martes, 8 de junio de 2010
En defensa del déficit público
The Nation
Por James K. Galbraith
Traducido para Rebelión por Juan Agulló
La Comisión Simpson-Bowles1, amparada en las farisaicas enaguas de la reducción del déficit público, acaba de declarar –por boca de su Presidente- que propondrá recortes a la Seguridad Social. (Quizás, para rememorar su ecológico pasado, el ex Senador Alan Simpson se da a la prometeica tarea de podar la Seguridad Social). La congelación del gasto público por parte de Obama constituye otro sacrificio simbólico a los dioses del déficit. La mayoría de los observadores cree que la referida decisión no tiene vuelta atrás pero, ¿qué ocurriría si la tuviera? La respuesta es que una reducción demasiado grande del déficit público puede destruir la economía (o lo que queda de ella) y conducirnos, en un par de años, a una Gran Depresión.
Precisamente por eso la fobia al déficit que predomina en Wall Street, en la prensa, entre algunos economistas y prácticamente, entre todos los políticos es, en realidad, uno de los mayores peligros al que nos enfrentamos actualmente. No se trata, tan sólo, de los pensionistas: ¡todos estamos amenazados! De hecho recortar el déficit público sin reconstruir, previamente, el engranaje del crédito privado es un camino, casi seguro, a la estagnación, a la recesión e incluso a una posible Gran Depresión. Asimismo, obsesionarse demasiado en garantizar recortes del déficit público a largo plazo, también puede contribuir a obstruir aquello que es necesario hacer para reestablecer un crecimiento fuerte y una recuperación del empleo.
Dicho crudamente: sólo hay dos maneras posibles de lograr crecimiento económico a largo, generando déficit público o concediendo préstamos bancarios. Los Gobiernos y los bancos son, de hecho, las dos únicas instituciones con poder para crear algo de la nada. Si de lo que se trata es de aumentar la capacidad de inversión, necesariamente, uno de esos dos grandes motores financieros tiene que ponerse en marcha.
Para el ciudadano de a pie el déficit público es, pese a su mala reputación, mucha mejor idea que los préstamos privados. De hecho es una forma de que el dinero llegue –limpio de polvo y paja- a sus bolsillos, listo para empezar a gastar cuando quiera y en lo que quiera… incluso, para saldar sus deudas. Eso es lo que, técnicamente hablando, se llama un “aumento del patrimonio financiero líquido”. Para la gente de la calle eso es bueno pero para los bancos no, porque no ganan nada...
Y eso es, precisamente, lo que explica las fobias clásicas de las bolsas, de las grandes empresas y de los economistas de derechas. A los banqueros no les gusta nada el déficit fiscal porque compite con los préstamos bancarios como fuente de crecimiento. Cuando un banco presta, sus ganancias también lo hacen porque hay intereses que alguien tiene que pagar e incluso, si la deuda no puede ser saldada, puede terminar habiendo un activo financiero –en forma de inmueble, fábrica o empresa- del que se terminará apropiando el banco. Aparentemente sencillo ¿verdad?
Pues no tanto, porque aunque todo esto debería resultar evidente, suele permanecer opaco. Y suele permanecer opaco porque legiones de esbirros de Wall Street –coordinados, sobre todo, por la Fundación Peter Peterson pero también por el ex Contralor General David Walker; el ala derecha del Partido Demócrata, con Robert Rubin a la cabeza y numerosas iniciativas “bipartidistas”, como la Coalición Concordia o el Comité para un Presupuesto Federal Responsable- trabajan arduamente para generar la mayor confusión pública posible en estos asuntos. De hecho, todos esos irresponsables no expresan, jamás, la más mínima autocrítica por la crisis financiera que se originó en Wall Street y les estalló en sus narices. Al contrario, ellos siempre advierten -con un cinismo impresionante- que los Gobiernos podrían ser generadores de “subprimes” y de “Pirámides Ponzi” [NDT: timos], cosas que no son ciertas.
Ésas son, también, las persona a las que les encanta la vieja cantinela de que la Seguridad Social está en “bancarrota” o aquella otra de que la “pesada carga” del déficit público “la terminarán pagando nuestros nietos” o decir que “estamos endeudados hasta las orejas”. Todas esas idioteces no son más que parte de una de las mayores campañas de desinformación de todos los tiempos.
Dicha campaña se fundamenta en lo que muchos llaman “sentido común”. De hecho es fácil vender como “sabiduría casera” que los Gobiernos no pueden, como las familias, “vivir por encima de sus posibilidades”. El problema es que los Gobiernos no son como las familias: éstas últimas dependen de las rentas para saldar sus deudas, y los Gobiernos no.
Además, en el peor de los casos, los deudores privados pueden quebrar: la bancarrota es una protección que brindan las sociedades civilizadas como alternativa al sistema penitenciario. La otra es que, si se trata de hipotecas, los deudores pueden hacer entrega de los bienes que no han podido pagar y punto.
En el caso de los Gobiernos no hay riesgo de impago. Por eso gastan dinero (y pagan intereses) sin importarles demasiado. Lo curioso es que, a diferencia de los deudores privados, no necesitan liquidez. Como le gusta subrayar al agudo economista Warren Mosler, el funcionario de Hacienda que firma los cheques de la Seguridad Social no sabe quién es y mucho menos conoce el teléfono del colega que recaudó esos impuestos. De hecho si usted, de repente, desea pagar sus propios impuestos en dinero contante y sonante, el Gobierno de turno le dará un recibo y ya le cobrará. Como es la fuente de dinero, siempre está ahí.
Quizás por eso los Gobiernos gastan impunemente. Se trata, además, de gastos sin costo ya que la inflación se puede eliminar, por ejemplo, vía depreciación de la moneda nacional. El gasto suntuario –por ejemplo, en aventuras militares innecesarias- seca las fuentes reales de recursos pero lo bueno es que ningún Gobierno puede quebrar jamás en la moneda que él mismo controla. Las moratorias de deuda ocurren, solamente, cuando los Gobiernos que las decretan no controlan la moneda en la que se endeudan –como Argentina, que tenía deuda en dólares o ahora Grecia que, aunque todavía no ha decretado una moratoria de pagos, debe en euros. Sea como fuere, cuando la soberanía es un hecho real, la bancarrota es un hecho irrelevante. Cuando Obama afirma, inopinadamente, que Estados Unidos “no tiene dinero”, dice algo sin sentido y por ende peligroso: me pregunto si él mismo se lo cree.
Tampoco es cierto que el déficit público sea una herencia envenenada para las generaciones venideras. De hecho, más bien, nunca termina de pagarse ni se terminará de hacerlo. Las deudas personales se son contraídas durante la vida del deudor o incluso a su muerte pero son difícilmente heredadas. El déficit público, por el contrario, siempre está ahí porque los Gobiernos nunca mueren y aún en el improbable caso de que lo hicieran (como consecuencia de una guerra o de una revolución) nadie heredaría ese fardo.
El déficit público siempre aumenta. Estados Unidos siempre ha tenido –salvo en seis cortas ocasiones seguidas, todas ellas, de recesión- presupuestos deficitarios. Ello, lejos de suponer una pesada carga, ha constituido la espoleta del crecimiento económico. Los títulos de deuda pública, a diferencia del endeudamiento privado –que únicamente transfiere rentas de una parte del sector privado a otra- alimentan la liquidez de las empresas.
Los que son una amenaza para la solvencia son los intereses. Una reciente proyección del Centro de Presupuesto y Prioridades Políticas –basada en simples declaraciones de la Oficina Presupuestaria del Congreso (que es un gabinete encargado de realizar análisis presupuestarios para el Congreso de Estados Unidos)- afirma que el pago de intereses de la deuda pública frisará el 15% del PIB en 2050, lo que supondría un déficit total de, aproximadamente, un 300%. El problema es que eso es, sencillamente, imposible. Si los intereses se pagasen a personas que lo más lógico es que gastasen en bienes y servicios generadores de empleo, entonces estaríamos hablando de una forma de gasto público como otra cualquiera. Pagos de intereses de esa categoría afectarían a la economía tanto como la movilización para la Segunda Guerra Mundial. Lo más irónico del asunto es que, mucho antes de llegar a esos extremos, alcanzaríamos pleno empleo con una inflación creciente que dispararía el crecimiento económico y estabilizaría la deuda. Lo que en ese improbable caso probablemente haría la Reserva Federal sería garantizar el pago de intereses manteniendo los tipos de interés a corto a precios muy bajos.
¿Y qué decir de los extranjeros? ¿Acaso es cierto que nos hacen un favor comprándonos títulos de deuda? Para hacer eso China, por ejemplo, tiene que vendernos bienes sin que nosotros [NDT: Estados Unidos] podamos venderles nada a cambio. Eso supone un esfuerzo para China; un esfuerzo que Pekín está dispuesto a realizar porque tiene razones para ello: exportar productos industrializados promueve la formación de la fuerza de trabajo, las transferencias de tecnología y mejora de la calidad de los productos manufacturados. Todo esto activa, además, la generación de empleo. Pero esas son cosas de los chinos.
Para China los títulos de deuda son una especie de tesoro sin valor. Pekín no puede hacer gran cosa con ellos. China ya importa todas las materias primas, maquinaria y aeronaves que puede utilizar y si quisiera más, compraría más. Entonces, a menos que Pekín decida cambiar su política de exportación, su stock de títulos de deuda estadounidense seguirá creciendo… y nosotros [NDT: Estados Unidos] vamos a seguir pagando los intereses que esos títulos generan, pero no con un esfuerzo real, sino digitando números en ordenadores… y eso no cuesta nada: ni ahora ni nunca. (Si los chinos acumulasen los intereses, podrían ayudarnos a crear empleo. Así que el hecho de comprar muchos bienes a los chinos implica que tendremos que ser muy imaginativos y audaces si lo que realmente deseamos es crear todo el empleo que necesitamos). Una última cuestión ¿China podría vender sus dólares? En principio podría hacerlo comprando, por ejemplo, deuda griega (lo que revalorizaría el euro frente al dólar). Lo que ocurre es que, si se reflexiona bien, no da la impresión de que a ningún burócrata chino eso le parezca una buena idea.
Lo que es cierto para el Gobierno como un todo, también lo es para sus partes. Lo es, por ejemplo, para la Seguridad Social, que ni puede declararse en quiebra ni dejar de pagar por las buenas, salvo que el Congreso decida –o digamos mejor, que el Congreso, siguiendo las recomendaciones de la Comisión Simpson-Bowles- decida cerrar el grifo. El argumento que vincula la viabilidad de la Seguridad Social a una supuesta curva descendente de las cotizaciones sociales es definitivamente falaz y tiene motivaciones políticas de fondo. Ese planteamiento es una farsa. El primero en emplearlo fue Franklin Delano Roosevelt quien, así, pretendía proteger a la Seguridad Social de los intentos de recorte. Paradójicamente, su argumento terminó sirviendo para todo lo contrario: ahora se ha convertido en una recurrente forma de generar ansiedad y en el mejor argumento para evitar la expansión universal del sistema de Seguridad Social.
La Seguridad Social es un programa público que se financia a partir de las cotizaciones. Promueve, por consiguiente, la circulación de recursos en un lapso determinado de tiempo. La principal circulación no va, como suele creerse, del joven hacia el mayor puesto que incluso si la Seguridad Social no existiera alguien se ocuparía de los ancianos. Lo que suele argumentarse, de hecho ocurría, más bien, antiguamente: los más jóvenes se ocupaban de sus mayores. Desde que la Seguridad Social existe eso ya no es igual: la transferencia real, efectiva, se da de los padres que tienen hijos hacia los que no los tienen y de los jóvenes cuyos progenitores han fallecido hacia los padres que no tienen descendencia. En ambos casos se trata de una distribución equitativa, progresiva y sobre todo sostenible. Es cierto que hay un problema con el coste de la asistencia médica pero, también, que ese no es un problema de la Seguridad Social. No es algo que, por consiguiente, deba resolverse a través de recortes en la asistencia sanitaria, precisamente porque, si por algo se caracteriza la asistencia sanitaria pública es por su bajo coste. Ése es precisamente el problema que explica que la Seguridad Social sea odiada, desde hace décadas, por los peores depredadores de Wall Street.
El déficit público y el endeudamiento están interconectados. El endeudamiento contribuye, de hecho, a la reducción del déficit. Eso es lo que ocurrió durante toda la década de los 90. Un colapso en el crédito genera, sin embargo, mayores gastos e impagos: eso es lo que está ocurriendo ahora. Como los bancos no pueden prestar el déficit aumenta. El único problema es hacia dónde se orienta ese déficit: ¿hacia inversiones productivas que reconstruyen el país -como durante el New Deal- o hacia acumulaciones improductivas de capital, en un clima de inseguridad y de desempleo, que más bien podrían estar siendo invertidas en la generación de empleo?
Si se pudieran revivir los endeudamientos, ¿sería bueno volver a endeudarse? Siempre que haya buenas razones, por qué no. Los Gobiernos suelen estar, por definición, burocratizados y tener pesadas conducciones políticas. Operan, fundamentalmente, en los ámbitos del derecho y de la regulación. Los bancos privados, por el contrario, al estar descentralizados y ser competitivos, suelen tener mucha mayor flexibilidad. Un buen sistema bancario conducido por gente competente, con buen criterio para los negocios y que conozca a su clientela, es bueno para cualquier economía. El hecho de que usted tenga que pagar los intereses que genera una deuda también puede constituir un elemento de motivación para seguir invirtiendo.
El problema es que actualmente no existe ese tipo de banco. Lo que hay es un cártel dirigido por una plutocracia incompetente cuyos tentáculos llegan hasta las faltriqueras de los Estados. Para que un crédito tenga retorn hay que descontar las deudas impagables, que ahora se han convertido en exorbitantes; restaurar la renta privada (creando empleo) y el sistema de garantía (o sea, el valor de los bienes inmuebles) pero, sobre todo, hay que reestructurar el sistema financiero. Hay que intervenir los bancos, combatir el fraude, generar incentivos para préstamos orientados al ahorro energético, a la construcción de infraestructuras y a otros sectores [productivos estratégicos]. Una posibilidad alternativa es promover la creación de un sistema bancario nuevo y paralelo, que es lo que se hizo durante el New Deal [NDT: en Estados Unidos] con la banca pública e incluso, con las promociones sociales de vivienda protegida (Fannie Mae y Freddie Mac [NDT: los dos bancos de inversión en los que se originó la crisis financiera actual] salieron de ahí)…
De todos modos, hasta que no se emprenda una reforma financiera seria, el déficit presupuestario es la única manera de recuperar la senda del crecimiento económico. No es necesario que éste sea de su agrado; simplemente usted tiene que ser consciente de que hace falta para recuperar el crecimiento y el empleo y de que, además, va a hacer falta durante mucho tiempo: por lo menos, hasta que se diseñe un plan estratégico de inversiones en energía y en medio ambiente parcialmente financiado por un sector financiero reformado, restaurado y disciplinado.
Pero más allá de mis impresiones y deseos personales es muy posible que la actual histeria imperante -en relación con el déficit público- no sea más que una cortina de humo orientada a desviar la atención de las disfunciones estructurales que caracterizan al actual sistema bancario: sería la única forma de detener una reforma financiera. Si ese fuera el caso, lo que yo me preguntaría es si eso es intrínsecamente bueno. Porque puede serlo pero también puede no serlo…
James K. Galbraith (autor de The Predator State: How Conservatives Abandoned the Free Market e Why Liberals Should Too, Free Press, 2008) es profesor en la Escuela de Administración Pública de la Universidad de Texas y Consejero Académico del Instituto de Economía Levy.
Por James K. Galbraith
Traducido para Rebelión por Juan Agulló
La Comisión Simpson-Bowles1, amparada en las farisaicas enaguas de la reducción del déficit público, acaba de declarar –por boca de su Presidente- que propondrá recortes a la Seguridad Social. (Quizás, para rememorar su ecológico pasado, el ex Senador Alan Simpson se da a la prometeica tarea de podar la Seguridad Social). La congelación del gasto público por parte de Obama constituye otro sacrificio simbólico a los dioses del déficit. La mayoría de los observadores cree que la referida decisión no tiene vuelta atrás pero, ¿qué ocurriría si la tuviera? La respuesta es que una reducción demasiado grande del déficit público puede destruir la economía (o lo que queda de ella) y conducirnos, en un par de años, a una Gran Depresión.
Precisamente por eso la fobia al déficit que predomina en Wall Street, en la prensa, entre algunos economistas y prácticamente, entre todos los políticos es, en realidad, uno de los mayores peligros al que nos enfrentamos actualmente. No se trata, tan sólo, de los pensionistas: ¡todos estamos amenazados! De hecho recortar el déficit público sin reconstruir, previamente, el engranaje del crédito privado es un camino, casi seguro, a la estagnación, a la recesión e incluso a una posible Gran Depresión. Asimismo, obsesionarse demasiado en garantizar recortes del déficit público a largo plazo, también puede contribuir a obstruir aquello que es necesario hacer para reestablecer un crecimiento fuerte y una recuperación del empleo.
Dicho crudamente: sólo hay dos maneras posibles de lograr crecimiento económico a largo, generando déficit público o concediendo préstamos bancarios. Los Gobiernos y los bancos son, de hecho, las dos únicas instituciones con poder para crear algo de la nada. Si de lo que se trata es de aumentar la capacidad de inversión, necesariamente, uno de esos dos grandes motores financieros tiene que ponerse en marcha.
Para el ciudadano de a pie el déficit público es, pese a su mala reputación, mucha mejor idea que los préstamos privados. De hecho es una forma de que el dinero llegue –limpio de polvo y paja- a sus bolsillos, listo para empezar a gastar cuando quiera y en lo que quiera… incluso, para saldar sus deudas. Eso es lo que, técnicamente hablando, se llama un “aumento del patrimonio financiero líquido”. Para la gente de la calle eso es bueno pero para los bancos no, porque no ganan nada...
Y eso es, precisamente, lo que explica las fobias clásicas de las bolsas, de las grandes empresas y de los economistas de derechas. A los banqueros no les gusta nada el déficit fiscal porque compite con los préstamos bancarios como fuente de crecimiento. Cuando un banco presta, sus ganancias también lo hacen porque hay intereses que alguien tiene que pagar e incluso, si la deuda no puede ser saldada, puede terminar habiendo un activo financiero –en forma de inmueble, fábrica o empresa- del que se terminará apropiando el banco. Aparentemente sencillo ¿verdad?
Pues no tanto, porque aunque todo esto debería resultar evidente, suele permanecer opaco. Y suele permanecer opaco porque legiones de esbirros de Wall Street –coordinados, sobre todo, por la Fundación Peter Peterson pero también por el ex Contralor General David Walker; el ala derecha del Partido Demócrata, con Robert Rubin a la cabeza y numerosas iniciativas “bipartidistas”, como la Coalición Concordia o el Comité para un Presupuesto Federal Responsable- trabajan arduamente para generar la mayor confusión pública posible en estos asuntos. De hecho, todos esos irresponsables no expresan, jamás, la más mínima autocrítica por la crisis financiera que se originó en Wall Street y les estalló en sus narices. Al contrario, ellos siempre advierten -con un cinismo impresionante- que los Gobiernos podrían ser generadores de “subprimes” y de “Pirámides Ponzi” [NDT: timos], cosas que no son ciertas.
Ésas son, también, las persona a las que les encanta la vieja cantinela de que la Seguridad Social está en “bancarrota” o aquella otra de que la “pesada carga” del déficit público “la terminarán pagando nuestros nietos” o decir que “estamos endeudados hasta las orejas”. Todas esas idioteces no son más que parte de una de las mayores campañas de desinformación de todos los tiempos.
Dicha campaña se fundamenta en lo que muchos llaman “sentido común”. De hecho es fácil vender como “sabiduría casera” que los Gobiernos no pueden, como las familias, “vivir por encima de sus posibilidades”. El problema es que los Gobiernos no son como las familias: éstas últimas dependen de las rentas para saldar sus deudas, y los Gobiernos no.
Además, en el peor de los casos, los deudores privados pueden quebrar: la bancarrota es una protección que brindan las sociedades civilizadas como alternativa al sistema penitenciario. La otra es que, si se trata de hipotecas, los deudores pueden hacer entrega de los bienes que no han podido pagar y punto.
En el caso de los Gobiernos no hay riesgo de impago. Por eso gastan dinero (y pagan intereses) sin importarles demasiado. Lo curioso es que, a diferencia de los deudores privados, no necesitan liquidez. Como le gusta subrayar al agudo economista Warren Mosler, el funcionario de Hacienda que firma los cheques de la Seguridad Social no sabe quién es y mucho menos conoce el teléfono del colega que recaudó esos impuestos. De hecho si usted, de repente, desea pagar sus propios impuestos en dinero contante y sonante, el Gobierno de turno le dará un recibo y ya le cobrará. Como es la fuente de dinero, siempre está ahí.
Quizás por eso los Gobiernos gastan impunemente. Se trata, además, de gastos sin costo ya que la inflación se puede eliminar, por ejemplo, vía depreciación de la moneda nacional. El gasto suntuario –por ejemplo, en aventuras militares innecesarias- seca las fuentes reales de recursos pero lo bueno es que ningún Gobierno puede quebrar jamás en la moneda que él mismo controla. Las moratorias de deuda ocurren, solamente, cuando los Gobiernos que las decretan no controlan la moneda en la que se endeudan –como Argentina, que tenía deuda en dólares o ahora Grecia que, aunque todavía no ha decretado una moratoria de pagos, debe en euros. Sea como fuere, cuando la soberanía es un hecho real, la bancarrota es un hecho irrelevante. Cuando Obama afirma, inopinadamente, que Estados Unidos “no tiene dinero”, dice algo sin sentido y por ende peligroso: me pregunto si él mismo se lo cree.
Tampoco es cierto que el déficit público sea una herencia envenenada para las generaciones venideras. De hecho, más bien, nunca termina de pagarse ni se terminará de hacerlo. Las deudas personales se son contraídas durante la vida del deudor o incluso a su muerte pero son difícilmente heredadas. El déficit público, por el contrario, siempre está ahí porque los Gobiernos nunca mueren y aún en el improbable caso de que lo hicieran (como consecuencia de una guerra o de una revolución) nadie heredaría ese fardo.
El déficit público siempre aumenta. Estados Unidos siempre ha tenido –salvo en seis cortas ocasiones seguidas, todas ellas, de recesión- presupuestos deficitarios. Ello, lejos de suponer una pesada carga, ha constituido la espoleta del crecimiento económico. Los títulos de deuda pública, a diferencia del endeudamiento privado –que únicamente transfiere rentas de una parte del sector privado a otra- alimentan la liquidez de las empresas.
Los que son una amenaza para la solvencia son los intereses. Una reciente proyección del Centro de Presupuesto y Prioridades Políticas –basada en simples declaraciones de la Oficina Presupuestaria del Congreso (que es un gabinete encargado de realizar análisis presupuestarios para el Congreso de Estados Unidos)- afirma que el pago de intereses de la deuda pública frisará el 15% del PIB en 2050, lo que supondría un déficit total de, aproximadamente, un 300%. El problema es que eso es, sencillamente, imposible. Si los intereses se pagasen a personas que lo más lógico es que gastasen en bienes y servicios generadores de empleo, entonces estaríamos hablando de una forma de gasto público como otra cualquiera. Pagos de intereses de esa categoría afectarían a la economía tanto como la movilización para la Segunda Guerra Mundial. Lo más irónico del asunto es que, mucho antes de llegar a esos extremos, alcanzaríamos pleno empleo con una inflación creciente que dispararía el crecimiento económico y estabilizaría la deuda. Lo que en ese improbable caso probablemente haría la Reserva Federal sería garantizar el pago de intereses manteniendo los tipos de interés a corto a precios muy bajos.
¿Y qué decir de los extranjeros? ¿Acaso es cierto que nos hacen un favor comprándonos títulos de deuda? Para hacer eso China, por ejemplo, tiene que vendernos bienes sin que nosotros [NDT: Estados Unidos] podamos venderles nada a cambio. Eso supone un esfuerzo para China; un esfuerzo que Pekín está dispuesto a realizar porque tiene razones para ello: exportar productos industrializados promueve la formación de la fuerza de trabajo, las transferencias de tecnología y mejora de la calidad de los productos manufacturados. Todo esto activa, además, la generación de empleo. Pero esas son cosas de los chinos.
Para China los títulos de deuda son una especie de tesoro sin valor. Pekín no puede hacer gran cosa con ellos. China ya importa todas las materias primas, maquinaria y aeronaves que puede utilizar y si quisiera más, compraría más. Entonces, a menos que Pekín decida cambiar su política de exportación, su stock de títulos de deuda estadounidense seguirá creciendo… y nosotros [NDT: Estados Unidos] vamos a seguir pagando los intereses que esos títulos generan, pero no con un esfuerzo real, sino digitando números en ordenadores… y eso no cuesta nada: ni ahora ni nunca. (Si los chinos acumulasen los intereses, podrían ayudarnos a crear empleo. Así que el hecho de comprar muchos bienes a los chinos implica que tendremos que ser muy imaginativos y audaces si lo que realmente deseamos es crear todo el empleo que necesitamos). Una última cuestión ¿China podría vender sus dólares? En principio podría hacerlo comprando, por ejemplo, deuda griega (lo que revalorizaría el euro frente al dólar). Lo que ocurre es que, si se reflexiona bien, no da la impresión de que a ningún burócrata chino eso le parezca una buena idea.
Lo que es cierto para el Gobierno como un todo, también lo es para sus partes. Lo es, por ejemplo, para la Seguridad Social, que ni puede declararse en quiebra ni dejar de pagar por las buenas, salvo que el Congreso decida –o digamos mejor, que el Congreso, siguiendo las recomendaciones de la Comisión Simpson-Bowles- decida cerrar el grifo. El argumento que vincula la viabilidad de la Seguridad Social a una supuesta curva descendente de las cotizaciones sociales es definitivamente falaz y tiene motivaciones políticas de fondo. Ese planteamiento es una farsa. El primero en emplearlo fue Franklin Delano Roosevelt quien, así, pretendía proteger a la Seguridad Social de los intentos de recorte. Paradójicamente, su argumento terminó sirviendo para todo lo contrario: ahora se ha convertido en una recurrente forma de generar ansiedad y en el mejor argumento para evitar la expansión universal del sistema de Seguridad Social.
La Seguridad Social es un programa público que se financia a partir de las cotizaciones. Promueve, por consiguiente, la circulación de recursos en un lapso determinado de tiempo. La principal circulación no va, como suele creerse, del joven hacia el mayor puesto que incluso si la Seguridad Social no existiera alguien se ocuparía de los ancianos. Lo que suele argumentarse, de hecho ocurría, más bien, antiguamente: los más jóvenes se ocupaban de sus mayores. Desde que la Seguridad Social existe eso ya no es igual: la transferencia real, efectiva, se da de los padres que tienen hijos hacia los que no los tienen y de los jóvenes cuyos progenitores han fallecido hacia los padres que no tienen descendencia. En ambos casos se trata de una distribución equitativa, progresiva y sobre todo sostenible. Es cierto que hay un problema con el coste de la asistencia médica pero, también, que ese no es un problema de la Seguridad Social. No es algo que, por consiguiente, deba resolverse a través de recortes en la asistencia sanitaria, precisamente porque, si por algo se caracteriza la asistencia sanitaria pública es por su bajo coste. Ése es precisamente el problema que explica que la Seguridad Social sea odiada, desde hace décadas, por los peores depredadores de Wall Street.
El déficit público y el endeudamiento están interconectados. El endeudamiento contribuye, de hecho, a la reducción del déficit. Eso es lo que ocurrió durante toda la década de los 90. Un colapso en el crédito genera, sin embargo, mayores gastos e impagos: eso es lo que está ocurriendo ahora. Como los bancos no pueden prestar el déficit aumenta. El único problema es hacia dónde se orienta ese déficit: ¿hacia inversiones productivas que reconstruyen el país -como durante el New Deal- o hacia acumulaciones improductivas de capital, en un clima de inseguridad y de desempleo, que más bien podrían estar siendo invertidas en la generación de empleo?
Si se pudieran revivir los endeudamientos, ¿sería bueno volver a endeudarse? Siempre que haya buenas razones, por qué no. Los Gobiernos suelen estar, por definición, burocratizados y tener pesadas conducciones políticas. Operan, fundamentalmente, en los ámbitos del derecho y de la regulación. Los bancos privados, por el contrario, al estar descentralizados y ser competitivos, suelen tener mucha mayor flexibilidad. Un buen sistema bancario conducido por gente competente, con buen criterio para los negocios y que conozca a su clientela, es bueno para cualquier economía. El hecho de que usted tenga que pagar los intereses que genera una deuda también puede constituir un elemento de motivación para seguir invirtiendo.
El problema es que actualmente no existe ese tipo de banco. Lo que hay es un cártel dirigido por una plutocracia incompetente cuyos tentáculos llegan hasta las faltriqueras de los Estados. Para que un crédito tenga retorn hay que descontar las deudas impagables, que ahora se han convertido en exorbitantes; restaurar la renta privada (creando empleo) y el sistema de garantía (o sea, el valor de los bienes inmuebles) pero, sobre todo, hay que reestructurar el sistema financiero. Hay que intervenir los bancos, combatir el fraude, generar incentivos para préstamos orientados al ahorro energético, a la construcción de infraestructuras y a otros sectores [productivos estratégicos]. Una posibilidad alternativa es promover la creación de un sistema bancario nuevo y paralelo, que es lo que se hizo durante el New Deal [NDT: en Estados Unidos] con la banca pública e incluso, con las promociones sociales de vivienda protegida (Fannie Mae y Freddie Mac [NDT: los dos bancos de inversión en los que se originó la crisis financiera actual] salieron de ahí)…
De todos modos, hasta que no se emprenda una reforma financiera seria, el déficit presupuestario es la única manera de recuperar la senda del crecimiento económico. No es necesario que éste sea de su agrado; simplemente usted tiene que ser consciente de que hace falta para recuperar el crecimiento y el empleo y de que, además, va a hacer falta durante mucho tiempo: por lo menos, hasta que se diseñe un plan estratégico de inversiones en energía y en medio ambiente parcialmente financiado por un sector financiero reformado, restaurado y disciplinado.
Pero más allá de mis impresiones y deseos personales es muy posible que la actual histeria imperante -en relación con el déficit público- no sea más que una cortina de humo orientada a desviar la atención de las disfunciones estructurales que caracterizan al actual sistema bancario: sería la única forma de detener una reforma financiera. Si ese fuera el caso, lo que yo me preguntaría es si eso es intrínsecamente bueno. Porque puede serlo pero también puede no serlo…
James K. Galbraith (autor de The Predator State: How Conservatives Abandoned the Free Market e Why Liberals Should Too, Free Press, 2008) es profesor en la Escuela de Administración Pública de la Universidad de Texas y Consejero Académico del Instituto de Economía Levy.
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