jueves, 23 de febrero de 2012
Una guerra contra la decadencia del imperio británico
Por Eric J. Hobsbawm
Se ha hablado más de las Falklands que de ninguna otra cuestión reciente de la política británica o internacional y más gente ha perdido la chaveta por esto que por cualquier otra cosa. No quiero decir la gran mayoría de la gente, cuya reacción fue, con toda probabilidad, seguramente menos apasionada o histérica que la de aquellos cuya profesión es escribir y formular opiniones.
Quiero decir muy poco, de hecho, sobre los orígenes de la guerra de las Falklands porque esa guerra tiene, en verdad, muy poco que ver con las Falklands. Difícilmente alguien sabía algo de las Falklands. Supongo que la cantidad de gente de este país que tenía vínculos personales de algún tipo con las Falklands, o siquiera conocía a alguien que había estado allí, es minima. Los 1680 nativos de esas islas fueron casi los únicos que tenían un interés urgente en las Falklands, aparte, por supuesto, de la Falkland Island Company, que posee una buena porción de ellas, los ornitólogos y el Scott Polar Research Institute, dado que las islas son la base de todas las investigaciones en la Antártida. Nunca fueron muy importantes o, al menos, no lo han sido desde la I Guerra Mundial o quizás apenas al principio de la II Guerra Mundial.
Eran tan insignificantes y tan fuera del centro de interés que el parlamento dejó que el asunto fuera manejado por alrededor de una docena de miembros, el lobby de las Falklands, que era un amontonamiento muy, muy mezclado políticamente. Se les permitió frustrar todos los no muy urgentes esfuerzos del Foreign Office para arreglar el problema del futuro de las islas. Dado que el gobierno y todo el mundo carecían de interés en las Falklands, el hecho de que fueran de urgente interés en la Argentina, y hasta cierto punto en América Latina como un todo, fue pasado por alto. Estaban muy lejos, en verdad, de ser insignificantes para los argentinos. Eran un símbolo del nacionalismo argentino, especialmente desde Perón. Nosotros podíamos posponer el problema de las Falklands para siempre, o creíamos que podíamos, pero no los argentinos.
Ahora bien, no estoy emitiendo un juicio sobre la validez de la reivindicación argentina. Como muchas reivindicaciones nacionalistas similares, no resiste demasiada investigación. Está basado esencialmente en lo que uno podría llamar “geografía de escuela secundaria” –todo aquello que pertenece a la plataforma continental debería pertenecer al país más cercano–, pese al hecho de que ningún argentino ha vivido allí. No obstante, estamos obligados a decir que la reivindicación argentina es casi con certeza más fuerte que la británica y ha sido considerada como tal internacionalmente. Los norteamericanos, por ejemplo, nunca aceptaron la reivindicación británica, cuya justificación oficial cambió con el paso del tiempo. Pero el punto no es decidir qué reivindicación es más fuerte. El punto es que, para el gobierno británico, las Falklands estaban tan bajo como podían estar en su lista de prioridades. E ignoraba totalmente el punto de vista argentino y latinoamericano, que no era meramente el de la Junta (militar argentina) sino el de toda América Latina.
Como resultado, logró, al retirar el único barco de guerra, el Endurance, que siempre había estado allí como símbolo para indicar que no se podía tomar las Falklands, sugerir a la Junta argentina que el Reino Unido no se resistiría. Los generales argentinos, que eran palmariamente locos e ineficientes además de repugnantes, decidieron ir adelante con la invasión. Si no fuera por el mal manejo del gobierno británico, el gobierno argentino casi con certeza no habría decidido invadir. Calcularon mal y jamás deberían haber invadido, pero está perfectamente claro que el gobierno británico precipitó, en verdad, la situación, aunque no pretendiera hacerlo. Y así, el 3 de abril (de 1982), el pueblo británico descubrió que las Falklands habían sido invadidas y ocupadas. El gobierno debería haber sabido que era inminente una invasión, pero afirmó que no, o, en cualquier caso, si lo sabía no hizo nada al respecto. Esto, por supuesto, está siendo investigado actualmente por la Franks Commission.
Pero ¿cuál era la situación en Gran Bretaña cuando la guerra se desató y durante la guerra misma? Permítanme tratar de resumirlo muy brevemente. La primera cosa que ocurrió fue una casi universal indignación en un montón de personas, la idea de que uno no podía simplemente aceptarlo, de que había que hacer algo. Este era un sentimiento que se extendió hasta las bases sociales y era no político, en el sentido de que atravesaba todos los partidos y no estaba confinado a la derecha o la izquierda. Conozco mucha gente de la izquierda dentro del movimiento, incluso en la extrema izquierda, que tuvo la misma reacción que la de la derecha. Era una sensación general de indignación y humillación que fue expresada ese primer día en el parlamento cuando la presión para actuar vino, en realidad, no de (la primer ministra, Margaret) Thatcher y el gobierno, sino de todos los lados, la ultraderecha de los conservadores, los liberales y los laboristas, con sólo muy raras excepciones. Este, creo, era el sentimiento público que se podía palpar. Cualquiera que tuviera alguna sensibilidad a estas vibraciones sabía que esto es lo que pasaba y cualquiera de la izquierda que no fuera consciente de ese sentimiento en la base y de que no era una invención de los medios, al menos no en esta etapa, sino un genuino sentimiento de indignación y humillación, debería seriamente reconsiderar su capacidad para analizar la política. Puede no ser un sentimiento particularmente deseable, pero afirmar que no existió es carecer de realismo.
Ahora, bien, este brote nada tenía que ver con las Falklands en sí. Hemos visto que las Falklands eran simplemente un territorio remoto cubierto por la neblina fuera del Cabo de Hornos, acerca del cual no sabíamos nada y nos interesaba menos. Tenía todo que ver, cambio, con la historia de este país desde 1945 y la visible aceleración de la crisis del capitalismo británico desde fines de los ’60 y en particular la caída de fines de los ’70 y principios de los ’80. Mientras el gran boom internacional del capitalismo occidental persistió en los ’50 y ’60, incluso la relativamente débil Gran Bretaña fue, hasta cierto punto, llevada hacia arriba por la corriente que empujaba a otras economías capitalistas hacia adelante más rápidamente. Las cosas se estaban poniendo claramente mejor y no teníamos que preocuparnos demasiado, aunque había, obviamente, cierta nostalgia flotando en el aire.
Y, sin embargo, en cierto estadio se volvió evidente que la declinación y la crisis de la economía británica se hacían mucho más dramáticas. La depresión de los 70 intensificó esta sensación y, por supuesto, desde 1979 la depresión real, la desindustrialización del período Thatcher y el desempleo masivo, han subrayado la condición crítica de Gran Bretaña. Así que la reacción visceral que tanta gente sintió ante la noticia de que la Argentina había simplemente invadido y ocupado un pedacito de territorio británico podía haberse expresado con las siguientes palabras: “El nuestro es un país que ha ido barranca abajo por décadas, los extranjeros se han vuelto cada vez más ricos y avanzados que nosotros, todo el mundo nos mira con desprecio y acaso con lástima, ya no podemos siquiera vencer a los argentinos o a nadie al fútbol, todo anda mal en Gran Bretaña, nadie sabe realmente qué hacer al respecto y cómo arreglarlo. Pero ahora ha llegado al punto en que un montón de extranjeros piensan que pueden simplemente enviar unas tropas a territorio británico, ocuparlo y apropiárselo, y creen que los británicos están tan acabados que nadie va a hacer nada al respecto, nada va a ocurrir. Bueno, esta es la gota que rebalsó el vaso, hay que hacer algo. Por Dios, tendremos que mostrarles que no estamos para ser pisoteados”.
Una vez más, no estoy juzgando la validez de este punto de vista, pero creo que esto es, más o menos, lo que sintió en ese momento un montón de gente que no intentó formularlo en palabras.
Ahora bien, de hecho, nosotros, en la izquierda, siempre habíamos predicado que la pérdida del Imperio y la declinación general llevaría a alguna reacción dramática más temprano o más tarde en la política británica. No habíamos previsto esta reacción en particular, pero no hay dudas de que esta fue una reacción a la decadencia del Imperio Británico tal y como había sido predicho durante tanto tiempo.
Y es por eso que tuvo tan amplio respaldo. En si mismo, no fue mero patrioterismo. Pero, aunque este sentimiento de humillación nacional fue más allá del simple patrioterismo, fue fácilmente capturado por la derecha y controlado por lo que creo fue, políticamente, una muy brillante operación de Mrs. Thatcher y los thatcherianos. Déjenme citar su clásica declaración sobre lo que pensaba que probaba la guerra de las Falklands: “Cuando comenzamos, estaban los dubitativos y los débiles, la gente que creía que ya no podíamos hacer las grandes cosas que hicimos alguna vez, aquellos que creían que nuestra decadencia era irreversible, que no podríamos jamás ser lo que fuimos, que Gran Bretaña no era más la nación que había construido un imperio y gobernado un cuarto del mundo. Bien, estaban equivocados” (Comunicado de prensa de julio de 1982, después del fin de la guerra).
De hecho la guerra fue puramente simbólica, no probó nada de esto. Pero aquí pueden ver la combinación de alguien capturando ciertas vibraciones populares y volviéndolas hacia la derecha (vacilo, pero apenas, en decir hacia el semifascismo). Es por eso que, desde el punto de vista de la derecha, era esencial no sólo sacar a los argentinos de las Falklands, lo que era perfectamente lograble mediante una demostración de fuerza más una negociación, sino librar una guerra dramática y victoriosa. Es por eso que la guerra fue provocada por el lado británico, fuera cual fuese la actitud argentina. Hay pocas dudas de que los argentinos, tan pronto como descubrieron que esta era la actitud británica, buscaron una salida de lo que era una situación intolerable. Thatcher no estaba dispuesta a dejarlos, porque todo el objetivo de esta operación no era arreglar la cuestión sino probar que Gran Bretaña todavía era grande, aunque sólo fuera de modo simbólico. En virtualmente todas las etapas, la política del gobierno británico dentro y fuera de las Naciones Unidas fue de total intransigencia. No estoy diciendo que la Junta hiciera fácil llegar a un acuerdo, pero creo que los historiadores concluirán que una retirada negociada de los argentinos ciertamente no estaba fuera de discusión. No se intentó seriamente.
Esta política provocativa tenía una doble ventaja. Internacionalmente, dio a Gran Bretaña la chance de demostrar su equipamiento, su determinación y su poder militar. A nivel doméstico, permitió a los thatcherianos robar la iniciativa a otras fuerzas políticas, dentro y fuera del Partido Conservador. Les permitió una suerte de toma no sólo del campo conservador, sino de un gran espacio de la política británica. De modo curioso, el paralelo más cercano a la política thatcheriana durante la guerra de las Falklands es la política peronista que, por otro lado, había lanzado primero a las Falklands al centro de la política argentina. Perón, como Mrs. Thatcher y su pequeño grupo, trató de hablar a las masas por los medios de comunicación pasando por encima del establishment. En nuestro caso, esto incluía al establishment conservador así como a la oposición. Ella insistió en conducir su propia guerra. No fue una guerra conducida por el parlamento. No fue siquiera conducida por el gabinete; fue una guerra conducida por Mrs. Thatcher y un pequeño Gabinete de Guerra, que incluía al presidente del Partido Conservador. Al mismo tiempo, estableció relaciones laterales directas, que espera que no tengan efectos políticos duraderos, con los militares. Y es esta combinación de apelación demagógica directa a las masas, sobrepasando los procesos políticos y al establishment, y el forjar contacto lateral directo con los militares y la burocracia de la defensa, lo que es característico de la guerra.
N los costos ni los objetivos importaban, menos que todo, por supuesto, las Falklands, excepto como prueba simbólica de la virilidad británica, algo que pudiera ser colocado en un titular. Fue el tipo de guerra que existió para que hubiera desfiles victoriosos. Es por eso que todos los recursos simbólicamente poderosos de la guerra y el Imperio fueron movilizados en una escala de miniatura. El rol de la Armada era fundamental, de todos modos, pero la opinión pública, tradicionalmente, ha invertido mucho capital emocional en él. Las fuerzas enviadas a las Falklands eran un minimuseo de todo aquello que podía dar a la Union Jack una resonancia particular –los Guardias, los nuevos hombres fuertes de la tecnología, la SAS, los paras; todos estuvieron representados, hasta esos pequeños viejos gurkhas. No necesariamente se los precisaba, pero había que tenerlos justamente porque esta era, como fue, una recreación de algo así como los viejos durbars imperiales (NdT: grandes ceremonias para demostrar adhesión al Imperio Británico que se realizaban en la India mientras se halló bajo control colonial) o las procesiones fúnebres o la coronación de los soberanos británicos.
No podemos, en esta instancia, citar la famosa frase de Karl Marx de la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa, porque ninguna guerra es una farsa. Aún una pequeña guerra en la que murieron 250 británicos y 2.000 argentinos no es algo para hacer bromas. Pero, para los extranjeros que no comprendían el rol crucial de la guerra de las Falklands en la política doméstica británica, esta ciertamente parecía un ejercicio absolutamente incomprensible. Le Monde, en Francia, la llamó Clochemerle del Atlánico Sur. Puede que recuerden la famosa novela en la que la derecha y la izquierda de un pequeño pueblo francés llega a grandes enfrentamientos por la cuestión de dónde ubicar un baño público (NdT: Clochemerle, de Gabriel Chevallier, fue publicada en 1934). La mayoría de los europeos no podía entender a qué venía todo este lío. Lo que no apreciaban era que todo el asunto no se refería a las Falklands, para nada, ni al derecho de autodeterminación. Era una operación referida a la política británica y al humor político británico.
Dicho esto, déjenme decir muy firmemente que la alternativa no era hacer nada o la guerra de Thatcher. Creo que era absolutamente imposible en términos políticos en esta coyuntura, para cualquier gobierno británico, hacer nada. Las alternativas no eran aceptar simplemente la ocupación argentina pasándole el fardo a las Naciones Unidas, que habría adoptado resoluciones vacías o, por el otro lado, como pretendía Thatcher, la réplica de la victoria de Kitchener sobre los sudaneses en Omdurman. La línea pacifista era una minoría pequeña y aislada, si bien una minoría con una tradición respetable en el movimiento obrero. Esa línea, políticamente, no estaba en el juego. La misma debilidad de las manifestaciones que se organizaron en ese momento lo demostró. La gente que decía que la guerra carecía de sentido y que nunca debió haber comenzado, probó que tenía razón en sentido abstracto, pero no se benefició de ello políticamente y no es probablemente que lo haga.
El siguiente punto a señalar es más positivo. La captura de la guerra por Thatcher con la ayuda de(l diario) The Sun produjo una profunda división en la opinión pública, pero no una división política que siguiera la demarcación de los partidos. En términos generales, dividió al 80 por ciento que fue conmovido por una suerte de reacción patriótica instintiva y que, en consecuencia, se identificó con el esfuerzo de la guerra, aunque probablemente no del modo estridente en que lo hicieron los titulares del Sun, de la minoría que reconocía que, en términos de la política global realmente en juego, lo que Thatcher estaba haciendo no tenía sentido alguno. Esa minoría incluía a gente de todos los partidos y de ninguno, y muchos que no estaban en contra, per se, de enviar una Task Force. Dudo en decir que fue una división de los educados contra los no educados; aunque es un hecho que los principales bastiones contra el thatcherismo se hallaron en la prensa de calidad, más, por supuesto, el Morning Star (NdT: Periódico del Partido Comunista británico). El Financial Times, el Guardian y el Observer mantuvieron un firme tono de escepticismo respecto de todo el asunto. Creo que se puede decir que casi todo periodista político del país, esto va desde los conservadores hasta la izquierda, pensó que todo el asunto era loco. Esos eran los “débiles” contra los que despotricaba Mrs. Thatcher. El hecho de que hubo una cierta polarización pero que la oposición, aunque siguió siendo más bien una pequeña minoría, no se debilitó, aún en el curso de una guerra y, en términos técnicos, brillantemente exitosa, guerra, es significativo.
No obstante, la guerra fue ganada, por fortuna para Mrs. Thatcher, muy rápido y con un costo modesto en vidas británicas, y con ello vino una inmediata y vasta ganancia en popularidad. En consecuencia, el control de Thatcher y de los thatcherianos, de la ultraderecha, sobre el Partido Conservador aumentó enormemente de forma incuestionable. Mrs. Thatcher, mientras tanto, estaba en la nube de Úbeda y se imaginaba como la reencarnación del Duque de Wellington, pero sin ese realismo irlandés que el Duque de Hierro jamás perdió, y de Winston Churchill pero sin los cigarros y, al menos uno espera, sin el brandy.
Ahora déjenme tratar los efectos de la guerra. Debo mencionar aquí, apenas brevemente, los efectos de corto plazo, esto es entre ahora y la elección general.
El primero probablemente concernirá al debate sobre de quién es la culpa. La Franks Commission está indagando, en estos momentos, precisamente esto. Es seguro que el gobierno, incluída Mrs. Thatcher, saldrán mal parados, como merecen (NdT: La Franks Commision señaló varios errores en la política británica antes y durante la guerra, pero en última instancia absolvió al gobierno y a su primer ministra. Como conclusión, afirmó: “No tendríamos justificación para adjuntar crítica o culpa alguna al presente gobierno por la decisión de la Junta argentina de cometer su acto de agresión no provocado con la invasión de las Islas Falklands el 2 de abril de1982”. El informe fue señalado luego por la prensa como ejemplo de un “lavado de culpas”).
La segunda cuestión es el costo de la operación y el subsiguiente y continuo costo de mantener una presencia británica en las Falklands. La declaración oficial es que será de unos 700 millones de libras hasta ahora, pero mi propia estimación es que casi con certeza equivaldrá a miles de millones. La contabilidad es, como bien se sabe, una de las formas de la escritura creativa, así que cómo calcula uno el costo de una operación particular de este tipo es opcional, pero, lo que sea que fuere, resultará muy, muy caro. Seguramente la izquierda presionará sobre esta cuestión, y debería hacerlo. Sin embargo, desafortunadamente, las sumas son tan grandes que carecen de significado para la mayoría de la gente. Así que mientras las cifras serán citadas a menudo en el debate político, sospecho que esta cuestión no será muy prominente o muy efectiva en términos políticos.
La tercera cuestión es el peso de las Falklands en la política de guerra Británica, o la política de defensa, como ahora le gusta llamarla a todo el mundo. La guerra de las Falklands ciertamente intensificará la salvaje lucha intestina entre almirantes, brigadieres, generales y el Ministerio de Defensa, que ya ha producido la primera baja post-Falklands, el propio ministro, Nott. Hay muy pocas dudas de que los almirantes utilizaron el asunto de las Falklands para probar que una gran armada, capaz de operar en todo el planeta, era absolutamente esencial para Gran Bretaña –mientras todos los demás saben que no podemos costearla y, aún más, no vale la pena mantener una armada de ese tamaño para aprovisionar a Port Stanley. Estas discusiones ciertamente plantearán la cuestión de si Gran Bretaña puede costear una armada global y misiles Trident, y cuál, exactamente, es el rol y la importancia de un armamento nuclear independiente de Gran Bretaña. Así que, en esa medida, pueden jugar un papel en el desarrollo de la campaña para el desarme nuclear que no debería ser subestimado.
Luego, el futuro de las propias Islas Falklands. Esto, una vez más, es probable que sea de poco interés general, dado que las Islas dejarán de ser, de nuevo, de serio interés para la mayoría de los británicos. Pero será un enorme dolor de cabeza para los funcionarios, para el Foreign Office y para todos los involucrados, porque no tenemos política alguna para el futuro. No era el objetivo de la guerra resolver los problemas de las Islas Falklands. Estamos, simplemente, de regreso en la casilla inicial, o más bien más atrás, a la casilla menos uno, y algo habrá que hacer, más temprano o más tarde, para encontrar una solución permanente a este problema a menos que los gobiernos británicos estén contentos simplemente con mantener un enormemente caro compromiso que continuará por siempre, sin propósito alguno, allí abajo, cerca del Polo Sur.
Finalmente, permítanme tratar la más seria cuestión de los efectos de largo plazo. La guerra demostrá la fuerza y el potencial político del patriotismo, en este caso en su forma patriotera. Esto no debería, quizás, sorprendernos, pero los marxistas no han hallado fácil lidiar con el patriotismo de la clase obrera en general y con el patriotismo inglés o británico en particular. Británico, aquí, significa el lugar donde el patriotismo de los pueblos no ingleses viene a coincidir con el de los ingleses; donde no coincide, como es, a veces, en el caso de Escocia y Gales, los marxistas han estado más conscientes sobre la importancia del sentimiento nacionalista o patriótico. Incidentalmente, sospecho que mientras que los escoceses se sienten más bien británicos respecto de las Falklands, los galeses no. El único partido parlamentario que, como partido, se opuso a la guerra desde el comienzo fue el Plaid Cymru y, por supuesto, en tanto que de galeses se trata, “nuestros muchachos” y “nuestra sangre” no están en las Falklands sino en la Argentina. Son los galeses patagónicos que envían una delegación cada año al National Eistedfodd a fin de demostrar que uno puede vivir incluso en el otro extremo del planeta y ser galés. Así que, en lo que concierne a los galeses, la reacción, la apelación thatcheriana por las Falklands, el argumento de “nuestra sangre”, probablemente cayeron en saco roto.
Ahora bien, hay varias razones por las que a la izquierda y en particular a la izquierda marxista no le ha gustado realmente lidiar con la cuestión del patriotismo en este país. Hay una específica concepción histórica del internacionalismo que tiende a excluir el patriotismo nacional. Debemos, también, tener presente que la fortaleza de la tradición progresista/radical pacifista y contra la guerra, que es muy fuerte y que ciertamente ha penetrado, hasta cierto punto, en el movimiento trabajador. De allí que haya la sensación de que el patriotismo de algún modo entra en conflicto con la conciencia de clase, como en verdad hace a menudo, y que la clase gobernante y hegemónica tiene una enorme ventaja al movilizarla para sus propósitos, lo que también es verdad.
Quizás también está el hecho de que algunos de los más dramáticos y decisivos avances de la izquierda en este siglo fueron alcanzados en la lucha contra la I Guerra Mundial y que fueron alcanzados por una clase obrera que se sacudió el yugo del patriotismo y del patrioterismo y decidió optar por la lucha de clases; seguir a Lenin volviendo su hostilidad contra sus propios opresores en lugar de contra países extranjeros. Después de todo, lo que destruyó la Internacional Socialista en 1914 fue precisamente el fracaso de los trabajadores en hacer esto. Lo que, en un sentido, restauró el alma del movimiento obrero internacional fue que, después de 1917, en todos los países beligerantes los trabajadores se unieron para luchar contra la guerra, por la paz y por la Revolución Rusa.
Estas son algunas de las razones por las que los marxistas quizás fallan en prestar debida atención al problema del patriotismo. Así que déjenme sólo recordarles como historiadores que el patriotismo no puede ser desatendido. La clase obrera británica tiene una larga tradición de patriotismo que no siempre fue considera incompatible con una fuerte y militante conciencia de clase. En la historia del cartismo y de los grandes movimientos radicales de principios del siglo XIX, tenemos a remarcar la conciencia de clase. Pero cuando en 1860 uno de los pocos trabajadores británicos que escribieron acerca de la clase obrera, Thomas Wright, el “ingeniero jornalero”, escribió una guía sobre la clase obrera británica para lectores de clase media, porque a algunos de estos trabajadores se les iba a dar el voto, ofreció un interesante esbozo de las varias generaciones de trabajadores que había conocido como hábil ingeniero. Cuando llegó a la generación cartista, gente que había nacido a principios del siglo XIX, notó que odiaban todo lo que tenía que ver con las clases altas, y que no confiaban en ellas ni una pulgada. Rehusaban tener nada que ver con lo que llamaban la clase enemiga. Al mismo tiempo, observó que eran fuertemente patrióticos, fuertemente antiextranjeros y particularmente antifranceses. Eran gentes cuya infancia había ocurrido durante las guerras napoleónicas. Los historiadores tienden a subrayar el elemento jacobino en el movimiento obrero británico durante esas guerras y no el elemento antifrancés, que también tenía raíces populares. Digo, simplemente, que uno no puede borrar el patriotismo del escenario ni siquiera de los más radicales períodos de la clase obrera inglesa.
A todo lo largo del siglo XIX, hubo una muy general admiración por la Armada como institución popular, mucho más que el Ejército. Pueden verlo todavía en todas las casas públicas que llevan el nombre de Lord Nelson, una figura genuinamente popular. La Armada y nuestros marineros eran cosas de las que los británicos, y ciertamente el pueblo inglés, se enorgullecían. Incidentalmente, una buena parte del radicalismo del siglo XIX fue construido sobre la apelación no sólo a los trabajadores y otros civiles, sino a los soldados. Reynold’s News y otros periódicos radicales de esos días eran muy leídos por las tropas porque se ocupaban sistemáticamente de los descontentos entre los soldados profesionales. No sé cuándo esto en particular dejó de ocurrir, aunque en la II Guerra Mundial el Daily Mirror logró una vasta circulación en el Ejército precisamente por la misma razón. Tanto la tradición jacobina y la tradición mayoritaria antifrancesa son, así, parte de la historia de la clase obrera inglesa aunque los historiadores del movimiento obrero han subrayado una y minimizado la otra.
De nuevo, en el comienzo de la I Guerra Mundial, el patriotismo masivo de la clase obrera era absolutamente genuino. No era algo que fuera sólo manufacturado por los medios. No excluía el respeto por la minoría dentro del movimiento obrero que no lo compartía. Los elementos contra la guerra y los pacifistas dentro del movimiento obrero no fueron marginados por los trabajadores organizados. En este aspecto, hubo una gran diferencia entre la actitud de los trabajadores y la de los pequeños burgueses patrioteros. No obstante, permanece el hecho de que el mayor reclutamiento masivo voluntario del Ejército en toda la historia fue el de los trabajadores británicos que se enlistaron en 1914-1915. Las minas hubieran quedado vacías si no hubiera sido porque el gobierno eventualmente reconoció que si no tenía algunos mineros en las minas no tendría carbón. Después de un par de años, muchos trabajadores cambiaron de idea respecto de la guerra, ese brote inicial de patriotismo es algo que tenemos que recordar. No estoy justificando estas cosas, sólo señalando su existencia e indicando que al mirar la historia de la clase obrera británica y la realidad actual debemos lidiar con estos hechos, sea que nos gusten o no. Los peligros de este patriotismo siempre fueron y todavía son obvios, en no menor medida porque fue y es enormemente vulnerable al patrioterismo de la clase dominante, al nacionalismo antiextranjero y, por supuesto, en nuestros días, al racismo.
Estos peligros son particularmente grandes allí donde el patriotismo puede ser separado de otros sentimientos y aspiraciones de la clase obrera, o aún allí donde puede ser contrapuesto a ellos: donde el nacionalismo puede ser contrapuesto a la liberación social. La razón por la que nadie presta mucha atención al, digamos, patrioterismo de los cartistas es que estaba combinado con, y enmascarado por, una enorme y militante conciencia de clase. Es cuando ambas cosas son separadas –y pueden ser fácilmente separadas—que los peligros son particularmente obvios. Inversamente, cuando las dos van juntos, multiplican no sólo la fuerza de la clase obrera sino su capacidad de colocarse a la cabeza de una amplia coalición por el cambio social e incluso dan la posibilidad de arrancar la hegemonía a la clase enemiga.
Es por eso que en el período antifascista de los ’30, la Internacional Comunista lanzó un llamado a arrancar las tradiciones nacionales a la burguesía, a capturar las banderas nacionales por tanto tiempo ondeadas por la derecha. Así, la izquierda francesa trató de conquistar, capturar o recapturar la tricolor y a Juana de Arco y, hasta cierto punto, lo logró.
En este país no buscamos exactamente lo mismo, pero tuvimos éxito en algo más importante. Como la guerra antifascista demostró muy dramáticamente, la combinación de patriotismo en una genuina guerra popular probó ser un factor de radicalización política de un grado sin precedentes. En el momento de su máximo triunfo, el ancestro de Mrs. Thatcher, Winston Churchill, el incuestionado líder de una guerra victoriosa, y de una guerra victoriosa mucho más grande que la de las Falklands, se halló, para su enorme sorpresa, empujado a un lado porque la gente que había combatido esa guerra, y combatido patrióticamente, había sido radicalizada por ella. Y la combinación de un movimiento radicalizado de la clase obrera y un movimiento popular detrás de ella se demostró enormemente efectivo y poderoso.
Michael Foot (NdT: importante líder del Partido Laborista en el siglo XX) puede ser culpado de pensar demasiado en términos de recuerdos “churchillianos” –1940, Gran Bretaña alzándose sola, la guerra antifascista y todo lo demás, y obviamente estos ecos estaban allí en la reacción laborista a las Falklands. Pero no olvidemos que nuestros recuerdos “churchillianos” no son sólo de gloria patriótica –sino de la victoria contra la reacción, tanto en el exterior como en casa: del triunfo obrero y de la derrota de Churchill. Es difícil concebir esto en 1982, pero como historiador debo recordárselos. Es peligroso dejar el patriotismo exclusivamente a la derecha.
Actualmente, es muy difícil para la izquierda recapturar el patriotismo. Una de las más siniestras lecciones de las Falklands es la facilidad con la que los thatcherianos capturaron el brote patriótico que inicialmente no estaba, en sentido alguno, confinado a los conservadores, y mucho menos a los thatcherianos. Recordemos la facilidad con la que los no patrioteros podían ser etiquetados, si no directamente de antipatrióticos, al menos de “suaves con los argies”; la facilidad con la cual la Union Jack pudo ser movilizada contra los enemigos domésticos así como los extranjeros. Recuerden la fotografía de las tropas regresando en sus transportes, con una cartel que decía: “Terminen con la huelga ferroviaria o mandamos un ataque aéreo” (NdT: En inglés, es un juego de palabras entre strike como huelga y strike como ataque: ‘Call off the rail strike or we’ll call an air strike’). Aquí yace el significado de largo plazo de las Falklands en los asuntos políticos británicos.
Es una señal de un muy gran peligro. El patrioterismo hoy es particularmente fuerte porque actúa como una suerte de compensación de los sentimientos de decadencia, desmoralización e inferioridad, que la mayoría de la gente de este país siente, incluyendo a muchos trabajadores. Este sentimiento es intensificado por la crisis económica. Simbólicamente, el patrioterismo ayuda a la gene a sentir que Gran Bretaña no se está hundiendo sin más, que todavía puede hacer y lograr algo, puede ser tomada seriamente, puede, según dicen, ser “Gran” Bretaña. Es simbólico porque, de hecho, el patrioterismo thatcheriano no ha logrado nada en términos prácticos y no puede lograr nada. Rule Britannia se ha vuelto de nuevo, y creo que por primera vez desde 1914, algo así como el Himno Nacional. Valdría la pena estudiar un día por qué, hasta el período de las Falklands, Rule Britannia se había convertido en una pieza de arqueología musical y por qué ha dejado de serlo. En el mismo momento en que Gran Bretaña patentemente no gobierno ya las olas o un imperio, la canción ha resurgido y, sin dudas, tocado un nervio en la gente que la canta. No es sólo que hayamos ganado una pequeña guerra que tuvo pocas bajas, combatida allá a lo lejos contra extranjeros a los que ya no podemos vencer al fútbol, y que esto haya alegrado al pueblo, como si hubiéramos ganado el Mundial con armas. Pero ¿ha hecho algo más, a la larga? Es difícil advertir que haya logrado, o pueda lograr, algo más.
Y, sin embargo, hay un peligro. Siendo muchacho, viví algunos de los muy jóvenes y formativos años de la República de Weimar, con otro pueblo que se sentía derrotado, que había perdido sus viejas certezas y amarras, relegado en la liga internacional, compadecido por los extranjeros. Añadan depresión y desempleo masivo y lo que obtuvimos entonces fue Hitler. Ahora no nos tocará un fascismo del viejo tipo. Pero el peligro de una derecha populista, radical, que se mueve aún más a la derecha, es patente. Ese peligro es particularmente grande porque la izquierda hoy está dividida y desmoralizada y, más que nada, porque vastas masas de británicos, o en cualquier caso de ingleses, han perdido la esperanza y la confianza en los procesos políticos y en los políticos: cualquier político. La principal carta de triunfo de Mrs. Thatcher es que la gente dice que no es como un político. Hoy, con 3.500.000 de desempleados, 45% de los electores de Northfield, 65% de los electores de Peckham, no se molestan en votar. En Peckham, 41% del electorado votó por el Laborismo en 1974, 34% en 1979 y 19.1% hoy. No estoy hablando de votos emitididos, sino del electorado total en esos distritos.En Northfield, que se encuentra en el medio de la zona de devastación de la industria automotriz británica, 41% votó por el laborismo en 1974, 32% en 1979 y 20% hoy.
El principal peligro yace en la despolitización, que refleja una desilusión con la política nacida de una sensación de impotencia. Lo que vemos hoy no es un aumento sustancial en el apoyo a Thatcher o a los thatcherianos. El episodio de las Falklands puede haber hecho sentir mucho mejor a un montón de británicos temporariamente, aunque el “factor Falklands” es casi con certeza un capital que se reduce para los conservadores; pero no ha hecho mucha diferencia respecto de la desesperanza, la apatía y el derrotismo básicos de tantos en este país, el sentimiento de que no podemos hacer mucho respecto de nuestro destino. Si el gobierno parece retener el apoyo mejor de lo que podría esperase, es porque la gente (muy equivocadamente) no culpa a Thatcher por la miserable condición del país actual, sino, más o menos vagamente, a factores que están más allá de su control, o del de cualquier gobierno. Si el laborismo no ha recuperado suficiente apoyo hasta ahora –aunque puede hacerlo todavía—, no es sólo por sus divisiones internas, sino también, en gran medida, porque muchos trabajadores no tienen mucha fe en las promesas de ningún político de superar la depresión y la crisis de largo plazo de la economía británica. Así que ¿para qué votar por unos en lugar de otros? Demasiada gente está perdiendo la fe en la política, incluyendo su propio poder de hacer algo al respecto.
Pero supongan que aparezca un salvador en un caballo blanco. No parece probable, pero sólo supongamos que alguien apelara a las emociones, a hacer fluir la adrenalina movilizando contra los extranjeros en el exterior o en el interior del país, quizás mediante otra pequeña guerra, la cual podría en las presentes circunstancias encontrarse convertida en una gran guerra, la que, como bien sabemos, sería la última de las guerras. Es posible. No creo que ese salvador vaya a ser Thatcher, y en esa medida puedo terminar en un tono algo más optimista. La idea de la libre empresa, con la cual está comprometida, no es ganadora, como la propaganda fascista reconoció en los ‘30. No se puede ganar diciendo: “Dejen que los ricos se hagan más ricos y al cuerno con los pobres”. Las perspectivas de Thatcher son menos buenas que las de Hitler, porque tres años después de la llegada de éste al poder no quedaba mucho desempleo en Alemania, mientras que tres años después de la llegada de Thatcher al poder el desempleo es más alto que nunca antes y probablemente crecerá. Ella está silbando en la oscuridad. Todavía puede ser derrotada. Pero el patriotismo y el patrioterismo han sido utilizados una vez para cambiar la situación política en su favor y pueden ser utilizados de nuevo. Debemos estar alertas. Los gobiernos desesperados de la derecha intentan cualquier cosa.
* Eric J. Hobsbawm es uno de los más grandes historiadores de la era moderna y uno de los intelectuales más destacados del último siglo. Nacido en Alejandría (Egipto) en 1917, se crió en Viena y Berlín, y emigró a Londres en 1933. En su vasta obra, universalmente reconocida por su calidad y brillantez, se destaca la serie dedicada al desarrollo de la modernidad y el capitalismo, del siglo XVIII a la actualidad: The Age of Revolution, The Age of Capital, The Age of Empire, The Age of Extremes (La Era de la Revolución, La Era del Capialismo, La Era del Imperio, Historia del Siglo XX). En 2011, a los noventa y cuatro años, publicó “How to Change The World” (Cómo cambiar el mundo, Marx y el marxismo, 1840-2011), una brillante y erudita colección de artículos sobre la obra de Karl Marx y el marxismo, cuya herencia aún reivindica.
Aquí se puede leer la versión original de este texto, en inglés.
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