lunes, 13 de febrero de 2012
Recuperar los bienes públicos: tarea pendiente
Radio Progreso
El “buen vivir” de un país pasa porque su gente ejerza soberanía sobre toda la riqueza natural que hay en su territorio. Aquí está la condición de posibilidad para el uso racional de los recursos y la administración de los mismos. En esto reside la base política de eso que llamamos poder popular. Parece una idea lejana e imposible, especialmente si la experiencia inmediata nos ha enseñado todo lo contrario. Sin embargo, hay pequeñas experiencias en nuestros municipios que pueden iluminar esta aspiración. Una de ellas es el funcionamiento de una cooperativa bien administrada, donde todos los socios conocen el patrimonio de dicha organización, participan en las decisiones sobre el destino de los recursos y se aseguran que los administradores de esos bienes sean los más competentes posible para lograr los objetivos de la cooperativa. Bajo esos mínimos principios administrativos debería funcionar la administración pública nacional y municipal. El punto de partida es que sus habitantes, amparados por el Estado, son los dueños de las riquezas que hay en el territorio ya sea local o nacional. Un alcalde, un diputado o el presidente de la república, son empleados que el pueblo contrata para que administren sus bienes por cuatro años. Sin embargo en la actualidad ocurre lo contrario. Un funcionario público administra los recursos no a partir de los intereses de la mayoría, sino a partir de los intereses personales o del partido político que representa o de los pudientes de la zona o del país. ¿Qué hemos dejado de hacer como pueblo para que los actuales administradores hayan pasado de empleados a “dueños” de los recursos públicos o defensores de intereses de gente adinerada? Entre otras cosas, hemos abandonado la labor de vigilar lo público, no hemos enfrentado a los malos administradores. Hemos avanzado hacia una creciente pérdida de soberanía sobre los bienes públicos. La suma de estas irresponsabilidades ciudadanas nos ha llevado a una profunda precariedad institucional. Y el saldo que hoy tenemos es un Estado “degradado” al extremo. Frente a ello tenemos grandes desafíos. Iniciando por cambiar nuestra percepción sobre el conjunto de bienes públicos como la salud, la seguridad, educación, los ríos, la justicia. Tenemos que tomar conciencia que nadie vendrá de afuera a cuidar nuestros bienes, al contrario, los agentes externos llegarán primordialmente con el propósito de hacer negocio con nuestras riquezas. Así ha pasado con la minería, las bananeras, nuestra madera. Y así ha pasado incluso con nuestra gente. Los hombres del desarrollo han llegado a nuestras comunidades ofreciendo un bienestar que al final termina en pesadilla: ríos contaminados, comunidades sin agua, pueblos con enfermedades extrañas, niños sin partes de sus cuerpos. En coyunturas tan complejas y precarias como la actual, tenemos que impulsar procesos de organización y movilización para recuperar las instituciones públicas responsables de administrar esos bienes públicos y de ponerlos al servicio de las mayorías excluidas.
El “buen vivir” de un país pasa porque su gente ejerza soberanía sobre toda la riqueza natural que hay en su territorio. Aquí está la condición de posibilidad para el uso racional de los recursos y la administración de los mismos. En esto reside la base política de eso que llamamos poder popular. Parece una idea lejana e imposible, especialmente si la experiencia inmediata nos ha enseñado todo lo contrario. Sin embargo, hay pequeñas experiencias en nuestros municipios que pueden iluminar esta aspiración. Una de ellas es el funcionamiento de una cooperativa bien administrada, donde todos los socios conocen el patrimonio de dicha organización, participan en las decisiones sobre el destino de los recursos y se aseguran que los administradores de esos bienes sean los más competentes posible para lograr los objetivos de la cooperativa. Bajo esos mínimos principios administrativos debería funcionar la administración pública nacional y municipal. El punto de partida es que sus habitantes, amparados por el Estado, son los dueños de las riquezas que hay en el territorio ya sea local o nacional. Un alcalde, un diputado o el presidente de la república, son empleados que el pueblo contrata para que administren sus bienes por cuatro años. Sin embargo en la actualidad ocurre lo contrario. Un funcionario público administra los recursos no a partir de los intereses de la mayoría, sino a partir de los intereses personales o del partido político que representa o de los pudientes de la zona o del país. ¿Qué hemos dejado de hacer como pueblo para que los actuales administradores hayan pasado de empleados a “dueños” de los recursos públicos o defensores de intereses de gente adinerada? Entre otras cosas, hemos abandonado la labor de vigilar lo público, no hemos enfrentado a los malos administradores. Hemos avanzado hacia una creciente pérdida de soberanía sobre los bienes públicos. La suma de estas irresponsabilidades ciudadanas nos ha llevado a una profunda precariedad institucional. Y el saldo que hoy tenemos es un Estado “degradado” al extremo. Frente a ello tenemos grandes desafíos. Iniciando por cambiar nuestra percepción sobre el conjunto de bienes públicos como la salud, la seguridad, educación, los ríos, la justicia. Tenemos que tomar conciencia que nadie vendrá de afuera a cuidar nuestros bienes, al contrario, los agentes externos llegarán primordialmente con el propósito de hacer negocio con nuestras riquezas. Así ha pasado con la minería, las bananeras, nuestra madera. Y así ha pasado incluso con nuestra gente. Los hombres del desarrollo han llegado a nuestras comunidades ofreciendo un bienestar que al final termina en pesadilla: ríos contaminados, comunidades sin agua, pueblos con enfermedades extrañas, niños sin partes de sus cuerpos. En coyunturas tan complejas y precarias como la actual, tenemos que impulsar procesos de organización y movilización para recuperar las instituciones públicas responsables de administrar esos bienes públicos y de ponerlos al servicio de las mayorías excluidas.
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