martes, 27 de abril de 2010

Aunque no sea bella, la vida continúa

Vos el Soberano


Isolda Arita *

Es común escuchar en estos días que, después del 28 de junio de 2009, Honduras no volverá a ser la misma. ¿Hasta dónde es esto cierto, si la gente sigue siendo la misma? Aquí, a manera de ejercicio incómodo, se exponen algunos hechos de nuestra cultura política que indican que, en realidad, muy poco ha cambiado en las mentalidades después del golpe de Estado. Por el contrario, hay signos y síntomas de que el caudillismo reverdeció, el corporativismo se fortaleció, de que el clientelismo y la corrupción son como la mala hierba…

El segundo semestre de 2009 es difícil de olvidar. Todo fue agitación, incertidumbre, ira popular, violencia policial, cinismo oficial, polarización social, solidaridad internacional, intervención foránea. La rutina se rompió de tajo y, por unas semanas, los ojos del mundo se centraron en la desventurada Honduras con una atención sólo comparable a la captada después del huracán Mitch.

Esta vez, el huracán y tormenta tropical fue de tipo político. Nada menos que un golpe de Estado en pleno siglo XXI; algo inaudito para la comunidad internacional, pero no tan extraño para quienes nacimos aquí en alguna de las primeras seis décadas del siglo pasado.

Como ya se ha reiterado, en esta ocasión lo inusual fue la respuesta ciudadana. La avalancha de gente en las calles rechazando el golpe de Estado, por lo que aguantó palos, gases, prisión y balas por más de cien días, conmovió a propios y extraños. Tanto así, que un abogado italiano, en una entrevista que circuló por internet a finales de 2009, afirmó que Honduras se encontraba en “una situación básicamente revolucionaria”, “hay un ambiente revolucionario en Honduras, que es bastante similar a la atmósfera en la Rusia revolucionaria, justo antes de la Revolución Bolchevique…”, sentenció.

Soñar es, más que un derecho, una necesidad. Lo peligroso es olvidar que “los sueños, sueños son”, como una y otra vez lo demuestra la grosera realidad. Eugenio Sosa explica muy bien, en este mismo número, el desenlace —a corto plazo— de la debacle, y lo resume así: “…la salida inmediata a la crisis política favoreció a las fuerzas que propiciaron el golpe de Estado”.

No hubo fuerza humana, ni divina —que por lo visto favoreció a los golpistas—, que apartaran a Micheletti y compañía de su agenda, ni de su odiosa costumbre de saquear el erario. El hecho irrefutable es que a partir de enero de 2010 tenemos un nuevo gobierno y que el país herido, maltrecho e indigente, busca retomar su rutina, lo cual es inevitable.

Más de lo mismo, pero peor
La mejor prueba de nuestro retorno a la “normalidad” es que los hospitales continúan sin medicinas, como antes del golpe; los docentes de primaria y secundaria ya volvieron (¿o continuaron?) con sus paros; el sindicato de la UNAH libra su trifulca anual por un nuevo contrato colectivo; el periodismo se ha convertido en un oficio de alto riesgo; el sicariato aflora como un oficio lucrativo, al igual que las funerarias; los incendios forestales proliferan, pues son parte del paisaje veraniego; la población capitalina lucha cuerpo a cuerpo por un balde agua; el empleo formal escasea más que el agua, y las bases nacionalistas están al borde de un ataque de nervios porque no les entra en la cabeza que no hay cómo pagarles un salario del extinto presupuesto general de la República.

La explicación es sencilla: el Partido Liberal, en su administración de dos etapas —Zelaya: enero 2006-junio 2009 y Micheletti: junio 2009-enero 2010—, volteó y raspó las ollas; el primero en una fiesta inolvidable que ansiaba prolongar y, el segundo, sabiendo que tenía los días contados, organizó una “fuerza de tarea” que ya la hubieran querido tener los vándalos cuando invadieron Roma.

Las penurias de antaño se agravaron como evidencia de que siempre podemos estar peor; los responsables de aliviarlas —tanto en el Estado como en la sociedad— han tenido otras prioridades que sobra enumerar aquí. Hemos colapsado como colectividad que debiera forjar y compartir un destino común. En el escenario nacional hay muchas brújulas, y todas marcan un norte distinto.

Buscando explicaciones
¿Por qué el país se hunde en la medida que intenta avanzar, cual si fuera una carreta de bueyes atascada en un lodazal? Hasta la medida más loable y bienintencionada se convierte en un bumerán en el momento menos pensado; de ahí que larga es la cadena de las frustraciones, y el lastre del atraso pesa cada día más.

Muchas son las explicaciones fundamentadas en la historia, la política y la economía que se han formulado, pero, definitivamente, no alcanzan para entender las honduras de nuestro atraso. No obstante, si observamos con más detenimiento el pasado y el presente, es posible percibir un sustrato común a la mayoría de los actores sociales y políticos, que quizás puede ayudar a entender nuestra incapacidad para construir un contrato social de largo aliento fundado en la búsqueda del bien común.

Ese sustrato común es la llamada cultura política que, de manera muy simple, se puede entender como el conjunto de valores, conocimientos, sentimientos, creencias, opiniones, actitudes y comportamientos que los individuos tienen sobre la vida política. Los estudiosos de este tema (Almond y Verba, entre muchos más) afirman que la cultura política es resultado de la historia colectiva combinada con las experiencias personales de los individuos. Por tanto, conecta la esfera pública con la privada, lo macro con lo micro.

Pese a las críticas que se le han hecho a la teoría culturalista —generalmente los aspectos políticos y socioeconómicos pesan más—, el factor cultural o subjetivo es demasiado importante como para soslayarlo. Olvidarlo, especialmente en momentos de crisis, puede llevarnos a una visión sesgada y distorsionada de la realidad y, por tanto, a decisiones equivocadas. En nuestro país este fenómeno, como tantos otros, merece ser estudiado de manera más acuciosa y sistemática. De ahí que muchas afirmaciones al respecto pueden caer en la especulación, los prejuicios o meras intuiciones. No obstante, varios cientistas sociales ya han incursionado en ello y coinciden en señalar algunos rasgos de la cultura política hondureña que, al parecer, se han exacerbado a lo largo de nuestra vida republicana (1).

Entre estos rasgos destacan el caudillismo, el autoritarismo, el clientelismo y la corrupción, a los que me atrevo a agregar el corporativismo. Ninguno de estos es exclusivo de los hondureños y las hondureñas. Todos los pueblos, en algún momento de su historia, se han visto atrapados por alguno de ellos; lo que varía es su evolución en el tiempo y las consecuencias que provocan en el destino de las naciones. Por ello es que no está demás ver a Honduras también desde esta perspectiva.

El caudillismo reverdeció 
Quien dijo que Tiburcio Carías era el último caudillo del siglo XX, aun con el adjetivo de “frutero”, se equivocó. Claro, no contaba con la aparición en escena de José Manuel Zelaya Rosales, quien se erige como el último caudillo del siglo XX ya que, si lo pensamos mejor, el ciclo de la historia política hondureña que se inauguró en la década de 1980, no terminó en diciembre de 1999. Se cerró en junio de 2009. Y clausuró con un caudillismo reverdecido por la figura de Zelaya Rosales, un terrateniente de “pura sangre” que, con su atuendo de rico hacendado y hablar populachero, demostró el arraigo de la cultura rural —con sus debilidades y bondades— en una buena porción de la ciudadanía, aunque viva en las ciudades.

No es objeto de estas líneas describir el camino por el cual Zelaya deviene en caudillo, porque el caudillo no nace sino que lo hacen la gente y sus circunstancias, sin demeritar las condiciones personales que se necesitan para ello. Lo que sí es notorio es que, a partir de 2008, empieza a cambiar su relación con los grupos organizados del movimiento popular, que le dan su bendición y apoyo incondicional cuando, en agosto de ese año, incorpora a Honduras a la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) y hace una visita oficial a Cuba.

Sacudiendo la memoria inmediata
Desde el inicio de su mandato, Zelaya tuvo comportamientos caudillescos teñidos de corrupción. Para refrescar la memoria, recuérdese la destrucción de la institucionalidad de la Estrategia para la Reducción de la Pobreza (ERP) para concentrar el manejo de esos recursos en la Red Solidaria (léase Primera Dama); la entrega de 90 millones de lempiras a las Fuerzas Armadas, sin recibo —como él mismo lo reconoció en una entrevista radial cuando ya había sido expulsado del país—, para la construcción de una autopista a Palmerola que se quedó en el limbo; las amenazas para que el Congreso eligiera a dos magistrados de su confianza a la Corte Suprema de Justicia; el nombramiento de un comisionado “vicepresidente”, ante la irresponsable renuncia de quien había sido electo para el cargo, en fin…

Y cuando se dio cuenta de que su gestión se acercaba a su final, tardíamente se le ocurrió apelar a la “democracia participativa” organizando una consulta, que después llamó encuesta, “para determinar de forma legitima si la sociedad hondureña está de acuerdo con la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que dicte y apruebe una nueva Constitución Política”, según reza uno de los considerandos del Decreto Ejecutivo PCM 05-2009.

En la cadena nacional del 24 de marzo de 2009, por la que el Poder Ejecutivo comunicó su decisión, Patricia Rodas, en ese momento canciller de la República y una de las más cercanas colaboradoras del presidente, dijo entre muchas otras cosas: “…la voluntad de la reelección no pertenece al individuo, como en el pasado con tiranos y golpistas. La voluntad de la elección y de la reelección pertenece al soberano y el individuo no puede dar la espalda ni oponerse a la voluntad del pueblo, y la mayoría evidentemente se mide por la mayoría, es decir, todo aquello que supera la mitad, es mayoría; vamos hacia una democracia más directa, lo ha dicho nuestro presidente (…)” (2).

Así, la propuesta de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente para redactar una nueva constitución no emanó del pueblo y sus organizaciones, ni es resultado de la ruptura del orden constitucional, como se argumenta ahora. Esta iniciativa nació de las entrañas del Poder Ejecutivo, porque “lo ha dicho nuestro presidente”. Y como lo dijo el presidente, la idea prendió como fósforo en zacatera porque Manuel Zelaya ya era un caudillo para buena parte de la ciudadanía, y al caudillo se le sigue con los ojos cerrados, el puño en alto y la otra mano extendida.

Nada de lo anterior justifica el golpe de Estado —mucho menos los asesinatos y violaciones a la dignidad humana cometidos posteriormente—, pero sí es importante no olvidarlo para entender por qué, pese a todos sus desafueros, Zelaya es ahora, para no pocos compatriotas y extranjeros, “un líder de talla continental solo comparable con Morazán”, “el mejor presidente que ha tenido Honduras”, aquel que con sus palabras y sus hechos, “convoca al futuro de libertad y justicia que soñamos”, “el líder indiscutible”, etc. etc. etc.

Del caudillo al mito no hay más que un paso
Georges Sorel dijo que el mito es “una organización de imágenes capaces de evocar instintivamente todos los sentimientos”. No es un acto racional, sino afectivo y voluntario, que se relaciona, decía Sorel, “con las más fuertes tendencias de un pueblo, de un partido, de una clase”. Los mitos políticos emergen en períodos de crisis en la vida y en el pensamiento de las sociedades. En tal sentido, siguiendo al mismo autor, tienen gran valor para analizar las situaciones, pues permiten “acceder al imaginario grupal y detectar no sólo la situación vivida sino también cómo es vivida la situación; es decir, las expectativas y temores que suscita”.

Uno de los tantos impactos de este golpe de Estado, y con el que no contaban los golpistas, es la transformación del caudillo en mito. Zelaya se convirtió en mito por el acto voluntario de sus seguidores que, en menos de seis meses, lo proclaman como el líder de una “revolución truncada”, como el presidente desterrado que se espera con ansias porque “al pueblo no le falla”. Frustraciones de larga data, orfandad de liderazgos, esperanzas en un mañana mejor y, sobre todo, la carencia de un proyecto propio de la llamada “izquierda” hondureña, se conjugaron, primero, para seguir al caudillo y, luego, para dar vida al mito.

La escritora Helen Umaña (3) es, quizás, quien ha expresado mejor este hecho cuando, en estos agitados días, escribió: (…) Manuel Zelaya Rosales ya pertenece a la Historia y su nombre jamás podrá ser borrado a la hora del recuento de los sucesos esenciales del siglo XXI en Honduras, en Latinoamérica y en el mundo. Para corroborarlo, pensemos en los innumerables textos que proclaman su condición de símbolo: canciones, poemas, caricaturas, fotografías y dibujos… grafican e interpretan diversos significados que conectan con las más sentidas necesidades de estas latitudes del centro de América (…) Y todos han surgido no por manipulación forzada sino para dar salida al cúmulo de sentimientos que su figura convoca: cariño, admiración, solidaridad, compañerismo, indignación, agradecimiento, lealtad… Sin vuelta de hoja, como dice la certera metáfora popular, la forma hidalga y digna con que el Presidente Constitucional reaccionó al golpe de Estado, lo catapultó a un nivel que los autores de este delito ni siquiera sospechaban".

Y más adelante, afirma: "Los sectores más oscurantistas del país lo expulsaron, a punta de bayonetas, de Casa Presidencial, pero no de la Historia. En similar paralelo, en 1842, Francisco Morazán fue derrotado políticamente y asesinado por las fuerzas más reaccionarias de su época. El paso del tiempo reivindicó totalmente su nombre y comprobó la razón que le asistía. Igual sucedió con Jacobo Árbenz en Guatemala y Salvador Allende en Chile (…) (4).

El mito es una forma de olvido colectivo
En otra parte de su artículo, Helen sostiene que quizás el espíritu aguerrido de Zelaya “se remonte a la época de la colonia, cuando sus ancestros empezaron a roturar la tierra y a vivir de sus productos generosos. Criollo auténtico, entre sus antepasados está el cura José Simeón Zelaya que, en 1756, inició la construcción del templo mayor de Tegucigalpa...”. Y en el siguiente párrafo menciona a otros olanchanos ilustres, quienes tal vez influyeron en el “espíritu anticonformista” del ex presidente.

Sin embargo, nadie parece recordar que en el frondoso árbol genealógico de Zelaya también se encuentran señores de “horca y cuchillo”, como el viajero William Wells calificó a uno de sus antepasados a mediados del siglo XIX; que sus ancestros —y él mismo—, depredaron los bosques olanchanos; y que el 25 de junio de 1975, en la hacienda de su padre, fueron asesinadas catorce personas, incluidos dos sacerdotes, que participarían en la Marcha del Hambre, demandando adjudicación de tierras, solo para mencionar algunos hechos del pasado.

Si bien nadie debe pagar por los delitos de sus progenitores, también es cierto que, si pretendemos validar una figura aludiendo a sus antepasados “ilustres”, pues también es obligado hablar de las “ovejas negras” porque, de lo contrario, ¿cómo emitir juicios equilibrados? Todos estamos hechos de luces y de sombras y Manuel Zelaya no es la excepción. Pero, como se trata de un mito, su figura, codificada en la silueta de un sombrero, tiene que resplandecer.

Según Friedrich Tenbruck, los mitos políticos son el medio de legitimación política y de integración de un partido, de una asociación o de una comunidad; al mismo tiempo, producen “poder de actuación colectiva”. Así, son parte dela memoria colectiva que se desarrolla “sobre todo, a partir del marco colectivo del recuerdo”, y la sociedad del presente determina qué se recuerda del pasado y qué es preferible olvidar. Obviamente, los forjadores del mito Zelaya tienen una memoria muy selectiva…

El perverso clientelismo político
Otro de los rasgos sobresalientes de nuestra cultura política es el clientelismo. José A. González, en su esclarecedor libro El clientelismo político (Anthropos, 1997), sostiene que el basamento de este fenómeno es “la lucha por los recursos” por lo que enraíza fácilmente en sociedades donde los bienes sociales, naturales y económicos son escasos.

Según este autor, “el cliente” desea evitar la incertidumbre, por lo que se somete a un “proyecto seguro, aun a cambio de su libertad personal, en el mejor de los casos sólo de opinión. Esta opción le permitirá el acceso a bienes escasos, como el agua, la tierra o el trabajo remunerado”. Hay un contrato implícito del cliente con la jerarquía, cuya lógica es “asegurarse la subsistencia, e incluso los excedentes, frente a los azares cotidianos”.

Desde esta perspectiva, es fácil entender el clientelismo político. Lo difícil es vivirlo, soportarlo, y menos aceptarlo, cuando se observan los estragos que provoca en las finanzas y la administración pública, en la eficiencia del Estado y en la dignidad del ciudadano que, gracias al clientelismo, se ha convertido en un verdadero mercenario de la política.

¿Dónde termina el clientelismo y empieza la corrupción?
Uno de los amargos frutos de nuestra “democracia” y sistema de partidos es el fortalecimiento de redes clientelares especializadas en el chantaje y la corrupción. Cada cuatro años, cuando se produce cambio de gobierno, es usual observar y escuchar contingentes de activistas políticos (del partido vencedor) exigiendo su cuota porque “trabajaron por el partido”.

Azuzados por los medios de comunicación y por los cabecillas de las respectivas facciones partidarias, “los activistas” se han convertido en el principal enemigo de toda autoridad que pretenda hacer un buen gobierno. Su descaro no tiene medida. El caso del alcalde de San Pedro Sula, Juan Carlos Zúñiga —que se dio a la obligada tarea de sanear las finanzas municipales despidiendo al personal innecesario y a paracaidistas de toda laya—, es un ejemplo patético de la degradación a que puede llegar el cliente político. En lugar de apoyarlo, sus ex seguidores lo han acosado, e incluso denigrado, porque ellos “trabajaron en la campaña” y merecen un empleo. No les importa que la alcaldía esté quebrada. La distorsión es tal que, para ellos, el “héroe” es Rodolfo Padilla Suncery, el ex alcalde que depredó los bienes municipales y ahora es prófugo de la justicia.

Como bien lo afirma González, el clientelismo conspira contra la norma de supuesta igualdad de todos los ciudadanos, es una distorsión de la democracia y la corrupción es uno de sus efectos. De ahí que no existe línea divisoria entre clientelismo y corrupción: ambos se alimentan mutuamente con lo que nos pertenece a todos.

Pero, como advierte Adalberto Medina Méndez (ContraPeso.info) el clientelismo no se conforma con “arrodillar a los más débiles”, a los más necesitados de recursos: "Muchos industriales, desde hace algún tiempo, ya forman parte del club. Ellos son tan mercenarios como los otros. Solo que la ambición en este caso no pasa por la mera supervivencia, sino por enriquecerse cosechando privilegios. No deben esmerarse por ser eficientes, buenos empresarios, ni mucho menos. Solo son especialistas deambuladores de los pasillos oficiales".

La simbiosis entre clientelismo y corrupción encuentra su complemento idóneo en el caudillismo. El caudillo dispone de recursos y de poder —por cierto ajenos— que distribuye en consonancia con los favores que necesita obtener (votos, manifestantes, opinión favorable, lealtades), especialmente entre los más vulnerables.

Para alcanzar el estatus de caudillo no basta con ser campechano ni invitar a comer del mismo plato. Es preciso repartir bienes, aunque ello signifique el desangramiento del erario. Sólo de esta forma el caudillo
logra que sus actos de corrupción sean minimizados y hasta olvidados. Quienes recibieron alguna migaja del festín se encargan de generar una corriente de opinión favorable al caudillo, cumpliendo así con otra de las la corrupción y la impunidad.

El insaciable corporativismo
El corporativismo se entiende como una forma de gobierno en el que las corporaciones o gremios organizados “poseen diversos niveles de influencia y poder que siempre se esfuerzan por acrecentar con la intención doble de lograr beneficios para su grupo y mantener la estructura que significa su modo de vida” (5). Puede hablarse de corporaciones sindicales, patronales, profesionales, académicas, eclesiásticas, militares y demás.

El diccionario de ContraPeso.info explica que “cada una de éstas trabaja con el objetivo de lograr beneficios propios, con escasa o nula consideración a las repercusiones que eso cause en otras personas. Bajo este arreglo, un gobierno o Estado gobierna mandando sobre los líderes de esas corporaciones. Allí, la persona tiene una influencia nula si actúa individualmente, pues debe pertenecer a alguna de las corporaciones o gremios”.

Por estas razones es que cada vez es más difícil distinguir entre clientelismo y corporativismo, a tal punto, que muchos estudiosos los consideran sinónimos: ¿no es acaso el corporativismo un instrumento para luchar por el acceso a los recursos? Por ello, al igual que el clientelismo, se traduce en el intercambio de favores entre grupos organizados y la autoridad. Y, al igual que el clientelismo, la corrupción es su fiel compañera.

Nosotros ganamos, y el resto que se friegue 
El corporativismo es parte de la cultura política porque asume que la base de la sociedad son los grupos organizados y no el individuo. Es más, la cultura corporativista considera legítimo —y así se lo hace creer a los demás— anteponer los beneficios gremiales al interés general, y excluye del acceso a los recursos a quienes no están agremiados (6). En suma, es otra puñalada trapera a la supuesta igualdad de los ciudadanos.

En nuestro país, el corporativismo es poderoso. En realidad, no hay gobernabilidad posible si el gobierno de turno no llega a arreglos —que no son más que concesiones—, con los grupos más poderosos: empresarios, militares, maestros, transportistas, empleados del sector salud y otros sindicatos del sector público. Y lo anterior, Manuel Zelaya lo captó al vuelo. Por eso trató bien a las Fuerzas Armadas, duplicando la partida de la Secretaría de Defensa: de L 949.9 millones en 2005, a L 1,807.4 millones en 2008. También, temporalmente, les cedió la gerencia de la Empresa Nacional de Energía Eléctrica. Además, con fondos de la ERP, se congració a manos llenas con maestros, médicos, enfermeras, policías y demás empleados públicos. Así, los gremios consiguieron lo que querían, y hasta más, pero los pobres de Honduras perdieron una oportunidad histórica que no se volverá a presentar.

Un caso digno de estudio
Uno de los casos más ilustrativo del corporativismo en Honduras es el que priva en el campo de la educación pública. Este es un tema digno de estudio, porque los beneficios del gremio docente son los únicos que tienen rango constitucional, lo cual prácticamente los convierte en “pétreos”. Por ejemplo, el artículo 165, además de garantizarles “su estabilidad en el trabajo, un nivel de vida acorde con su elevada misión y una jubilación justa”, establece que se emitirá el Estatuto del Docente.

El artículo 164 exime a los maestros de educación primaria “de toda clase de impuestos sobre los sueldos que devengan”; pero, como si esto no bastara, en noviembre de 2000 —cuando el país aún no se recuperaba de los estragos provocados por el huracán Mitch— el generoso Congreso Nacional, durante el gobierno liberal de Carlos Flores, interpretó el artículo para incluir en este beneficio a todos los profesionales “que administran, organizan, dirigen, imparten o supervisan la labor educativa en los distintos niveles de nuestro sistema educativo nacional…”.

Claramente, lo estipulado en ambos artículos corresponde a una ley secundaria; pero había que blindar el trato diferenciado a los docentes de forma tal, que cualquier intento de revisión o reforma significara, para el gobierno que se atreviera a hacerlo, un costo político demasiado alto que, sin duda, ninguno está dispuesto a pagar.

El Estatuto del Docente Hondureño fue aprobado en 1997, en las postrimerías del gobierno liberal de Carlos Roberto Reina. El presidente del Congreso Nacional era Carlos Flores Facussé, candidato del Partido Liberal a la Presidencia de la República para las elecciones que se realizaron ese año, y que él ganó. El momento político para aprobar este Estatuto fue más que oportuno para el Partido Liberal, especialmente para su candidato, y los docentes supieron aprovecharlo.

Aquí no se está cuestionando la validez de tal instrumento, pues hay mucha tela que cortar al respecto,
pero sí es pertinente llamar la atención sobre los beneficios que contempla, lo cual explica por qué al Estado le cuesta tanto cumplir. Sólo para dar un ejemplo, ¿quién, además de los docentes, recibe en Honduras un 69% sobre su sueldo base, como “compensación por calificación académica”, al obtener un título de Educación Superior? (7)

El corolario de todo esto es que, abusando de los exiguos fondos del Estado, el Partido Liberal y sus gobiernos han ganado el apoyo de las organizaciones magisteriales, y los docentes se han agenciado privilegios que el resto de los asalariados hondureños ni se atreven a soñar. Ambos ganan, pero los estudiantes reciben una educación que da lástima, parafraseando a Eduardo García Gaspar, cuando se refiere al caso mexicano.

El poder simbólico del corporativismo
Si nos atenemos a las reflexiones del sociólogo Pierre Bourdieu, los diferentes tipos de capital (económico, social, cultural) funcionan como capital simbólico, en la medida que son reconocidos como legítimos en un espacio social determinado. En consecuencia, el capital simbólico está hecho de todas las formas de reconocimiento social.

El capital simbólico constituye la base del poder simbólico, pues las relaciones de dominación deben ser reconocidas como legítimas. En la medida que un Estado, clase social, religión, organización o grupo capitaliza poder simbólico y actúa en consecuencia, dice este autor, sus prácticas serán “percibidas y apreciadas, por el que las cumple, y también por los otros, como justas, correctas, adecuadas, sin ser de ninguna manera el producto de la obediencia a un orden en un sentido imperativo, a unas normas, o a las reglas del derecho”.

Las organizaciones, gremios y corporaciones libran una permanente lucha por el poder simbólico —especialmente mediante el discurso—, ya que en ello está en juego la realización de sus intereses. Cuando logran imponer, aunque sea en una porción de la sociedad, una visión que legitima su poder y su posición social privilegiada, entonces es cuando pueden presentar sus intereses particulares como intereses generales.

Es de reconocer que en Honduras el corporativismo ha sabido librar la batalla por el poder simbólico.
Aunque este poder está claramente distribuido entre los diferentes grupos y clases sociales, lo cierto es que el corporativismo se ha agenciado el reconocimiento social necesario para que otros defiendan sus privilegios, aunque en última instancia sean afectados por los mismos.

Para el caso —con toda justeza—, el movimiento social y popular ha venido exigiendo que las empresas de comida rápida paguen el impuesto sobre la renta. Sin embargo, ninguno de los que se arrogan la representación de los “intereses populares” se atreve a decir que los docentes, especialmente los de educación media y superior, también deben pagarlo. ¿Por qué? Obviamente, este sector considera legítimos los privilegios del gremio magisterial, al igual que el empresariado considera legítimos los privilegios de las empresas mencionadas. Cada cual se defiende con su cuota de poder simbólico.

¿Y la UNAH?
Imposible no mencionar en este apartado la tragedia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, “puesta de rodillas” —como sentenció la rectora Julieta Castellanos—, por su voraz sindicato. De huelga en huelga y de toma en toma, éste ha llevado a la Universidad, muchas veces por medios violentos, al caos y al deterioro de sus funciones esenciales; por supuesto, ante la mirada calculadora del bipartidismo y con la complicidad de no pocos miembros de la comunidad universitaria porque, para que el corporativismo crezca como hiedra venenosa, se necesitan dos, como mínimo.

Sobre la UNAH, nada mejor que leer el mensaje de Isbela Orellana, catedrática universitaria de San Pedro Sula, quien recuerda que “…el Sitraunah fue asaltado en 1997 por los actuales directivos del mismo. Este asalto lo perpetraron en pleno congreso contra los que dirigían el sindicato. Las trabajadoras y trabajadores que utilizaron para realizar el asalto se convirtieron ese día en unos agresivos gladiadores, que solo la Providencia divina pudo impedir que agredieran a nuestros compañeros y compañeras…”.

Luego narra que, como producto de ese asalto, están expulsados del sindicato todos los que lo dirigieron en la década de los 80, a muchos de los cuales —ella incluida— no se les siguió ningún procedimiento… Más adelante explica lo difícil que es “compartir con quienes en muchos momentos utilizan lo popular para defender los actos de corrupción de un sindicato que no responde a los intereses de toda la comunidad universitaria y que, además, en innumerables ocasiones, espacio y tiempo, ha avalado los actos de corrupción cometidos por el Dr. Sagastume, Oswaldo Ramos, Ana Belén Castillo, Omar Casco, Guillermo Pérez y toda “la pandilla que desde 1981 desgobiernó la UNAH (…)”.

Lo que cuenta Isbela Orellana no es novedad. Ella misma lo dice: “Hoy, como en otras oportunidades se ha explicado esta situación”. Pero todo cae en saco roto. Puede más el discurso de “la defensa de las conquistas laborales”, “la defensa del fuero sindical”, el cumplimiento de un contrato colectivo adulterado, con el que el Sitraunah se ha construido su poder simbólico. De nuevo, desde la perspectiva corporativista y clientelar, la UNAH no es patrimonio de la nación, sino del Sitraunah y sus cómplices.

La autora termina su mensaje con unas líneas que deben llamar, a más de alguien, a la reflexión: “…el golpe de Estado y estar en la Resistencia ha servido para que muchos se laven la cara y esto es, precisamente, lo que hacen los corruptos que dirigen el Sitrafuud” (8).

Un ejercicio incómodo 
Hay muchos otros rasgos de la cultura política hondureña que vale la pena escudriñar con rigurosidad. Por ejemplo el providencialismo, por el cual el Estado laico es solo otra ficción constitucional. Estudiar y reflexionar a fondo sobre nuestra cultura política es una tarea pendiente, especialmente en estos momentos que con tanto ímpetu se habla de “refundar Honduras” mediante una Asamblea Nacional Constituyente.

Esto puede convertirse en un ejercicio incómodo, sobre todo para las personas y organizaciones aglutinadas en el Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP), que conciben la refundación del país como “un camino de transformación económica y política frente a la cultura de dominación, que beneficie a nuestro pueblo y que nos lleve a la constitución de una Honduras con justicia, humanidad, solidaridad, soberanía, autodeterminación y equidad”.

Lamentablemente, el caudillismo, el clientelismo, el corporativismo, la corrupción, son rasgos de la cultura dominante que han permeado a los llamados sectores subalternos que, en no pocos casos, los asumen como propios y los legitiman con su discurso y su conducta.

Honduras está en una encrucijada, con una innegable energía social que no está dispuesta a dejar pasar la coyuntura propiciada por el golpe de Estado. Por tanto, estamos en un momento en que surgen muchas preguntas para las que aún no hay respuestas. En cualquier caso, no hay que olvidar que los ídolos de pies de barro se desmoronan a las primeras lluvias.

* Periodista, directora de Editorial Guaymuras.

(1) Han abordado este tema desde distintas disciplinas y con mayor o menor grado de intensidad, entre otros, Ramón Rosa, Lucas Paredes, Ramón Oquelí, Mario Argueta, Marvin Barahona, Darío Euraque, Leticia Salomón, Rina Villars y Rocío Tábora.

(2) No hace falta mucha perspicacia para captar el sentido de estas palabras. Por lo dicho, “el soberano” (el pueblo) tenía la “voluntad” de reelegir a Zelaya; esto nos lleva, inevitablemente, a recordar el “clamor popular” que se propició para que el general Carías continuara en el poder, lo cual lo “obligó” a reformar la Constitución en 1936 para quedarse por doce años más. Los caudillos no son muy innovadores porque, a fin de cuentas, el fenómeno es el mismo. Las cursivas son mías.

(3) Helen Umaña, Premio Nacional de Literatura 1989, es una de las pocas escritoras nacionales que se ha dedicado al ensayo y la crítica literaria. Más de una decena de obras respaldan su trabajo incansable y pulcro en pos de escudriñar y difundir la literatura hondureña. Por tanto, su evidente adhesión a la
figura de Zelaya —al igual que otros intelectuales—, es prueba irrefutable de los alcances del referido mito.

(4) Helen Umaña, “El día que los golpistas dijeron la verdad”, San Pedro Sula, 16 de diciembre de 2009, texto leído durante la entrega de los premios de locución a Radio Progreso, Radio Globo y Cholusat Sur, difundido en internet.

(5) Véase Leonardo Girondella Mora, en http://contrapeso.info/, 17 de octubre de 2008. Aunque sobre este tema hay una abundante literatura, la persona interesada podrá encontrar en este sitio
información precisa y sencilla al respecto.

(6) Por ejemplo, el Art. 5 del Reglamento del Estatuto del Docente Hondureño establece, como uno de los requisito para ingresar a la carrera docente, presentar: “Constancia de afiliación y solvencia
extendida por la Organización Magisterial que pertenezca al docente” (sic).

(7) Para tener una idea clara de estos y otros beneficios, véanse los artículos 50, 51 y 52 del Estatuto del Docente Hondureño.

(8) Isbela Orellana, testimonio del 22 de marzo de 2010 que circuló por internet, en respuesta a un mensaje del ex rector de la UNAH, Juan Almendares, en el que demanda, sin ninguna reserva, entre
otras cosas, “el respeto al fuero sindical y a la vida y dignidad de la clase trabajadora de la UNAH…”. Cuando la autora habla del Sitrafuud, alude directamente al Frente Unido Universitario Democrático (FUUD), el frente de la ultraderecha en la UNAH, con el que el actual Sitraunah ha compartido poder y canonjías. Las cursivas son mías.

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