sábado, 27 de octubre de 2012

La mirada, la palabra y las cosas



Por Edgar Borges

"Mi propio nombre, en mi boca, me produce siempre una impresión extraña".
Emmanuel Bove

A las palabras le asesinamos su significado y a las cosas les dimos vida propia. La educación conservadora nos enseñó las palabras para obtener resultados, no para recorrerlas (como hermosos procedimientos interminables). Creímos que con sólo decir “positivo” se nos abrían las puertas como si de un acto de magia se tratara. En el entramado del no pensamiento vaciamos el contenido de las palabras y nos convertimos en repetidores del guión de los diseñadores de la maquinaria. La palabra pasó a ser un eco muy lejano, imposible de descifrar. Letra muerta, gestos controlados, vínculos rotos. Colectivos desarticulados. Violencia legal contra el pensamiento. Mucho nos olvidamos (y demasiado se empeñan en hacernos olvidar) que de un extremo se pasa a otro extremo. De la saturación a la indiferencia hay medio paso. De la palabra como dogma hemos llegado a la palabra como nada. La palabra como cartilla de escuela quedó aplastada por el ruido del carnaval de las opiniones. Nos olvidamos de preguntarnos qué decimos cuando queremos decir algo. No obstante, en ese ir y venir del verbo, parece que dejamos las palabras adjudicadas a determinadas cosas y nos fuimos, en retirada hacia la no vida, como si la comprensión de ese algo no dependiera de nosotros. La pared siguió siendo pared por sí misma, ya no nos preguntamos para qué es pared. Igual nos pasó con el resto de la casa y con los objetos de la calle. Y en la derrota de los significados se nos rebelaron las cosas.

Entre las palabras y las cosas se produjo una distancia. Esa distancia la hemos creado con la pérdida de la mirada. Una vez que la palabra perdió significado, las cosas se convirtieron en entes independientes que administran nuestras vidas. El ser, alejado de la interpretación, pareciera haber olvidado que las cosas significan algo sólo desde la perspectiva de una mirada. Las palabras no son estrictamente algo, las palabras pueden ser restos de un lenguaje vacío. Es el ser quien les da forma y sentido a los símbolos. Sin embargo, en esta diatriba de valores las cosas han pasado a valer más que las palabras. Como si las cosas ya no necesitaran ser nombradas. El pragmatismo actual (que desacredita aquello que no es medible) nos ha llevado a desestimar aquellas palabras que no representan valores tangibles. En el reino de la rentabilidad amor es una palabra intangible que pierde importancia ante la palabra mueble. No obstante, poco o nunca recordamos para qué sirve el mueble. Es la sola cosa la que pasó a tener relevancia (y vida) en la cotidianidad del sin sentido. ¿Cuántas veces nos preguntamos si el automóvil sirve para algo más que para transportarnos? Es posible que las cosas comiencen a ser problemáticas una vez que nos dejamos de preguntar para qué sirven (el pragmatismo pretende que nos preguntemos por la utilidad del amor y no por la del mueble).

Una camisa o una bandera no hacen existencia ni patria si no hay personas. El ruido le ha abierto un hueco de muerte a la significación de lo que hay más allá de los nombres. Ocurre que detrás de un nombre hay un ser que, como las palabras, necesita ser recorrido. Y en el imperio de lo concreto sólo valen las palabras que representan una utilidad directa, demostrable. Del mueble al automóvil y del volante a los símbolos de la avenida, siempre con algún aparato en la mano, rodeados de cosas interminables que están hechas para respondernos la vida según el (fugaz) manual de la uniformidad. El miedo al laberinto siempre nos lleva a un callejón sin salida. Las cosas están fabricadas sólo para darnos rápidas respuestas. El ser humano sólo consigue salidas desde las preguntas.

Quizá habría que recuperar la energía de las palabras. Su aire, su frescura, su camino abierto. Llevar el sentido de interpretación al punto de equilibrio de la cuerda por donde atravesamos la historia. Vivir para recorrer palabras y utilizar cosas. El otro día interrumpí mi recorrido de a pie para detenerme ante el semáforo en rojo; de pronto un conductor frenó y desde la ventanilla de su automóvil me hizo señas para que atravesara la calle. Demoré mi paso en medio de la sorpresa que me produjo aquel sencillo acto. Mucho rato después sólo pude decirme que aquel sujeto era un extraño intérprete del justo sentido de las cosas.

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