A un año de haber sido roto el orden constitucional e institucional en Honduras con el golpe de Estado del 28 de junio, nuestro país continúa en una franca situación de anormalidad, pese al gobierno de transición del Partido Nacional, que no puede cuajar el objetivo de la reconciliación nacional.
El trauma político-social causado por ese golpe de Estado es muy diferente a los eventos golpistas del pasado, debido a la característica compleja de sus autores, integrantes de una coalición de poderes en el Estado, empresarios, militares, religiosos fundamentalistas y de políticos, nunca antes formada en Honduras.
Asimismo, las verdaderas motivaciones de los golpistas permanecen aún disimuladas con una espesa retórica de defensa de la democracia, ante un supuesto peligro de totalitarismo socialista, cuando el propósito real fue —y continúa siendo—cortar toda posibilidad de que el pueblo hondureño tenga voz y participación propia, ya que, desde la perspectiva elitista, el pueblo no tiene capacidad de razonar. Por lo tanto, el control del Estado y la Nación corresponde necesariamente a la élite del poder.
Esta concepción, desarrollada y reforzada a lo largo de un sistemático bombardeo ideológico de ultraderecha, que, para la preparación del golpe de Estado en Honduras adquirió niveles obsesivos, a través de la mayoría de los medios de comunicación social, condujo a una intensa polarización social y a la exteriorización definitiva de una conciencia de clase en las capas media y baja de la población hondureña, lo mismo que a la radicalización de la clase dominante en sus posiciones de poder.
De allí la imposibilidad práctica de establecer un gobierno de reconciliación nacional, cuando menos en esta etapa transitiva, y la persistencia del estereotipo golpista en su doble condición: como mecanismo de presión para condicionar el desempeño gubernamental y como instrumento para intervenir si dicho condicionamiento no es asumido por el gobierno.
A todo esto debe añadirse el establecimiento del narcotráfico como poder fáctico en la política hondureña, profundamente enraizado con la utilización de sus poderosos recursos financieros y sus vinculaciones en el sector empresarial, en los partidos y en las instituciones de seguridad del Estado. Un cuadro sobrecogedor que amenaza la institucionalidad democrática centroamericana.
De allí las notables afirmaciones del canciller de El Salvador, Hugo Martínez, en su reciente visita oficial a Washington, en el sentido de que el golpismo y el narcotráfico son los principales factores de desestabilización política, económica y social en América Central.
“Hay únicamente dos sectores que les interesa que los gobiernos nacionales en la región sean débiles: los narcotraficantes y los golpistas”. Y, a propósito del homenaje que la ultraderecha de su país recientemente le hizo al golpista Micheletti, recalca el canciller Martínez: “Este hecho lo que nos refleja es que hay un grupo de nostálgicos, no sólo en Honduras sino también en El Salvador, que todavía creen que la solución a los problemas de la democracia son los golpes de Estado”.
Esos nostálgicos, decimos nosotros, siguen en pie, dispuestos a todo, con el apoyo de la ultraderecha norteamericana, cubano-americana y suramericana.
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