viernes, 17 de febrero de 2012
El gobierno de Obama e Irán
Jadaliyya
Por Shiva Balaghi
«Que nadie dude de que Estados Unidos está decidido a impedir que Irán obtenga armas nucleares, y que no dejaremos escapar ninguna oportunidad para alcanzar ese objetivo», ha afirmado el Presidente Obama en su discurso sobre el estado de la Unión del año 2012. La afirmación arrancó una ovación clamorosa y sostenida del Congreso estadounidense. «Pero todavía es posible una solución pacífica al respecto», prosiguió el presidente entre algunos aplausos que seguían causando cierto alboroto incómodo en una sala ya casi en silencio. El espectáculo haría pensar que la guerra contra Irán no solo parece una alternativa viable en el Capitolio, sino tal vez incluso muy popular.
El discurso de guerra conserva cierto atractivo. Para un presidente estadounidense al que espera una ardua campaña de reelección, hablar de guerra es abreviatura de fuerza y determinación personal. Indica apoyo al ejército en un momento en que los recortes en gastos de defensa son esenciales. Salva profundas divisiones partidistas en Washington, aun cuando solo sea momentáneamente. El discurso de guerra contribuye a presionar a China y a Rusia para que apoyen unas sanciones atroces que llevan mucho tiempo resistiéndose a aceptar; en lugar de castigar a Irán, las sanciones se pueden hacer pasar ahora como un intento de evitar la guerra inminente contra Irán a la que se oponen. Y el discurso de guerra tranquiliza a la dirección del Likud israelí porque le indica que sigue ejerciendo una influencia inmensa en la toma de decisiones políticas estadounidenses.
La opción militar
Desde Jimmy Carter, todos los presidentes estadounidenses han mantenido sobre el tapete la opción militar contra Irán. De hecho, algunos han utilizado al ejército estadounidense como instrumento directo para tratar con la República Islámica de Irán. Es célebre que en 1980 el Presidente Carter llevó a cabo una misión fallida de rescate de rehenes norteamericanos. «La misión fue un desastre absoluto», concluye Charles Tustin Kamps, profesor de juegos de guerra en el Mando Aéreo y Escuela de Mando (ACSC, Air Command y Staff College) de la Base Maxwell del Ejército del Aire, en Alabama. La imagen de los helicópteros del ejército estadounidense destrozados en el desierto iraní aparece en un sello de correos de la república islámica, donde se recuerda como «la derrota del ejército estadounidense en el ataque directo contra Irán».
En 1994, el Presidente Clinton calificó a Irán como «un Estado malvado». Al año siguiente, declaró una situación de «emergencia nacional» que impuso sanciones comerciales y económicas globales contra Irán con la Orden Ejecutiva 12957, que comenzaba diciendo:
Yo, William J. Clinton, Presidente de Estados Unidos de América, entiendo que las acciones y políticas del gobierno de Irán constituyen una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional, la política exterior y la economía de Estados Unidos, por lo que declaro el estado de emergencia nacional para hacer frente a la amenaza.
En el año 2008, Seymour Hersh, un destacado periodista de investigación, advirtió de una guerra secreta contra Irán aduciendo que «el objetivo último del Presidente Bush en la confrontación nuclear con Irán es propiciar un cambio de régimen». Los últimos llamamientos a la guerra contra Irán empezaron a sonar más alto cuando una autoridad iraní de nivel intermedio renovó hace poco la sempiterna amenaza iraní de bloquear el Estrecho de Ormuz. Un analista muy bien informado del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, Anthony Cordesman, concluyó que, en el mejor de los casos, Irán podría bloquear el estrecho durante «entre unos días y dos semanas». Según sostenía Cordesman, Irán lo haría sabiendo que con ello sacrificaría todos sus efectivos militares en el golfo, «sufriría represalias masivas y perdería potencialmente muchas de sus instalaciones petrolíferas e ingresos por exportaciones». Después de todo, el cierre del estrecho devastaría la economía de Irán, ya maltrecha. Pero hablar de guerra difumina el impacto de este tipo de valoraciones lógicas y bien informadas.
La semana pasada, el portaviones estadounidense llamado Abraham Lincoln se reincorporó a la V Flota del Golfo Pérsico. Su presencia garantiza que el Estrecho de Ormuz siga abierto y recuerda al gobierno iraní que se puede llevar a cabo un ataque devastador con misiles Tomahawk. Durante la Guerra de Iraq, el Abraham Lincoln realizó 16.500 misiones en Iraq y Afganistán. La maniobra fortalece el puño de los halcones que abogan por una presencia militar estadounidense fuerte en el Golfo, incluso después de que Estados Unidos se haya retirado de Iraq. El discurso de la guerra sirve de poderoso contrapunto para quienes, como Toby Craig Jones, defienden persuasivamente que la presencia de la V Flota contamina las opciones diplomáticas estadounidenses en Bahrein y otros lugares.
Al igual que en la era Reagan, el discurso de guerra del Presidente Obama está cuidadosamente sopesado para que sea multilateral. No solo engloba a los aliados estadounidenses tradicionales en Oriente Próximo, sino también a los de Europa. Esta semana, los ministros de la Unión Europea han acordado en Bruselas imponer un embargo de petróleo de la república islámica. Cuando se encamina hacia la campaña de reelección de 2012, el Presidente Obama confía con contar entre sus éxitos diplomáticos con una respuesta contundente hacia Irán. Durante el discurso del estado de la Unión, mientras su Secretaria de Estado Hilary Clinton asentía desde el auditorio con gestos de aprobación, el Presidente Obama dijo al Congreso estadounidense:
Con el poder de nuestra diplomacia, el mundo anteriormente dividido respecto a cómo hacer frente al programa nuclear iraní está ahora unido. El régimen está más aislado que nunca; sus dirigentes se enfrentan a sanciones espantosas y, mientras sigan eludiendo sus responsabilidades, la presión no cejará.
Parecería que el discurso de Obama sobre la guerra está concebido para aislar a Irán desde el punto de vista diplomático, deteriorar su economía y poner en peligro la estabilidad del régimen. Se supone que una república islámica castigada cederá fácilmente a las presiones estadounidenses de que detenga su programa nuclear. A la buena diplomacia de la que el Presidente Obama está justificadamente orgulloso se le puede dar el buen uso de apelar a todas las partes, incluidos los aliados más bravucones, para que detengan la retórica de la hostilidad y las operaciones encubiertas que están suponiendo una escalada de la amenaza de guerra contra Irán.
Ir más allá del discurso de la guerra
Uno de los peligros de hablar de la guerra es que genera un clima enormemente inestable en el que la lógica y la historia quedan de lado. Como hemos visto, la amenaza de guerra contra Irán ha sido un rasgo cíclico del paisaje político estadounidense. Desde 1979, diversos desencadenantes han renovado el discurso de guerra y suscitado reacciones contra el mismo. Se escriben páginas de opinión que reclaman que prevalezca la frialdad en las cabezas. En las universidades se convocan mesas redondas de expertos en Irán. Se difunden peticiones, se realizan manifestaciones. Sería bueno que los asesores de Obama recordaran los límites del discurso de guerra, pues anteriormente no ha conseguido doblegar a la república islámica ni producir un cambio de régimen.
La premisa implícita de buena parte de la última oleada del discurso de guerra es que el gobierno de Obama debe elegir entre dos malas opciones: entrar en guerra contra Irán o permitir que la república islámica desarrolle armamento nuclear. Este falso dilema se basa en la premisa falsa de que disponemos de evidencias irrefutables y enjuiciables de que Irán está desarrollando efectivamente armamento nuclear... y de que está cerca de conseguir ese objetivo. El último informe de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (IAEA, International Atomic Energy Agency) no es en absoluto concluyente. Esta suposición también pasa por alto la fundamental importancia de una diplomacia matizada basada en el conocimiento histórico, político y cultural de la República Islámica de Irán.
El Presidente Obama y la Secretaria de Estado Clinton harían bien en recordar que el régimen iraní tiene un historial demostrado de resistencia a la guerra prolongada. De hecho, muchos de sus instrumentos de poder coercitivos y propagandísticos se crearon en la década de 1980 durante los ocho años de guerra contra Iraq. Esas redes de poder siguen hoy día a su disposición. Es muy dudoso que la opción militar provoque un cambio de régimen. Quienes recurren a los ejemplos de la caída de Muammar el Gadaffi y Saddam Hussein para señalar los estragos que causa la guerra también deberían tener en mente que sus regímenes no han sido sustituidos por gobiernos que garanticen la seguridad en la región, ni las libertades en el interior de los respectivos países.
Para determinar las mejores opciones disponibles de política exterior, el gobierno de Obama debería ser prudente con quienes identifican la política estadounidense con la de sus aliados. Arabia Saudí e Israel tienen ambos una larga y complicada historia con Irán. Contemplar una guerra contra Irán bajo esta óptica no podría dejar a Estados Unidos más que malas opciones. El Presidente Obama podría hacer gala de un auténtico liderazgo desligando la política estadounidense hacia Irán de su relación con Israel.
Y aunque Irán está aislada diplomáticamente, un ataque militar de Estados Unidos y/o sus aliados probablemente aglutinaría a la opinión pública mundial en favor de Irán con independencia de lo impopular que pueda parecer su régimen. La historia iraní muestra una y otra vez que, ante una agresión extranjera, los iraníes se concentran para defender su bandera, al margen de lo impopular o represor que pueda ser su gobierno.
Incluso los irano-estadounidenses, cuyas opiniones políticas sobre Irán divergen de manera significativa, permanecen unidos contra la guerra, especialmente después de haber sido testigos del catastrófico impacto de la guerra contra Iraq.
¿Qué hacer?
El Presidente Obama debería apelar a socios expertos para que le ayudaran a trazar una senda entre la bruma del discurso de guerra hacia una resolución pacífica del actual punto muerto en que nos encontramos. El gobierno turco podía contribuir a crear cauces de debate sosegados y privados. Sin duda, el actual embajador estadounidense en Turquía conoce Irán mejor que la mayoría del Departamento de Estado. Mohammed El-Baradei, que recibió el premio Nobel por su trabajo como director de la IAEA, podría ser otro recurso especializado en estas negociaciones.
Tras una década de guerra en Afganistán, parece que la única estrategia de salida sensata para Estados Unidos pasa por negociar con los talibanes. Una guerra contra Irán terminaría probablemente con un escenario semejante. Y una regla básica de la diplomacia es que las negociaciones tienen el máximo éxito cuando todas las partes hacen sacrificios, pero se presentan ante sus partidarios como los vencedores. Todos los países negocian mejor desde una posición de fuerza. Acosar a la república islámica antes de sentarse a mantener conversaciones rigurosas pone realmente en peligro el éxito de la diplomacia.
Cuando el cambio de régimen deje de ser un objetivo encubierto o explícito del gobierno estadounidense, la república islámica se verá obligada a encarar a sus propios ciudadanos. Ya no será capaz de culpar a Estados Unidos de sus males económicos, ni a tomar medidas enérgicas contra los opositores del interior diciendo que son agentes de Estados Unidos o Gran Bretaña. El principal objetivo de la república islámica siempre ha sido mantenerse en el poder. Siempre ha reservado sus peores modales para el interior de su territorio. Parece una lección difícil de aprender para los dirigentes estadounidenses. Dejemos que los inspectores de armamento hagan su trabajo, dejemos que la oposición interna de Irán siga su curso. Es la mejor esperanza para una resolución duradera del «problema de Irán».
La opción militar ha estado sobre la mesa desde que comenzara la crisis de los rehenes en noviembre de 1979. Desde entonces, los portaviones estadounidenses, o bien han estado en la zona, o bien han estado preparados para encaminarse allí. Desde entonces, los juegos de guerra estadounidenses se han centrado principalmente en Irán. Una puerta giratoria de analistas expertos de Washington D.C. (con un espectro de conocimientos especializados que excluye la historia y la política iraní o el predominio persa) nos ha alertado de que la guerra contra Irán es inminente, esencial, viable, e incluso deseable.
Las guerras no son herramientas políticas eficaces. No son baratas, ni fáciles. Las guerras no traen cambios de régimen; pueden desembocar en la muerte de dirigentes, pero no en cambios sustanciales en el gobierno, ni en la sociedad. Las guerras no traen la democracia; normalmente desembocan en unos disturbios y una violencia mayores que desencadenan el éxodo de los sectores de la sociedad más esenciales para forjar la democracia. Las guerras no hacen de Estados Unidos un lugar más seguro; si fuera así, después de una década de «guerra contra el terrorismo», de centenares de miles de muertos y de miles de millones de dólares gastados, el color de la alerta debería ser verde (riesgo bajo de ataques terroristas). Ha llegado el momento de que el Presidente Obama muestre determinación y fuerza acallando el discurso de guerra y conduciendo la política de su gobierno hacia Irán a terrenos más fructíferos.
Por Shiva Balaghi
«Que nadie dude de que Estados Unidos está decidido a impedir que Irán obtenga armas nucleares, y que no dejaremos escapar ninguna oportunidad para alcanzar ese objetivo», ha afirmado el Presidente Obama en su discurso sobre el estado de la Unión del año 2012. La afirmación arrancó una ovación clamorosa y sostenida del Congreso estadounidense. «Pero todavía es posible una solución pacífica al respecto», prosiguió el presidente entre algunos aplausos que seguían causando cierto alboroto incómodo en una sala ya casi en silencio. El espectáculo haría pensar que la guerra contra Irán no solo parece una alternativa viable en el Capitolio, sino tal vez incluso muy popular.
El discurso de guerra conserva cierto atractivo. Para un presidente estadounidense al que espera una ardua campaña de reelección, hablar de guerra es abreviatura de fuerza y determinación personal. Indica apoyo al ejército en un momento en que los recortes en gastos de defensa son esenciales. Salva profundas divisiones partidistas en Washington, aun cuando solo sea momentáneamente. El discurso de guerra contribuye a presionar a China y a Rusia para que apoyen unas sanciones atroces que llevan mucho tiempo resistiéndose a aceptar; en lugar de castigar a Irán, las sanciones se pueden hacer pasar ahora como un intento de evitar la guerra inminente contra Irán a la que se oponen. Y el discurso de guerra tranquiliza a la dirección del Likud israelí porque le indica que sigue ejerciendo una influencia inmensa en la toma de decisiones políticas estadounidenses.
La opción militar
Desde Jimmy Carter, todos los presidentes estadounidenses han mantenido sobre el tapete la opción militar contra Irán. De hecho, algunos han utilizado al ejército estadounidense como instrumento directo para tratar con la República Islámica de Irán. Es célebre que en 1980 el Presidente Carter llevó a cabo una misión fallida de rescate de rehenes norteamericanos. «La misión fue un desastre absoluto», concluye Charles Tustin Kamps, profesor de juegos de guerra en el Mando Aéreo y Escuela de Mando (ACSC, Air Command y Staff College) de la Base Maxwell del Ejército del Aire, en Alabama. La imagen de los helicópteros del ejército estadounidense destrozados en el desierto iraní aparece en un sello de correos de la república islámica, donde se recuerda como «la derrota del ejército estadounidense en el ataque directo contra Irán».
En 1994, el Presidente Clinton calificó a Irán como «un Estado malvado». Al año siguiente, declaró una situación de «emergencia nacional» que impuso sanciones comerciales y económicas globales contra Irán con la Orden Ejecutiva 12957, que comenzaba diciendo:
Yo, William J. Clinton, Presidente de Estados Unidos de América, entiendo que las acciones y políticas del gobierno de Irán constituyen una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional, la política exterior y la economía de Estados Unidos, por lo que declaro el estado de emergencia nacional para hacer frente a la amenaza.
En el año 2008, Seymour Hersh, un destacado periodista de investigación, advirtió de una guerra secreta contra Irán aduciendo que «el objetivo último del Presidente Bush en la confrontación nuclear con Irán es propiciar un cambio de régimen». Los últimos llamamientos a la guerra contra Irán empezaron a sonar más alto cuando una autoridad iraní de nivel intermedio renovó hace poco la sempiterna amenaza iraní de bloquear el Estrecho de Ormuz. Un analista muy bien informado del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, Anthony Cordesman, concluyó que, en el mejor de los casos, Irán podría bloquear el estrecho durante «entre unos días y dos semanas». Según sostenía Cordesman, Irán lo haría sabiendo que con ello sacrificaría todos sus efectivos militares en el golfo, «sufriría represalias masivas y perdería potencialmente muchas de sus instalaciones petrolíferas e ingresos por exportaciones». Después de todo, el cierre del estrecho devastaría la economía de Irán, ya maltrecha. Pero hablar de guerra difumina el impacto de este tipo de valoraciones lógicas y bien informadas.
La semana pasada, el portaviones estadounidense llamado Abraham Lincoln se reincorporó a la V Flota del Golfo Pérsico. Su presencia garantiza que el Estrecho de Ormuz siga abierto y recuerda al gobierno iraní que se puede llevar a cabo un ataque devastador con misiles Tomahawk. Durante la Guerra de Iraq, el Abraham Lincoln realizó 16.500 misiones en Iraq y Afganistán. La maniobra fortalece el puño de los halcones que abogan por una presencia militar estadounidense fuerte en el Golfo, incluso después de que Estados Unidos se haya retirado de Iraq. El discurso de la guerra sirve de poderoso contrapunto para quienes, como Toby Craig Jones, defienden persuasivamente que la presencia de la V Flota contamina las opciones diplomáticas estadounidenses en Bahrein y otros lugares.
Al igual que en la era Reagan, el discurso de guerra del Presidente Obama está cuidadosamente sopesado para que sea multilateral. No solo engloba a los aliados estadounidenses tradicionales en Oriente Próximo, sino también a los de Europa. Esta semana, los ministros de la Unión Europea han acordado en Bruselas imponer un embargo de petróleo de la república islámica. Cuando se encamina hacia la campaña de reelección de 2012, el Presidente Obama confía con contar entre sus éxitos diplomáticos con una respuesta contundente hacia Irán. Durante el discurso del estado de la Unión, mientras su Secretaria de Estado Hilary Clinton asentía desde el auditorio con gestos de aprobación, el Presidente Obama dijo al Congreso estadounidense:
Con el poder de nuestra diplomacia, el mundo anteriormente dividido respecto a cómo hacer frente al programa nuclear iraní está ahora unido. El régimen está más aislado que nunca; sus dirigentes se enfrentan a sanciones espantosas y, mientras sigan eludiendo sus responsabilidades, la presión no cejará.
Parecería que el discurso de Obama sobre la guerra está concebido para aislar a Irán desde el punto de vista diplomático, deteriorar su economía y poner en peligro la estabilidad del régimen. Se supone que una república islámica castigada cederá fácilmente a las presiones estadounidenses de que detenga su programa nuclear. A la buena diplomacia de la que el Presidente Obama está justificadamente orgulloso se le puede dar el buen uso de apelar a todas las partes, incluidos los aliados más bravucones, para que detengan la retórica de la hostilidad y las operaciones encubiertas que están suponiendo una escalada de la amenaza de guerra contra Irán.
Ir más allá del discurso de la guerra
Uno de los peligros de hablar de la guerra es que genera un clima enormemente inestable en el que la lógica y la historia quedan de lado. Como hemos visto, la amenaza de guerra contra Irán ha sido un rasgo cíclico del paisaje político estadounidense. Desde 1979, diversos desencadenantes han renovado el discurso de guerra y suscitado reacciones contra el mismo. Se escriben páginas de opinión que reclaman que prevalezca la frialdad en las cabezas. En las universidades se convocan mesas redondas de expertos en Irán. Se difunden peticiones, se realizan manifestaciones. Sería bueno que los asesores de Obama recordaran los límites del discurso de guerra, pues anteriormente no ha conseguido doblegar a la república islámica ni producir un cambio de régimen.
La premisa implícita de buena parte de la última oleada del discurso de guerra es que el gobierno de Obama debe elegir entre dos malas opciones: entrar en guerra contra Irán o permitir que la república islámica desarrolle armamento nuclear. Este falso dilema se basa en la premisa falsa de que disponemos de evidencias irrefutables y enjuiciables de que Irán está desarrollando efectivamente armamento nuclear... y de que está cerca de conseguir ese objetivo. El último informe de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (IAEA, International Atomic Energy Agency) no es en absoluto concluyente. Esta suposición también pasa por alto la fundamental importancia de una diplomacia matizada basada en el conocimiento histórico, político y cultural de la República Islámica de Irán.
El Presidente Obama y la Secretaria de Estado Clinton harían bien en recordar que el régimen iraní tiene un historial demostrado de resistencia a la guerra prolongada. De hecho, muchos de sus instrumentos de poder coercitivos y propagandísticos se crearon en la década de 1980 durante los ocho años de guerra contra Iraq. Esas redes de poder siguen hoy día a su disposición. Es muy dudoso que la opción militar provoque un cambio de régimen. Quienes recurren a los ejemplos de la caída de Muammar el Gadaffi y Saddam Hussein para señalar los estragos que causa la guerra también deberían tener en mente que sus regímenes no han sido sustituidos por gobiernos que garanticen la seguridad en la región, ni las libertades en el interior de los respectivos países.
Para determinar las mejores opciones disponibles de política exterior, el gobierno de Obama debería ser prudente con quienes identifican la política estadounidense con la de sus aliados. Arabia Saudí e Israel tienen ambos una larga y complicada historia con Irán. Contemplar una guerra contra Irán bajo esta óptica no podría dejar a Estados Unidos más que malas opciones. El Presidente Obama podría hacer gala de un auténtico liderazgo desligando la política estadounidense hacia Irán de su relación con Israel.
Y aunque Irán está aislada diplomáticamente, un ataque militar de Estados Unidos y/o sus aliados probablemente aglutinaría a la opinión pública mundial en favor de Irán con independencia de lo impopular que pueda parecer su régimen. La historia iraní muestra una y otra vez que, ante una agresión extranjera, los iraníes se concentran para defender su bandera, al margen de lo impopular o represor que pueda ser su gobierno.
Incluso los irano-estadounidenses, cuyas opiniones políticas sobre Irán divergen de manera significativa, permanecen unidos contra la guerra, especialmente después de haber sido testigos del catastrófico impacto de la guerra contra Iraq.
¿Qué hacer?
El Presidente Obama debería apelar a socios expertos para que le ayudaran a trazar una senda entre la bruma del discurso de guerra hacia una resolución pacífica del actual punto muerto en que nos encontramos. El gobierno turco podía contribuir a crear cauces de debate sosegados y privados. Sin duda, el actual embajador estadounidense en Turquía conoce Irán mejor que la mayoría del Departamento de Estado. Mohammed El-Baradei, que recibió el premio Nobel por su trabajo como director de la IAEA, podría ser otro recurso especializado en estas negociaciones.
Tras una década de guerra en Afganistán, parece que la única estrategia de salida sensata para Estados Unidos pasa por negociar con los talibanes. Una guerra contra Irán terminaría probablemente con un escenario semejante. Y una regla básica de la diplomacia es que las negociaciones tienen el máximo éxito cuando todas las partes hacen sacrificios, pero se presentan ante sus partidarios como los vencedores. Todos los países negocian mejor desde una posición de fuerza. Acosar a la república islámica antes de sentarse a mantener conversaciones rigurosas pone realmente en peligro el éxito de la diplomacia.
Cuando el cambio de régimen deje de ser un objetivo encubierto o explícito del gobierno estadounidense, la república islámica se verá obligada a encarar a sus propios ciudadanos. Ya no será capaz de culpar a Estados Unidos de sus males económicos, ni a tomar medidas enérgicas contra los opositores del interior diciendo que son agentes de Estados Unidos o Gran Bretaña. El principal objetivo de la república islámica siempre ha sido mantenerse en el poder. Siempre ha reservado sus peores modales para el interior de su territorio. Parece una lección difícil de aprender para los dirigentes estadounidenses. Dejemos que los inspectores de armamento hagan su trabajo, dejemos que la oposición interna de Irán siga su curso. Es la mejor esperanza para una resolución duradera del «problema de Irán».
La opción militar ha estado sobre la mesa desde que comenzara la crisis de los rehenes en noviembre de 1979. Desde entonces, los portaviones estadounidenses, o bien han estado en la zona, o bien han estado preparados para encaminarse allí. Desde entonces, los juegos de guerra estadounidenses se han centrado principalmente en Irán. Una puerta giratoria de analistas expertos de Washington D.C. (con un espectro de conocimientos especializados que excluye la historia y la política iraní o el predominio persa) nos ha alertado de que la guerra contra Irán es inminente, esencial, viable, e incluso deseable.
Las guerras no son herramientas políticas eficaces. No son baratas, ni fáciles. Las guerras no traen cambios de régimen; pueden desembocar en la muerte de dirigentes, pero no en cambios sustanciales en el gobierno, ni en la sociedad. Las guerras no traen la democracia; normalmente desembocan en unos disturbios y una violencia mayores que desencadenan el éxodo de los sectores de la sociedad más esenciales para forjar la democracia. Las guerras no hacen de Estados Unidos un lugar más seguro; si fuera así, después de una década de «guerra contra el terrorismo», de centenares de miles de muertos y de miles de millones de dólares gastados, el color de la alerta debería ser verde (riesgo bajo de ataques terroristas). Ha llegado el momento de que el Presidente Obama muestre determinación y fuerza acallando el discurso de guerra y conduciendo la política de su gobierno hacia Irán a terrenos más fructíferos.
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