delitos. En las cárceles centroamericanas ya no caben. Y eso que la impunidad es casi total.
Comayagua no ha sido un accidente. Es el resultado previsible en cárceles centroamericanas. Por eso urge revisar todo el sistema penitenciario, para evitar que el incendio continúe propagándose de prisión en prisión.
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