martes, 27 de abril de 2010

El centro no aguanta: Reavivando la imaginación radical



Amauta

Por Noam Chomsky

Traducido del inglés para Rebelión por Andrés Prado

Hace un mes Joseph Andrew Stack estrelló su avioneta contra un edificio de oficinas en Austin, Texas, dándole a una oficina de la IRS (3) para suicidarse. Dejó un manifiesto explicándolo. Por lo general fue ridiculizado pero creo que se merece algo mejor.
El manifiesto de Stack rastrea la historia de una vida que le condujo a este acto final desesperado. La historia empieza cuando era un estudiante adolescente que vivía en la miseria en Harrisburg, Pensilvania, cerca del corazón de lo que una vez fuera un gran centro industrial. Su vecina era una mujer que pasaba de los 80 y sobrevivía a base de comida de gato, la “viuda de un trabajador del acero retirado. Su marido había trabajado toda su vida en las fábricas de acero del centro de Pensilvania con la promesa por parte de las grandes empresas y el sindicato de que, por sus 30 años de servicio, tendría derecho a una pensión y a cuidados médicos por los que sentirse contento en su jubilación. Sin embargo fue una de las miles de personas que no obtuvo nada porque los incompetentes administradores de la fábrica y el corrupto sindicato (por no mencionar también al Gobierno) saquearon sus fondos de pensiones y les robaron sus jubilaciones. Todo lo que ella tenía para vivir era lo que le daba la Seguridad Social”; y Stack podría haber añadido que se han concertado continuos esfuerzos por parte de los super ricos y sus aliados políticos para quitarles incluso eso atendiendo a razones espurias. Stack decidió entonces que no podía confiar en las grandes empresas y que haría las cosas a su manera sólo para descubrir que no tampoco podía confiar en un gobierno que no se preocupaba para nada de personas como él, y que solamente lo hacía con los ricos y privilegiados, ni en un sistema jurídico en el que, usando sus palabras, “hay dos 'interpretaciones' para cada ley, una para los muy ricos y otra para el resto de nosotros.” Un gobierno que nos deja con “la broma que llamamos sistema médico americano, incluyendo a las compañías de seguros y las de fármacos [que] están asesinando a decenas de miles de personas cada año,” con cuidados racionados en gran parte en base a la riqueza y no a la necesidad. Todo en un orden social en el que “un puñado de matones y saqueadores pueden cometer atrocidades impensables... y cuando le llega la hora a su tren de la cultura del pelotazo de ser aplastado por el peso de su glotonería y abrumadora estupidez, el cuerpo del Gobierno federal al completo no encuentra dificultad alguna para acudir en su ayuda en unos días, si no horas.” Y mucho más.

Stack nos cuenta que su desesperado acto final fue un esfuerzo para unirse a aquéllos que están dis puestos a morir por su libertad con la esperanza de despertar a otros de su letargo. No me sorprendería que tuviera en mente la prematura muerte de aquel trabajador del acero que le enseñó lo que era el mundo real cuando era un adolescente. Ese trabajador del acero no cometió suicidio de una manera literal, después de haber sido descartado para el montón de basura, pero el suyo está lejos de ser un caso aislado; podemos añadir éste y muchos casos similares a la colosal cifra de víctimas de los crímenes institucionales del capitalismo de Estado. Existen estudios conmovedores sobre la indignación y la ira de aquéllos que han sido desechados cuando los programas de financiarización y desindustrialización estatal corporativos han cerrado plantas y destruído familias y comunidades enteras. Revelan el sentimiento agudo de traición por parte de los trabajadores que creyeron que tenían cumplido su deber con la sociedad en un pacto moral con las empresas y el Gobierno y que descubrieron que habían servido sólo como instrumentos para el beneficio y el poder, perogrulladas éstas de las que habían sido cuidadosamente protegidos por instituciones doctrinales.

Hay chocantes similitudes en la segunda mayor economía del mundo, estudiadas por Ching Kwan Lee en su penetrante investigación sobre el trabajo en China. Lee traza una comparación limítrofe entre la indignación y desesperación de la clase trabajadora de los sectores industriales descartados en los EE.UU. y la furia entre los obreros de lo que ella llama el rustbelt (4) de China –el centro industrial del Estado socialista en el Noreste, abandonado ahora por el Estado en favor de un desarrollo capitalista estatal del sunbelt (5) en el Sudeste. En ambas regiones Lee encuentra protestas obreras masivas pero diferentes en su carácter. En el rustbelt los trabajadores tienen el mismo sentimiento de traición que aquí tienen sus homólogos pero en su caso se traicionan los principios maoístas de solidaridad y dedicación al desarrollo de la sociedad que ellos pensaban que se había construído sobre un pacto moral y que finalmente descubren que, fuera lo que fuese, ahora es simplemente un amargo fraude.

En el sunbelt los trabajadores adolecen de la falta de esa tradición cultural y todavía confían en sus pueblos de origen para el apoyo y la vida familiar. Denuncian el fracaso de las autoridades para ajustarse incluso a los mínimos requerimientos legales de las condiciones mínimamente óptimas en el lugar de trabajo y del pago de esa miseria llamada salario. De acuerdo con las estadísticas oficiales hubo 58.000 “incidentes masivos” de protesta en 2003 en una provincia del rustbelt con una participación de 3 millones de personas. Alrededor de 30 a 40 millones de trabajadores, que fueron retirados de sus unidades de trabajo, “están contagiados de un profundo sentimiento de inseguridad,” despertándose “la ira y la desesperación” a través del país, en palabras de Lee. Ella espera que lo peor esté por llegar cuando una inminente crisis de falta de tierras en el campo socave la base de la supervivencia para los trabajadores del sunbelt, que carecen incluso de la imagen de lo que son unos sindicatos independientes, mientras que en el rustbelt , los trabajadores no tienen nada comparable a los programas de apoyo social civil que a menudo existen aquí. Tanto el trabajo de Lee como los estudios sobre el rustblet de los EE.UU. dejan claro que no deberíamos subestimar la profundidad de la indignación moral que subyace bajo la amargura furiosa, y a menudo autodestructiva, con respecto al Gobierno y al poder empresarial.

Encontramos algo parecido en la India rural donde el consumo de comida se ha visto fuertemente reducido para la gran mayoría desde que se implementaran parcialmente las reformas neoliberales, a la vez que los suicidios de campesinos están aumentando al mismo ritmo que el número de multimillonarios, en medio de reconocimientos por el fabuloso crecimiento de la India. Fabuloso crecimiento para algunos, pero no tan atractivo para los trabajadores trasladados a la India para reducir costes laborales por parte de IBM, que tiene tres cuartas partes de su fuerza de trabajo en el extranjero. Business Week llama a IBM la “quintaesencia de la compañía americana” sin equivocarse: se consolidó como gigante global de las computadoras gracias, en gran parte, a la inconsciente munificencia del contribuyente estadounidense, que también financió sustancialmente la revolución tecnológica de la información, en la cual IBM confía, además de la mayoría del resto de la economía de la alta tecnología –debido sobre todo al uso del pretexto de que los rusos se estaban acercando.

Hay mucha charla movida hoy día sobre un gran cambio global de poder, especulándose acerca de si (o cuándo) China podrá desplazar a los EE.UU. como potencia global dominante, junto con la India –que, de suceder, signifi caría que el sistema global estaría volviendo a algo parecido a lo que era antes de las conquistas europeas. Sus recientes crecimientos del PIB han sido, de hecho, espectaculares.

Pero hay algo más que añadir. En el índice de desarrollo humano de la ONU, la India mantiene su puesto cerca del final, ahora en el 134, ligeramente por encima de Camboya y por debajo de Laos y Tayikistán. China ocupa el lugar 92, un poco por encima de Jordania y por debajo de la República Dominicana e Irán. En comparación, Cuba, bajo un severo ataque de los EE.UU, que dura 50 años, ocupa el puesto número 52, el más alto de América Central y el Caribe, y por debajo de Argentina y Uruguay por muy poco. La India y China también se ven aquejadas de desigualdades extremadamente altas, cayendo por ello, aún más abajo en el índice, más de mil millones de sus habitantes. Además, un recuento exacto iría más allá de las medidas convencionales para incluir costes serios, que China e India no pueden ignorar durante más tiempo, tales como son los ecológicos, la merma de recursos y otros.

La especulaciones sobre un cambio global de poder pasan por alto algo que todos sabemos: los países que están divorciados de la distribución interna del poder no son actores reales en los asuntos internacionales, una perogrullada que ese radical incorregible de Adam Smith trajo a nuestra atención. Él reconocía que los principales arquitectos del poder en Inglaterra eran los dueños de la sociedad, en su día comerciantes y manufactureros, que se aseguraban de que la política atendiera escrupulosamente a sus intereses, sin importar lo “severo” que fuera el impacto sobre el pueblo de Inglaterra y, peor aún, sobre las víctimas de “la salvaje injusticia de los europeos” en el extranjero: los crímenes británicos en la India eran la máxima preocupación para un conservador a la antigua usanza con valores morales.

Para sus adoradores actuales las perogrulladas de Smith son ridiculizadas como “elaboradas teorías de cómo la historia del mundo era manipulada por redes corporativistas e imperialistas en la sombra”, uno de los trágicos legados de los años 60, para citar al pensador del New York Times , David Brooks; de hecho son los años 70, 1776 para ser exactos. Uno de los muchos ejemplos de cómo el nivel moral e intelectual del “conservadurismo” de hoy se relaciona con lo que sus héroes entendían perfectamente bien.

En aras de una total claridad, debería decir que me identifico como el villano que acepta esa herejía de Adam Smith.

Teniendo en cuenta la radical perogrullada de Smith, podemos ver que hay, en efecto, un cambio global de poder aunque no el que ocupa el centro de nuestra atención: un cambio desde la fuerza global de trabajo al capital transnacional, incrementado de manera pronunciada durante los años neoliberales. El precio es sustancial e incluye tanto a los Joe Stack de los EE.UU. como a los campesinos hambrientos de la India y a los millones de trabajadores manifestándose en China, donde la contribución del trabajo a los ingresos nacionales está declinando incluso más rápidamente que en el resto del mundo.

En su muy aclarativa obra, Martin Hart-Landsberg observa que China juega un papel principal en el cambio real de poder global al haberse convertido, en gran parte, en una planta de ensamblaje para un sistema de producción regional. Japón, Taiwán y otras economías asiáticas exportan partes y componentes a China y la proveen de la mayoría de la tecnología avanzada. El creciente déficit comercial de los EE.UU. con China ha levantado mucho revuelo pero ha pasado desapercibido el hecho de que el déficit con Japón y con el resto de Asia ha disminuído drásticamente según el nuevo sistema de producción regional va tomando forma. Los fabricantes estadounidenses han seguido el mismo camino suministrando a China partes y componentes para que los ensamble y los exporte, la mayor parte de vuelta a los EE.UU. Para las instituciones financieras, los gigantes de la venta al por menor, los dueños y administradores de las industrias manufactureras y sectores cercanamente relacionados con este nexo de poder, todo esto es celestial. No lo es para Joe Stack y muchos otros como él.

Para entender el ánimo público es preciso recordar, a nivel mundial, que el uso convencional del PIB para medir el crecimiento económico es altamente engañoso. Se han realizado esfuerzos por idear unos índices de medida más realistas, tales como el Indicador General de Progreso (GPI en sus siglas en inglés), que sustrae del PIB los costes que dañan al público (crimen, polución, etc...) y añade el valor estimado de beneficios auténticos (trabajo voluntario, ocio, etc...) En los EE.UU. el GPI se ha estancado desde lo años 70 aunque el PIB ha aumentado, yendo a parar este crecimiento a los bolsillos de muy pocos. Este resultado tiene correlación con estudios sobre los indicadores sociales, la medida estándar de la salud de una sociedad. Estos han rastreado el crecimiento económico hasta la mitad de la década de los 70, empezando a declinar entonces y llegando al nivel de 1960 en el año 2000 (del cual son las últimas cifras disponibles). La correlación con la financiarización de la economía y las medidas neoliberales socioeconómicas resulta difícil de obviar y para nada es exclusiva de los EE.UU.

Es verdad que no existe nada esencialmente nuevo en el proceso de desindustrialización. Dueños y administradores buscan de forma natural los costes más bajos. Esfuerzos por llevarlo de otra manera, célebremente adoptados por Henry Ford, fueron desestimados por los tribunales, así que ahora es imperativo legal. Un medio es desplazar la producción. En los primeros días, el desplazamiento se hacía sobre todo internamente, especialmente hacia los Estados del Sur, donde los trabajadores podían ser reprimidos más duramente. Las grandes corporaciones, como la corporación estadounidense del acero del santificado filántropo Andrew Carnegie, pudieron también beneficiarse de la nueva mano de obra esclava creada tras la criminalización de la vida de los negros, después del final de la Reconstrucción en 1877, parte central de la revolución industrial estadounidense, que continuó hasta la segunda guerra mundial. Se está reproduciendo otra vez, en parte, durante el reciente periodo neoliberal, con la guerra contra la droga, usada como pretexto para volver a mandar a la población supérflua de vuelta a las cárceles, proporcionando también de esta manera un nuevo suministro de mano de obra carcelaria en prisiones estatales o privadas, mucho de lo cual entra en violación de las convenciones internacionales sobre el trabajo. Para muchos afroamericanos, desde que fueron exportados a las colonias, la vida escasamente ha conseguido escaparse de sus vínculos con la esclavitud o, a veces, incluso algo peor.

En el ultra respetable Bulletin of the American Academy of Arts and Sciences, podemos leer que “El sistema de prisiones en Estados Unidos ha crecido hasta convertirse en un Leviatán de imposible comparación en la historia de la humanidad,” haciendo de los EE.UU. “el hogar de la más grande infraestructura penal para la depredación masiva de la libertad que haya en el mundo,” y que afecta sobre todo a la población negra, producto de los pasados 30 años, pues es un hecho que los EE.UU. “son los líderes mundiales no sólo en índices de encarcelamiento sino también en compensación por parte del ejecutivo,” hechos que son “reconocidos de manera creciente como entrelazados, como señala un profesor de la Harvard Business School , así como es un hecho que los EE.UU. están progresando mucho más lentamente que la mayoría del planeta, especialmente que China, pero también que Europa, a la hora de implementar tecnologías verdes.

Es fácil ridiculizar algunas de las formas en las que Joe Stack y otros como él expresan sus muy genuinas y justas preocupaciones, pero resulta mucho más apropiado entender qué es lo que subyace bajo su percepciones y acciones, y particularmente, preguntarnos por qué la imaginación radical está fracasando al ofrecerles un camino constructivo mientras el centro está visiblemente viniéndose abajo y aquellos que sufren agravios de verdad se están movilizando de diversas formas que no suponen el más mínimo peligro para ellos mismos o para otros.

El manifiesto de Stack termina con dos frases evocadoras: “El credo comunista: desde aquél de acuerdo con su habilidad hasta aquél de acuerdo con su necesidad. El credo capitalista: desde aquél de acuerdo con su candidez hasta aquél de acuerdo con su avaricia.”

Stack no se corta un pelo cuando habla del credo capitalista. Sólo nos queda especular sobre lo que quiso decir con el credo comunista que contrapuso a éste. No es imposible que se refiriese a él como a un ideal con genuina fuerza moral. Si así fuera, no sería tan sorprendente. Algunos de vosotros puede que recordéis un a encuesta en 1976, en el bicentenario, en la que se dio a la gente una lista de enunciados y se la preguntó acerca de cuáles de ellos estaban en la Constitución. Por aquel entonces nadie tenía ni idea de lo que aparecía en la Costitución, así que la respuesta “en la Constitución” presumiblemente significaba: “tan obviamente correcto que debe encontrarse en la Constitución.”

Un enunciado que recibió una sólida mayoría afirmativa fue el “credo comunista” de Joe Stack.
He matizado el comentario con la frase “por aquel entonces”. Hoy, una parte de la población memoriza y venera la Constitución, sus palabras al menos. La reciente convención del Partido del Té proporcionó su catecismo para candidatos: un requerimiento es que deben estar de acuerdo con desechar el código fiscal y reemplazarlo con otro que no contenga más de 4.543 palabras en su extensión –y así clavar la extensión de la Constitución, sin enmiendas. Tan sólo algunas enmiendas comparten este estatus sagrado, especialmente la Segunda, bajo la reciente interpretación de los reaccionarios de la Corte Suprema, pero la Primera Enmienda es más discutible debido a lo que podría llegar a implicar eso de la separación entre Iglesia y Estado. El mismo día Texas anunció los nuevos requisitos para sus libros de texto, que se aplicarán en todo el país debido al tamaño del mercado tejano. Se suprimió a Jefferson de la lista de aquellos que inspiraron las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, siendo sustituido por Tomas de Aquino, Calvino y Blackstone. La decisión refleja el rechazo hacia Jefferson porque, entre otras herejías, acuñó la frase “separación entre Iglesia y Estado.” Para la versión actual del conservadurismo los EE.UU. son un país cristiano, algo así como la República Islámica de Irán o el Estado judío de Israel. En conexión a este último, Golda Meir (6) es materia obligada para los niños, pero nada de hispánicas. Junto con un racismo normal, ello refleja la curiosa amalgama de antisemitismo extremo y apoyo a Israel entre los sectores religiosos de la derecha. Tales asuntos no tienen importancia alguna cuando tratamos de mirar hacia el futuro.


El extremismo anti impuestos del movimiento del Partido del Té no es tan directamente suicida como la acción desesperada de Joe Stack pero es, en cualquier caso, suicida por razones que no precisan de elaboración alguna. Hoy California representa un ejemplo dramático. El mayor sistema público de educación superior está siendo desmantelado. El Gobernador Schwarzenegger dice que tendrá que eliminar programas estatales de salud y bienestar a no ser que el Gobierno federal apoquine unos 7000 millones aproximadamente. Y otros gobernadores se le están sumando. Al mismo tiempo se está constituyendo un poderoso movimiento sobre los derechos de los estados miembros, que exige que el Gobierno federal no se inmiscuya en nuestros asuntos –un buen ejemplo de lo que Orwell llamó “doblepensar”: la habilidad para mantener dos ideas contradictorias en la mente mientras se cree en ambas a la vez, prácticamente un lema para los tiempos que corren. La desventura californiana proviene, en gran medida, del fanatismo anti impuestos. Más de lo mismo sucede en cualquier otra parte, incluso en los barrios ricos.

El aliento del sentimiento anti impuestos ha sido desde hace tiempo la materia prima de la propaganda empresarial que domina el sistema doctrinal. La gente debe ser adoctrinada para odiar y temer al Gobierno por buenas razones: de los poderes existentes, el Gobierno es el único que, en principio, y a veces de hecho, es responsable ante el público y puede imponer algunas restricciones a la depredación del poder privado; la consecuencia de “quitarse al Gobierno de encima” es quejarse bajo el peso incluso mayor de la tiranía privada que no tiene que dar explicaciones. Pero la propaganda antigubernamental de los negocios ha de matizarse: por supuesto que las empresas favorecen a un poderoso Estado que trabaja para los principales arquitectos de Adam Smith, hoy ni mercaderes ni manufactureros sino multinacionales e instituciones financieras. Construir este mensaje propagandístico, contradictorio en su esencia, no es tarea fácil. Así que la gente tiene que ser entrenada para odiar y temer el déficit, un medio necesario para estimular la economía después de su destrucción a manos de las instituciones financieras dominantes y sus cohortes en Washington.

Pero al mismo tiempo la población debe estar en favor del déficit, casi la mitad atribuible al creciente presupuesto militar, que rompe records, y el resto, en previsión de que sature el presupuesto gracias al cruel y desesperantemente ineficiente sistema privatizado de salud, un regalo para las compañías de seguros y la farmaindustria.

A pesar de estas dificultades, las tareas a realizar por la propaganda se han llevado a cabo con impresionante éxito. Un ejemplo es la actitud del público hacia el 15 de Abril, fecha límite para entregar la declaración de la renta. Vamos a olvidar por un momento la idea de una sociedad mucho más libre y justa. En una democracia en marcha de la clase de las que formalmente existen, el 15 de Abril sería un día de celebración: nos juntamos para implementar los programas que hemos escogido. Aquí es un día de luto: una fuerza alienígena desciende sobre nosostros para robar nuestro dinero tan duramente ganado. Éste es un ejemplo gráfico del éxito de los intensos esfuerzos de la comunidad empresarial, con alta conciencia de clase, para ganar lo que sus publicaciones denominan “la batalla interminable por las mentes de los hombres,” que, como incluso la más vulgar de las propagandas, contiene trazas de verdad que los Joe Stack perciben.

Otro ejemplo pasmoso del éxito de la propaganda, de un considerable significado para el futuro, es el culto al asesino y torturador Ronald Reagan, uno de los grandes criminales de la era moderna, que también atesoraba un instinto infalible para favorecer a los más brutales terroristas y asesinos a lo largo del mundo, desde Zia ul-Haq y Gulbuddin Hekmatyar (7) en lo que hoy es Afpak, pasando por los más dedicados asesinos en Centroamérica, hasta los racistas sudafricanos que mataron a millón y medio de personas (cifra estimada) y que tenían que ser apoyados porque se encontraban bajo el ataque del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela, uno de los “grupos terroristas más conocidos” en el mundo, resolvieron los reaganitas en 1988. Y una vez tras otra con una consistencia remarcable. Su espeluznante expediente fue rápidamente purificado en favor de construcciones míticas que habrían impresionado a Kim Il Sung (8). Entre otras hazañas, fue el elegido como apostol de los mercados libres a la vez que incrementaba las barreras proteccionistas más que cualquier presidente de posguerra –probablemente más que todos los otros juntos– e implementaba una masiva intervención gubernamental sobre la economía. Es aclamado como el gran exponente del gobierno pequeño y de la ley y el orden. El Gobierno creció a la par que el PIB durante sus años de mandato mientra informaba al mundo de los negocios de que las leyes laborales no tendrían que ser cumplidas, así que el despido ilegal de líderes sindicales se triplicó bajo su supervisión. Su odio a la clase trabajadora solo era superado, quizás, por el asco que le daba ver a las mujeres negras ricas conducir su limusina para recolectar sus cheques sociales.

No sería necesario continuar con su historial pero su desenlace nos dice mucho sobre la cultura moral e intelectual. Para el Presidente Obama, esta monstruosa criatura fue una “figura transformadora.” En la prestigiosa institución Hoover de la Universidad de Stanford se le reverencia como una colosal figura cuyo “espíritu parece sobrevolar el país, observándonos como un cálido y amigable fantasma.” Solemos aterrizar en Washington en el Aeropuerto Internacional Reagan –o si lo prefieren, en el Aeropuerto Internacional John Foster Dulles, en honor a otro destacado comandante terrorista. Sus logros incluyen el establecimiento del régimen torturador del Sah y el reinado de los más viciosos de los terroristas en Centroamérica, cuyas ocurrencias llegaron hasta el genocidio real en las tierras altas mientras Reagan elogiaba al peor de los asesinos de masas, Rioss Montt, como “un hombre de gran integridad personal” que estaba “totalmente dedicado a la democracia” y que era objeto de “malas críticas” por parte de las organizaciones de derechos humanos.

Es doloroso constatar que muchos de los Joe Stack, cuyas vidas estaba arruinando el “cálido y amigable fantasma”, se unen en la adulación y se apresuran a cobijarse bajo el paraguas del poder y la violencia que simbolizaba.

Todo esto trae recuerdos de otros tiempos cuando el centro no aguantaba. Un ejemplo que no debería olvidarse es la República de Weimar: la cima de la civilización occidental en artes y ciencias, también considerada como un modelo de democracia. Durante los años 20 los partidos tradicionales liberal y conservador , que siempre habían gobernado el Reich, entraron en un inexorable declive, mucho antes de que el proceso se viera intensificado por la Gran Depresión. La coalición que eligió al General Hindenburg en 1925 no era muy diferente de la base de masas que introdujo a Hitler en el poder 8 años más tarde, obligando al aristocrático Hindenburg a elegir como Canciller al “pequeño cabo” al que despreciaba. En 1928 los nazis tenían menos del 3% del voto. Dos años después la prensa más respetable de Berlín se lamentaba de ver los muchos millones que, en este “altamente civilizado país,” habían “entregado su voto a la más común, más vacía y más cruda charlatanería.” El centro se derrumbaba. El público empezaba a despreciar las incesantes disputas de la política de Weimar, la sumisión de los partidos tradicionales a poderosos intereses y su fracaso al tratar con las quejas del pueblo. Estos partidos fueron atraídos hacia las fuerzas dedicadas a mantener la grandeza de la nación y a defenderla de percibidas amenazas mediante un Estado unificado, armado y revitalizado, marchando hacia un futuro glorioso, guiados por la figura carismática que portaba “la voluntad de la eterna Providencia, el Creador del universo,” como él oraba ante las hipnotizadas masas. En mayo de 1933 los nazis habían acabado, en gran parte, no sólo con los tradicionales partidos en el poder sino incluso también con los enormes partidos de la clase trabajadora, los socialdemócratas y los comunistas, además de con sus muy poderosas asociaciones. Los nazis declararon el 1 de mayo como día del trabajador, algo que los partidos de izquierda no habían podido conseguir nunca. Muchos obreros participaron en las enormes manifestaciones patrióticas, con más de un millón de personas en el corazón de la Berlín roja, a las que se unieron granjeros, artesanos, dependientes, fuerzas paramilitares, organizaciones cristianas, clubs de atletismo y del rifle y el resto de la coalición que estaba tomando forma mientras el centro se derrumbaba. Al comienzo de la guerra puede que el 90% de los alemanes marcharan con las camisas pardas.

El mundo es demasiado complejo para que se repita la historia pero hay, sin embargo, lecciones que guardar en la memoria, incluso recuerdos. Soy lo suficientemente viejo para recordar aquellos días escalofriantes y ominosos que fueron testigos del descenso de Alemania, de la decencia a la barbarie nazi, en palabras del distinguido académico de Historia alemana, Fritz Stern, que nos cuenta que tiene el futuro de los EE.UU. en mente cuando revisa “un proceso histórico en el que el resentimiento contra un mundo secular desencantado encontró la liberación en el extático escape de lo irracional.”

Es éste un posible resultado del colapso del centro cuando la imaginación radical, aunque poderosa en aquel momento, se quedó corta sin embargo.

El ánimo de la gente, hoy, es complejo, de una manera que es, a la vez, esperanzadora y preocupante. Un ejemplo son las actitudes hacia el gasto social por parte de aquellos que se identifican a sí mismos en las encuestas como “antigubernamentales”. Un estudio académico reciente descubre que, por amplia mayoría, apoyan “mantener y expandir el gasto en Seguridad Social, cuidado infantil, ayuda a los pobres” y otras medidas del bienestar. Aunque el apoyo cae de manera significativa “cuando se trata de ayudar a los negros y beneficiarios de ayudas sociales.” La mitad de estos partidarios de reducir el papel del Gobierno cree “que es muy poco el gasto en asistencia a los pobres.” Tomando a la población como un todo, hay mayorías, en algunos casos sustanciales, que sienten que el Gobierno no gasta lo suficiente para mejorar y proteger la salud nacional, ni en programas de Seguridad Social, lucha contra la drogadicción o cuidado infantil –aunque, de nuevo, se hace una excepción con la ayuda para los negros y otros beneficiarios de ayudas sociales, en parte un tributo al vandalismo reaganita, me temo.

Los resultados dan alguna indicación de lo que se puede lograr con compromisos incluso muy por debajo de la imaginación radical, y de algunos de los obstaculos que habrán de superarse por estos y otros propósitos de mayor alcance.

La elecciones de enero en Massachusetts, que minaron el dominio de la mayoría en el Senado, ofrecen algo más de perspectiva para lo que puede suceder cuando el centro no aguanta y aquellos que creen en medidas reformistas, incluso las más limitadas de ellas, fracasan a la hora de llegar a la ciudadanía. En las elecciones para llenar el escaño vacío del “león liberal” del Senado, Ted Kennedy, Scott Brown acudió como el voto número 41 contra la salud pública, por la cual Kennedy había luchado durante toda su vida política. Una mayoría se opuso a las propuestas de Obama, pero lo hizo principalmente porque les relagalan mucho a las compañías de seguros. A nivel nacional sucede prácticamente lo mismo.

Una característica interesante fue el patrón a seguir , a la hora de votar, aplicado por los miembros de los sindicatos, electorado por naturaleza de Obama. De aquellos que se molestaron en votar, la mayoría eligió a Brown. Los líderes sindicales y activistas informaron de que los trabajadores estaban furiosos con el expediente, en general, como presidente de Obama pero encolerizados, en particular, por su posición ante el asunto de la salud pública. Como uno declaró “No insistió en una opción pública ni en un mandato firme para el empresario que le exija proveer de un seguro al trabajador.

Era difícil no fijarse en que el único asunto en el que insistió fue el de las desgravaciones fiscales” por la salud, conseguidas por las luchas sindicalistas, retractándose de sus compromisos electorales.

Hubo una inyección masiva de financiación proveniente de ejecutivos financieros en los últimos días de la campaña. Aquello era sólo una parte de un fenómeno mayor que revela dramáticamente por qué Joe Stack y otros tienen toda la razón para sentirse asqueados ante la farsa que les enseñaron a honrar como democracia.

El principal electorado de Obama fueron las instituciones financieras, que han ganado tal dominio en la economía que su participación de los beneficios corpora tivos se elevó de un pequeño porcentaje en los años 70 hasta casi un tercio hoy en día. Preferían Obama a McCain, compraron las elecciones para él casi completamente. Esperaban ser recompensados, y lo fueron. Pero hace unos meses, en respuesta a la cólera creciente de los Joe Stack, Obama empezó a criticar a los “banqueros avariciosos,” que fueron rescatados con el dinero público, e incluso propuso algunas medidas para restringir sus excesos. El castigo por esta desviación no se hizo esperar. Los grandes bancos anunciaron ostensiblemente que cambiarían el destino de su financiación hacia los republicanos si Obama persistía en su ofensiva retórica.

Obama captó el mensaje. En tan sólo unos días declaró a la prensa económica que los banqueros eran unos buenos “tipos.” Escogió para alabarlos , en especial, los asientos de los dos principales beneficiarios de la generosidad pública: JP Morgan Chase y Goldman Sachs, y aseguró al mundo empresarial que “Yo, como la mayoría de los estadounidenses, no envidio el éxito o la riqueza de la gente”, tales como las enormes bonificaciones y beneficios que están encolerizando al público. “Eso forma parte del sistema de libre mercado,” continuó Obama; acertadamente, en esa forma en la que los “mercados libres” son interpretados en la doctrina del capitalismo de Estado. Sin embargo, su retirada no estuvo a tiempo de frenar el flujo de dinero para ayudar a ganar el escaño 41.

Para hacer justicia, debemos asumir que los banqueros avariciosos tienen parte de razón. Su tarea es maximizar los beneficios y su participación en el mercado. De hecho es su obligación por ley. Si no lo hacen, serán sustituidos por alguien que lo haga. Estos son hechos institucionales, como lo es también la inherente ineficacia del mercado que les obliga a ignorar el riesgo sistémico. Ellos saben perfectamente que este descuido supone un potencial varapalo para la economía pero tales externalidades nos son asunto suyo, y no pueden serlo, por motivos institucionales. También es injusto acusarles de “exuberancia irracional,” por emplear el breve reconocimiento de la realidad que hizo Alan Greenspan durante el boom tecnológico al final de los años 90. Su exuberancia fue difícilmente irracional: fue muy racional, sabiendo que cuando todo colapsara, podían escapar al refugio del Estado niñera, agarrando sus copias de Hayek, Friedman y Rand. Lo mismo es aplicable para la Cámara de Comercio, el Instituto Americano del Petróleo y el resto de líderes en los negocios que están desplegando una campaña de propaganda masiva para convencer al público de que deje de preocuparse sobre que el cambio climático sea inducido por el hombre –con gran éxito: aquellos que todavía se creen esta engañifa liberal no son ya ni tan siquiera un tercio de la población. Los ejecutivos dedicados a esta tarea saben, igual que el resto de nosotros, que la engañifa liberal es real y las espectativas, siniestras. Pero ellos desarrollan su papel institucional. El destino de las especies es una externalidad que deben ignorar hasta el punto de que los sistemas de mercado prevalezcan.

Volviendo a las muy instructivas elecciones de Massachusetts, los patrones seguidos en la votación fueron el factor principal. En los barrios ricos la afluencia de gente era alta y el voto entusiasta. En las zonas urbanas, fuertemente democráticas, la afluencia era baja y el voto apático. Los titulares tenían razón al informar de que los votantes habían mandado un mensaje a Obama: el mensaje por parte de los ricos fue que querían incluso más de lo que Obama estaba haciendo por ellos. Y por parte de los demás, el mensaje fue el de Joe Stack: utilizando sus palabras, los políticos no están “interesados lo más mínimo en mí o en lo que tenga que decir,” aunque están muy interesados en las voces de los amos. Sin duda, la imagen populista, fabricada por la gran máquina de las relaciones públicas, tuvo su impacto (“Soy Scott Brown y éste es mi camión,” “un tipo normal,” modelo para desnudos, etc...).

Pero esto parece haber jugado tan sólo un papel secundario. La ira popular es real y totalmente comprensible, con los bancos prosperando gracias a los rescates y a muchos otros regalos por parte del Estado niñera mientras la población continúa en una profunda recesión. Incluso oficialmente, el desempleo se sitúa en una tasa del 10% y la industria manufacturera está al nivel de la Gran Depresión, con uno de cada seis trabajadores en el paro y muy pocas espectativas de recuperar las diferentes clases de trabajos que se han perdido mientras la economía se reconstituye.

Las encuestas a nivel nacional revelan, en gran medida, el mismo fenómeno. La última, hace unos días, muestra una brecha de entusiasmo de 21 puntos entre los partidos, con un 67% de republicanos que dicen que están muy interesados en las elecciones de noviembre, comparado con un 46% de demócratas. En un enorme giro que se sale de la norma y con un margen de 10 puntos, votantes censados con un alto interés en las elecciones de noviembre, una combinación de sólidos republicanos (la mayoría adinerados) y demócratas desilusionados, dijeron que creían que los republicanos eran mejores llevando los asuntos de la economía. La mitad de los estadounidenses quería ver perder las elecciones a todos los miembros del Congreso, inclusive sus propios representantes. La concepción pública de la democracia es casi tan negativa como la que se tiene del mundo de los negocios, que está ahora metiendo presión ferozmente para asegurarse de que incluso los accionistas no tengan nada que decir a la hora de elegir a los administradores, menos aún las partes interesadas, la mano de obra y las comunidades; aunque algunos liberales buscan encontrar “¨una postura equitativa¨ que caiga tanto del lado de las empresas como del lado de los accionistas,” como The Wall Street Journal lo explica, reconociendo implícitamente aquella decisión que los tribunales dictaron hace un siglo identificando corporación y gerencia como una misma cosa.

Es verdad que se produjo un estímulo, demasiado pequeño pero que tuvo su efecto –salvó más de 2 millones de empleos de acuerdo con la Oficina Presupuestaria del Congreso. Pero la percepción que tienen los Joe Stacks de que fue un fracaso no carece de base. Más de la tercera parte del gasto del Gobierno es para los Estados y la disminución del gasto por Estado se aproximó al estímulo federal, lo que concluyó en que el gasto fiscal total del estímulo resultase plano, de acuerdo con un estudio de la prestigiosa Oficina Nacional de Estudios Económicos (NBER en sus siglas en inglés).

Es obvio que el centro no aguanta, y aquellos que han sido perjudicados están otra vez tirando piedras sobre su propio tejado. La consecuencia inmediata en Massachusetts fue el voto de bloqueo para la designación de una voz pro sindicatos en la Mesa Nacional para las Relaciones Laborales (NLRB en sus siglas en inglés), virtualmente difunta desde la éxitosa guerra de Reagan contra la clase obrera. Esto es lo que se puede esperar en ausencia de alternativas constructivas.

¿Existen? Echemos un vistazo al corazón de la industria, en Ohio, donde GM continúa cerrando plantas. Hace unas semanas Louis Uchitelle del New York Times, uno de los pocos periodistas que presta atención a la actualidad laboral, informó desde la escena de una fábrica recientemente cerrada. Escribe que el Presidente Obama “no tuvo nunca la intención de que la fábrica volviese a abrir, incluso después de que el Gobierno federal se convirtiera en accionista mayoritario de GM durante el rescate al sector. En vez de eso, lo que ha hecho es intentar calmar algo el dolor enviando un embajador, a modo de bálsamo para las heridas de la comunidad, que ofreciera esperanza y ayuda” –la ayuda en su mayoría sugerencias. Mientrastanto, otro embajador, el Secretario de Transporte Roy Lahood, estaba en España ofreciendo estímulos económicos federales a las firmas españolas para producir los materiales y equipos de railes de alta velocidad que los EE.UU. necesitan desesperadamente, y que seguramente podrían ser producidos por la mano de obra altamente cualificada que está siendo reducida a la miseria en Ohio. De nuevo la experiencia de Joe Stack en Harrisburg.

En 1999, como congresista republicano, Lahood presentó un proyecto de ley que habría proporcionado financiación federal para infraestuctura en transportes. Habría autorizado a la Tesorería a aportar 72.000 millones de dólares al año en préstamos libres de intereses a gobiernos locales y estatales para inversiones de capital, incluyendo la inversión en infraestructura para transportes, sin tomar el dinero prestado (9) sino emitiendo moneda estadounidense en papel, muy en la línea de lo que hizo Lincoln para financiar la Guerra Civil  y lo que hizo Roosevelt durante la Gran Depresión. El Lahood de hoy está utilizando estímulos económicos federales para conseguir contratos en España con el mismo propósito.

Otra señal de cómo el centro se ha ido desviando hacia la derecha en los últimos 40 años.
La imaginación radical debiera sugerir alguna respuesta. La fábrica podría haber sido ocupada por la mano de obra, con el apoyo de las comunidades que han quedado en la desolación, y transformada para la producción de materiales y equipos de railes de alta velocidad y otros bienes urgentemente necesarios. La idea no es particularmente radical. En el siglo XIX era intuitivamente obvio para los trabajadores de Nueva Inglaterra que “aquellos que trabajan en las fábricas deberían ser dueños de ellas,” y la idea de que el trabajo asalariado se diferenciaba de la esclavitud sólo en que era temporal, era tan común que fue incluso un eslogan para el partido republicano de Lincoln. Durante los recientes años de financiarización y desindustrialización se han producido repetidos esfuerzos para implementar el traspaso de las fábricas cerradas a los trabajadores y las comunidades. Las ideas no tienen sólo un atractivo moral inmediato para los trabajadores y comunidades afectados sino que serían bastante factibles con el suficiente apoyo público. Y sus implicaciones tendrían un gran alcance.

Para que la imaginación radical sea reavivada y nos conduzca a la salida de este desierto, lo que se necesita es gente que trabaje para despejar la niebla de las ilusiones cuidadosamente artificiales y revele la cruda realidad, y participar directamente en las luchas populares que ellos, algunas veces, ayuden a galvanizar. Lo que necesitamos, en pocas palabras, es al difunto Howard Zinn (10), una terrible pérdida. No habrá otro Howard Zinn pero podemos hacer nuestra su alabanza a “las incontables pequeñas acciones de la gente anónima” que se esconden en los cimientos de los grandes momentos de la historia, los incontables Joe Stack que se destruyen a sí mismos, y quizá también al mundo, cuando podrían estar liderando el camino a un futuro mejor.

Notas del traductor:
El título del artículo "El centro no aguanta (1): Reavivando la imaginación radical (2)" está basado en:
(1) Del poema de W.B.Yeats “The Second Coming” y
(2) La imaginación radical, tal y como la planteó Cornelius Castoriadis, es la semilla que da lugar tanto a la psique individual como a la cultura humana colectiva, en el sentido que creamos y co-creamos nuestra realidad. Como tal representa una función esencial de nuestra humanidad de la que sin embargo nos olvidamos porque conferimos a esta realidad co-creada una condición de normalidad y de naturalidad, gobernadas por ‘leyes’, sean divinas, sociales, económicas, o de cualquier tipo, que constituyen de cierto modo una especie de chaqueta de fuerza cognitiva, el fruto de la imaginación vicaria, ese recrear inconsciente, instante tras instante, del acto creativo originario. (3) Internal Revenue Service: Hacienda estadounidense.
(4) Literalmente: cinturón de óxido
(5) Literalmente: cinturón de sol
(6) Primera Ministra israelí entre 1969 y 1974
(7) Dictador pakistaní, el primero y líder muyahaidín, el segundo.
(8) Jefe de Estado de Corea del Norte desde 1948 hasta 1994.
(9) El Banco de la Reserva Federal es quien normal mente presta dinero a los EE.UU, los dólares que imprime son un préstamo que el Gobierno ha de devolver.
(10) Historiador, politólogo y activista estadounidense que ha muerto este año.

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