José Saramago dedica una de sus obras a Amaury Pérez. Foto: Petí
Como todos los días amanecí temprano. Un correo me decía que Saramago había muerto. Llamé a Rosa Miriam, porque la terrible noticia no estaba aún en Cubadebate y me dijo que en minutos “subiría” la nota. Le dije que me sentía abatido y colgamos. Entonces, con mis alertas menguadas, me puse a recordarlo.
Nos conocimos personalmente durante su última visita a La Habana. Carmen Rosa Báez, al tanto de mi admiración desaforada e impertinente por la obra del insigne portugués, me dijo que José y Pilar visitarían la UCI (Universidad de Ciencias Informáticas) y que si quería saludarlos debía estar temprano cerca del largo camino que desandarían hasta llegar al magno recinto.
Descendieron del coche y nos acercamos. Yo estaba nervioso. Alguien con las más ingenuas y nobles intenciones me presentó como “un cantautor al que le ha dado por escribir Literatura”, a lo que el escritor con parquedad y fiereza respondió: “¡A nadie le da por escribir; se escribe y ya!” Fue ahí que me abrazó con ternura y complicidad de padre. Recorrimos juntos las horas de su visita y ya al punto del almuerzo alguien me acercó una guitarra y le canté con voz trémula un par de mis canciones más reconocidas. Pilar las recordaba de su época universitaria; José, las descubrió, e intercambiamos los tres un diálogo que aligeró la sobremesa alrededor de la mala televisión que se hacía en el mundo, entre otros temas mundanos o esenciales. Ya para ese momento nuestra relación se distendió y sellamos, entre risas y disparates, por supuesto los disparates siempre míos, algo parecido al candor de la amistad debutante.
Lo acompañé más tarde a su charla con estudiantes y académicos en la Universidad de La Habana. Allí me atreví a invitarlos a cenar en casa la noche siguiente, y para mi asombro, aceptaron gustosos y sonrientes. No recuerdo una mejor velada, convivimos Abel y Lily, Rancaño, Omar Valiño y Carmen Rosa, entre otros amigos que mi memoria extravía. Hablamos de Literatura, viajes, política, Revoluciones, España y Portugal, volví a cantarles mientras les regalaba con pudor mi libro de cuentos iniciáticos. José me dijo parsimonioso: “Ahora veré cómo escribe; ya sé lo bien que canta y cuenta historias, ¿por qué no me hace otras?”, y yo, presto, con unos vinos de más y todas las ganas del mundo, me embarqué en una letanía de hilarantes anécdotas que normalmente me dejan en franco ridículo, mientras Pilar y él se desternillaban de la risa. Fueron pasando las horas y cerca de la medianoche, en el andén de las despedidas, le pedimos, mi amantísima esposa y yo, que nos firmara sus libros. Cuando se los extendimos esbozó una pícara sonrisa y exclamó por lo bajo, como para sí mismo, “¡están leídos Pilar, nada me gusta mas que firmar libros estropeados por la lectura!”
Después de su partida y ambos en Madrid, nos escribimos apasionados correos sobre su libro Las intermitencias de la muerte, quedamos en que me lo firmaría. No volvimos a vernos.
Si alguna vez revisito Lanzarote, llevaré el ejemplar por si una noche canaria, con la espuma besando los acantilados, mi amigo José, Saramago por siempre, decide, como Ramón Sijé reclamado por el gran Miguel, “volver a mi huerto y a mi higuera” y estampar en las jubilosas paginas su rúbrica, como ya lo hizo en mi corazón: “que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero”.
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