Cadena Ser
Por Renán Vega Cantor
En el capitalismo se acentuó la desigualdad en las últimas décadas, hasta el punto de que 2.150 multimillonarios poseen más riqueza que 4.600 millones de personas (el 60% de la población mundial) y de ellos 8 multimillonarios acumulan más riqueza que 3.000 mil millones de personas.
En cada país se reproduce esa desigualdad, entre una minoría opulenta y una gran mayoría desprovista de lo elemental para llevar una vida medianamente digna. El 90% de los pobres nacen y mueren pobres y el 90% de los ricos nacen y mueren ricos y dicha realidad se presenta como una fatalidad, producto de la meritocracia de los ricos y la incapacidad congénita de los pobres. Esa desigualdad de ingresos y riquezas se manifiesta en la vida cotidiana en términos de vivienda, alimentación, acceso a agua potable, salud, educación, nivel de consumo de materiales y energía. Un ejemplo es indicativo: los multimillonarios se refugian en sus búnkeres de vacaciones para evitar el contagio y disfrutan de comodidades que rayan en la obscenidad, mientras millones de seres humanos rebuscan en bolsas de basura algún desecho que les permita alimentarse o vestirse y duermen en chabolas o en las calles, absolutamente desprotegidos. Durante el 2020, los cinco individuos más opulentos del planeta aumentaron su riqueza en 300 mil millones de dólares, mientras que 115 millones de personas han caído en la pobreza extrema (sobrevivir con menos de 1.9 dólares al día), elevando su cifra a 815 millones.
En un principio se dijo que la Covid-19 era una enfermedad de los ricos, pero pronto se demostró que eso era falaz, porque epidemias y enfermedades golpean con virulencia a los pobres, por sus condiciones de desprotección, desnutrición, carencia de acceso a agua potable, falta de medicamentos y de servicios hospitalarios. Se confundió a los difusores mundiales de la pandemia (que sí fueron los ricos y la clase media que viaja en avión de país a país y entre continentes) con una pretendida segmentación de clase hacia arriba en cuanto a los infectados, que resultó ser mentira.
Un año después de la expansión de la pandemia la mayor parte de los infectados y muertos forma parte del segmento más pobre y desprotegido de la población en cada país, como pasa con los afroamericanos y latinos en los Estados Unidos. Existe una notable injusticia epidemiológica, esa sí de clase, en la que los más pobres, por su condición social y económica, están más expuestos a soportar el embate de la enfermedad y las epidemias y están en la primera línea de los que mueren y sufren (mortalidad y morbilidad) por enfermedades evitables (como las que genera el consumo de agua impotable) y por epidemias y pandemias (Sida, Ebola, Gripe Aviar, Covid-19). En contraposición, unos pocos cuentan con una vacuna vital desde antes de nacer, por lo que se entiende la riqueza que les va a permitir una vida plena de lujo y derroche.
Cuando emergen nuevas enfermedades pandémicas que son generadas por virus, frente a las cuales no hay inmunización, existen dos posibilidades: no hacer nada y esperar que la población se adapte (la inmunidad de rebaño); o buscar una vacuna para enfrentarla. En el primer caso el costo humano suele ser elevado, con millones de contagiados y muertos; en el segundo caso viene la puja por quiénes producen la vacuna y a quiénes se les aplica. Por supuesto, se imponen los ricos, con lo que se genera una brecha de inmunización, que replica la brecha social y la digital, con unos pocos beneficiados, en términos de países y personas, y vastas mayorías en el completo desamparo y a las que les resta encomendarse a Dios para que les proporcione una pronta inmunidad de rebaño, esperando no morir, pero viendo sufrir y morir a familiares y amigos.
Esa desigualdad se evidenció en las primeras de cambio de la pandemia, con los tapabocas y los respiradores, acaparados por ciertos países y dentro de ellos por los ricos y poderosos, como prueba de que no existen los milagros sanitarios. Apenas se expandió el coronavirus y afectó a Europa occidental y a Estados Unidos, las multinacionales farmacéuticas se dieron a la tarea de encontrar una vacuna en forma rápida. Que esas empresas se hubieran interesado se debió a que la peste llegó al centro del capitalismo mundial y allí se configuró un apetecido nicho de mercado, el de los millones de personas a ser vacunadas. Pronto emergió el nacionalismo epidemiológico, cuando Estados Unidos y las potencias de la Unión Europea compraron por anticipado las vacunas anunciadas por Pfizer y otras empresas para suminístralas en forma exclusiva a sus connacionales. Esto significa la exclusión de gran parte de la humanidad, que se encuentra en los países que no tienen poder ni dinero para comprar vacunas. Y eso es lo que se está materializando en estos instantes, con la distribución de las primeras dosis de las vacunas, lo que se hace con una clara segmentación de clase, raza, nacionalidad y género. El mapa de enero de 2021 señala la desigual distribución mundial de la vacuna, que se concentra en Estados Unidos y Europa occidental, donde se acumulan millones de dosis. Canadá ha comprado vacunas suficientes para vacunar cinco o seis veces a todos sus habitantes, mientras que un país africano, Guinea, ha puesto a estas alturas 25 vacunas sobre un total de 12,4 millones de habitantes.
En muchos países, entre los que se incluye Colombia, ni siquiera ha empezado la vacunación y los pronósticos indican que este año se comprará una cantidad ridícula de dosis, que cubren una mínima parte de la población. El que paga manda, siendo la prueba Israel, que ha comprado cantidad suficiente de dosis para vacunar a sus habitantes ‒pero eso sí excluyendo a los palestinos, en una clara expresión de una guetoización sanitaria, simétrica al brutal apartheid a que somete a ese pueblo enjaulado en la cárcel a cielo abierto más grande del planeta‒ y las ha pagado a Pfizer y Moderna a 47 dólares la unidad, una cifra que equivale a casi tres veces el precio comercial que ha pagado Estados Unidos, que ha sido de 19 dólares.
En estas condiciones, 70 países pobres podrán vacunar a uno de cada diez habitantes, un resultado macabro de la política de las multinacionales farmacéuticas, respaldadas por países como Estados Unidos, para las cuales producir vacunas no es una de sus prioridades. Es menos rentable producir vacunas que medicamentos, porque son de aplicación general y no selectiva, se aplican solo una o pocas veces en la vida y son compradas por los Estados y los sistemas públicos de salud. A esas farmacéuticas les interesan los clientes con dinero, principalmente los del sector privado, lo que explica que en los Estados Unidos el número de fabricantes de vacunas haya caído de 26 en 1967 a 5 en 2004, porque produce ganancias ocuparse en tratamientos paliativos y no en los preventivos. Ahora, de manera excepcional, las farmacéuticas producen vacunas porque tiene consumidores asegurados en Estados Unidos y Europa occidental, que son los que importan y tienen con que pagar, el resto puede morirse a su suerte, como manifestación de un genocidio maltusiano.
Como el cinismo no tiene límites, la lista de quienes va a ser vacunados la encabezan los ricos, dejando en segundo plano a los que más lo necesitan, personas de la tercera edad y con enfermedades. En California, por ejemplo, los ricos y famosos ofrecen 25 mil dólares para que sean los primeros vacunados, incluso antes que el personal médico. Con esto se confirma que en el capitalismo la desigualdad es un terrible virus, que mata más que la Covid-19.
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