viernes, 25 de junio de 2010
Tres encuentros con Saramago
Público
Por Marta Sanz
Yo tuve tres encuentros con José Saramago. El primero fue cuando estudiaba Filología y un profesor nos preguntó el nombre de nuestros tres autores preferidos de la literatura contemporánea universal. Así, a lo bruto. Me parecía difícil y, además, yo tenía el prurito de complacer, al menos de no desagradar al profesor.
Escribí el nombre de algún novelista ruso decimonónico, el de algún poeta de la Generación del 27 y el de José Saramago, porque acababa de terminar Memorial del convento y me fascinó por la densa textura del lenguaje, por un barroquismo que no me provoca repelucos, por la impostura arcaizante de las palabras. Y por la historia de amor de Baltasar Siete Soles y Blimunda Siete Lunas que era una mujer que comía pan antes de abrir los ojos al despertarse, para no ver los latidos del corazón, los hígados, los tumores que nos van brotando, como ojos de patata, en las fibras del cuerpo.
A mí, que me gustaba escribir, me seducía en el libro algo que me resultaba familiar lo que la literatura debía ser y esa imaginación a lo García Márquez que inventó, en Cien años de soledad, a aquella otra señora que se comía la tierra no sé por qué razón. Para mí, la literatura eran sobre todo palabras, huecas o embuchadas de sentido, altisonantes o desnudas, que lograban que sintiera una succión en la tripa o que las archivara en mi mente. Más tarde corregí mi visión de la literatura. Ahora la reviso otra vez y entiendo por qué me gustaban tanto los capítulos, como vidrieras de catedrales, de Memorial del convento.
El segundo encuentro se produjo en un acto de la Escuela de Letras de Madrid que se celebró en el cuartel de Conde Duque. En ese periodo me desromantizaba y deshumanizaba, y reflexionaba sobre el punto de vista, los frankensteins novelísticos, los catalejos y otras vueltas de tuerca. En su charla, Saramago cuestionó respetuosamente las enseñanzas de nuestros profesores. Habló del que se agazapa detrás de su narrador.
Detrás de cada parábola de Saramago la osadía de imaginar la península Ibérica flotando, utópica, sobre las aguas; La caverna o Ensayo sobre la cegueraestán las convicciones de un hombre que no permaneció impasible frente a lo que se calla o no se discute, las desigualdades, el papismo y el fascismo, la explotación del hombre por el hombre, los mordisquitos lentos o las crueles dentelladas del mercado, del neoliberalismo, de todos los nombres que sirven para encubrir las muertes no naturales de un sistema que nos mata por inanición, alienación, envenenamiento, tristeza, cansancio crónico... Saramago, aquella tarde, habló de ideología, de retórica y de la retórica como ideología. No habló de la ideología como retórica porque de eso estaban ya hablando los posmodernos.
Y Saramago no era posmoderno, sino comunista. Aquella tarde, nos transmitió una visión de la literatura que se parece a la idea de traducción de Benjamin: la realidad se expresa con un lenguaje y la literatura con otro; el lenguaje de la literatura traduce el lenguaje dominante de la realidad para que podamos comprenderla más allá de la opacidad agresiva de sus propias palabras; después, el lenguaje de la literatura interviene en esa realidad que se ha empapado de nuevos sentidos en esa traducción. Todos salimos haciendo un alarde de condescendencia ante la ingenuidad de Saramago. Éramos profundamente estúpidos.
Él sabía que la máscara es el rostro, que los periódicos pueden ser textos de ficción y las novelas de naves espaciales devienen en confesiones. Poco después, leí su Manual de pintura y caligrafía: "Ha caído el régimen", así comienza el último capítulo de este libro donde el escritor, encubierto en sus voces, se construye en y contra la Historia. Las artes se hermanan no en un humanismo blando, sino en algo que tiene que ver con la humanidad, sus victorias y violencias.
En la celebración del 90 cumpleaños de Marcos Ana, sabíamos que Saramago no iba a poder venir. Pilar del Río habló en su nombre. Me consolé reviviendo el sentido del humor y el estoicismo de Las intermitencias de la muerte: Saramago moría matando sin acritud, pero con puntería. También rememoré mi tercer encuentro con el autor que es el único que puede considerarse verdadero. Mi madre y yo caminábamos por Malasaña. Mi padre nos seguía unos pasos por detrás.
De repente, se cruzó con nosotros un hombre alto, mayor y un poco encorvado. Mi madre y yo nos volvimos: "Cómo se parece a Saramago". Y seguimos hablando de nuestras cosas. Pero mi padre no nos seguía: estaba estrechando la mano del escritor que se paró en mitad de la calle para hablar de política y literatura. Se interesó por mis libros y, ante mi prematuro desaliento, sonrió y me recomendó paciencia. Me prometí no volver a desalentarme.
Quizá nuestros hallazgos de esos libros que nos marcan se producen también por azar, como quien no quiere la cosa. Saramago era un hombre que paseaba solo mirando sin gafas los edificios, no demasiado sobrecogedores, de un barrio del centro de Madrid. Todavía guardo el pálpito de que al salir de mi casa voy a tropezarme con él.
Por Marta Sanz
Yo tuve tres encuentros con José Saramago. El primero fue cuando estudiaba Filología y un profesor nos preguntó el nombre de nuestros tres autores preferidos de la literatura contemporánea universal. Así, a lo bruto. Me parecía difícil y, además, yo tenía el prurito de complacer, al menos de no desagradar al profesor.
Escribí el nombre de algún novelista ruso decimonónico, el de algún poeta de la Generación del 27 y el de José Saramago, porque acababa de terminar Memorial del convento y me fascinó por la densa textura del lenguaje, por un barroquismo que no me provoca repelucos, por la impostura arcaizante de las palabras. Y por la historia de amor de Baltasar Siete Soles y Blimunda Siete Lunas que era una mujer que comía pan antes de abrir los ojos al despertarse, para no ver los latidos del corazón, los hígados, los tumores que nos van brotando, como ojos de patata, en las fibras del cuerpo.
A mí, que me gustaba escribir, me seducía en el libro algo que me resultaba familiar lo que la literatura debía ser y esa imaginación a lo García Márquez que inventó, en Cien años de soledad, a aquella otra señora que se comía la tierra no sé por qué razón. Para mí, la literatura eran sobre todo palabras, huecas o embuchadas de sentido, altisonantes o desnudas, que lograban que sintiera una succión en la tripa o que las archivara en mi mente. Más tarde corregí mi visión de la literatura. Ahora la reviso otra vez y entiendo por qué me gustaban tanto los capítulos, como vidrieras de catedrales, de Memorial del convento.
El segundo encuentro se produjo en un acto de la Escuela de Letras de Madrid que se celebró en el cuartel de Conde Duque. En ese periodo me desromantizaba y deshumanizaba, y reflexionaba sobre el punto de vista, los frankensteins novelísticos, los catalejos y otras vueltas de tuerca. En su charla, Saramago cuestionó respetuosamente las enseñanzas de nuestros profesores. Habló del que se agazapa detrás de su narrador.
Detrás de cada parábola de Saramago la osadía de imaginar la península Ibérica flotando, utópica, sobre las aguas; La caverna o Ensayo sobre la cegueraestán las convicciones de un hombre que no permaneció impasible frente a lo que se calla o no se discute, las desigualdades, el papismo y el fascismo, la explotación del hombre por el hombre, los mordisquitos lentos o las crueles dentelladas del mercado, del neoliberalismo, de todos los nombres que sirven para encubrir las muertes no naturales de un sistema que nos mata por inanición, alienación, envenenamiento, tristeza, cansancio crónico... Saramago, aquella tarde, habló de ideología, de retórica y de la retórica como ideología. No habló de la ideología como retórica porque de eso estaban ya hablando los posmodernos.
Y Saramago no era posmoderno, sino comunista. Aquella tarde, nos transmitió una visión de la literatura que se parece a la idea de traducción de Benjamin: la realidad se expresa con un lenguaje y la literatura con otro; el lenguaje de la literatura traduce el lenguaje dominante de la realidad para que podamos comprenderla más allá de la opacidad agresiva de sus propias palabras; después, el lenguaje de la literatura interviene en esa realidad que se ha empapado de nuevos sentidos en esa traducción. Todos salimos haciendo un alarde de condescendencia ante la ingenuidad de Saramago. Éramos profundamente estúpidos.
Él sabía que la máscara es el rostro, que los periódicos pueden ser textos de ficción y las novelas de naves espaciales devienen en confesiones. Poco después, leí su Manual de pintura y caligrafía: "Ha caído el régimen", así comienza el último capítulo de este libro donde el escritor, encubierto en sus voces, se construye en y contra la Historia. Las artes se hermanan no en un humanismo blando, sino en algo que tiene que ver con la humanidad, sus victorias y violencias.
En la celebración del 90 cumpleaños de Marcos Ana, sabíamos que Saramago no iba a poder venir. Pilar del Río habló en su nombre. Me consolé reviviendo el sentido del humor y el estoicismo de Las intermitencias de la muerte: Saramago moría matando sin acritud, pero con puntería. También rememoré mi tercer encuentro con el autor que es el único que puede considerarse verdadero. Mi madre y yo caminábamos por Malasaña. Mi padre nos seguía unos pasos por detrás.
De repente, se cruzó con nosotros un hombre alto, mayor y un poco encorvado. Mi madre y yo nos volvimos: "Cómo se parece a Saramago". Y seguimos hablando de nuestras cosas. Pero mi padre no nos seguía: estaba estrechando la mano del escritor que se paró en mitad de la calle para hablar de política y literatura. Se interesó por mis libros y, ante mi prematuro desaliento, sonrió y me recomendó paciencia. Me prometí no volver a desalentarme.
Quizá nuestros hallazgos de esos libros que nos marcan se producen también por azar, como quien no quiere la cosa. Saramago era un hombre que paseaba solo mirando sin gafas los edificios, no demasiado sobrecogedores, de un barrio del centro de Madrid. Todavía guardo el pálpito de que al salir de mi casa voy a tropezarme con él.
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