martes, 20 de abril de 2010

El Juez Garzón, Honduras y el mundo único


Por Manuel Torres Calderón

Nos separa un Atlántico, pero el caso Garzón confirma un mundo único. El acoso al Juez por indagar jurídicamente en la represión franquista es similar al que enfrenta un filipino, un salvadoreño, un guatemalteco, un argentino, un polaco, un ruso, un sudafricano o un hondureño cuando recurren a su historia trágica.

Los españoles podrán interpretar las querellas contra Garzón ligadas a otros líos de su ámbito interno, pero su jurisdicción cruza fronteras. En el fondo no se trata de la naturaleza de la verdad histórica, sino del sistema actual que la manipula y la necesidad de establecer procedimientos de toma de decisiones internacionales que permitan enfrentar la impunidad.

Garzón se enfrenta no sólo a la derecha de España, sino a una que bate palmas en el mundo, y que ha ido ganando terreno de la mano con un modelo económico, social y político que criminaliza la memoria histórica porque pretende escribirla a su modo.

“En la memoria residen, a nivel colectivo e individual, las claves de su propio pasado y la experiencia decisiva para establecer su conducta presente y futura, y sus compromisos morales”, sostiene un párrafo del Manifiesto por una memoria sin fronteras que están firmando miles de españoles en respaldo a Garzón.

Siempre se supo que sepultar el pasado es cometer una injusticia no sólo con las víctimas de la represión sino con las generaciones futuras. Baltasar Garzón ya intentó abrir causas en países como Chile y Argentina contra la impunidad de las amnistías incondicionales o de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Convencido del principio de justicia universal vino incluso a Honduras en agosto del 2009 para advertir a los golpistas que los delitos de lesa humanidad – delitos de homicidio, torturas, privación ilegal de la libertad calificada y otros- son imprescriptibles e imperdonables. Lamentablemente, su advertencia no fue escuchada. Garzón supo que la derecha hondureña es calcada de su par española, pero en un contexto de manos libres a su arbitrio. Desde entonces, la lista de hombres y mujeres asesinados por pensar políticamente diferente suma nombres tras nombres, sin que los reclamos encuentren un solo juez en la Corte Suprema que los acompañe. Los tribunales hondureños han sido pasillos desolados de valor y dignidad.

La visita de Garzón a Tegucigalpa, cuando el Golpe de Estado hervía en su apogeo represivo, fue más solidaria que académica, pero expuso con claridad el tema de “Posibilidades y límites de la jurisdicción universal en España frente a crímenes de lesa humanidad”.

Garzón subrayó que no existían países grandes o pequeños cuando de violaciones a los derechos humanos se trata. Que no era cuestión de números, sino de seres humanos, y que todos los victimarios quedaban expuestos, tarde o temprano, a la justicia universal.

El Juez ya lo había probado cuando ordenó el arresto de Augusto Pinochet en Londres. Ahora, cuando decidió trasladar el escenario de la práctica a España lo atacan porque son 50,000 las víctimas mortales del franquismo y muchas siguen en cunetas o fosas olvidadas. El argumento con el que Garzón fue acusado es que la amnistía dictada en España en 1977 exoneró de responsabilidad penal a quienes durante el franquismo cometieron delitos con intencionalidad política. Garzón sostiene que ninguna amnistía puede amparar crímenes contra la humanidad, pero en esa cruzada confirma en carne propia que bajo la perspectiva del poder absolutista el Derecho se opone a la justicia, de la misma manera que la legalidad se impone sobre la legitimidad.

La realidad de nuestros países enseña una y otra vez que “derecho” no es sinónimo de justicia; debiera serlo, pero no lo es en tanto cada persona no recibe lo que merece y abundan leyes válidas pero no justas. Hay demasiada gente por encima de la ley paseando por nuestras calles y campos. El “imperio de la ley” no existe, es un afiche engomado a una pared vacía.

Esfuerzos como los de Garzón tratan de reconciliar el derecho con la justicia, y la legalidad con la legitimidad; quizá por eso resulten utópicos, pero no inútiles. Con Garzón no se trata de un héroe, sino de heroísmo. Como abogado es producto de su sociedad y de su trabajo.

Escribió alguna vez Sartre: “la historia hace a los hombres: los elige, los cabalga y los hace morir bajo ella”. Tuvo razón. Los riesgos que Garzón enfrenta son tremendos. El sistema fue y sigue siendo poderoso. Admite convivir mientras no se le contradiga. Y Garzón a lo largo de su trayectoria no se ha metido únicamente con los franquistas sino también con los de ETA, con los Opus Dei y con los corruptos. Son muchos y diversos los esquematismos y dogmatismo que buscan revancha. Sobra quienes lo ven con ojos corrosivos. No están los vientos favorables para la independencia crítica, menos en esta época donde acciones y alucinaciones están en estrecha correspondencia.

Pasan los días y habrá que enfatizar la función simbólica de la obra de Garzón, saber que al solidarizarnos con él nos hacemos un favor a nosotros mismos, y entender que su causa habla de sociedades rotas, de sueños que se vuelven pesadillas, de países en guerra, de travesías desgarradoras, de dolor y mutismo, por eso su victoria, su gran aporte, está en la acusación que ha lanzado, no en la sentencia que logre. De todas maneras, esta historia no la escriben los que ganan.

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