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Por Irlanda Mainou Montañéz
A pesar de que muchas mujeres, incluidas las indígenas, trabajan para mitigar la opresión masculina en la cultura, la economía y la política, la mayoría no se sienten identificadas con el término feminismo, y con razón.
La cultura es lo más importante que tiene una sociedad, sin cultura no existe una identidad, es nuestro origen y ningún movimiento social que busque ayudar a las personas oprimidas debe reprimir rasgos culturales que son parte de la identidad de un pueblo. Debe apuntar a la esencia de la violencia sistémica y adaptarse a las necesidades sociales por muy tradicionales, convencionales o conservadores que nos parezcan algunos valores de cualquier cultura –como podría llegar a verse la epistemología y praxis del feminismo islámico–.
Es necesario esclarecer que existen distintos tipos de feminismos porque se ha creado una imagen dictatorial errónea de este movimiento. Aunque las corrientes contemporáneas más famosas o conocidas podrían identificarse como feminismo radical –ideario contracultural que busca corregir el sistema desde su núcleo patriarcal– y feminismo liberal –que busca la equidad entre ambos géneros dentro del sistema–, resulta imposible encasillar las necesidades de todas las mujeres en un paradigma con privilegios exclusivos de clase, raza, sexualidad, género, nacionalidad, neurodivergencias, etc. Entonces, entendámoslo como una ideología ni hegemónica ni dogmática porque no existe un manifiesto feminista donde se indiquen los pasos específicos que hay que seguir. Por lo tanto, es tarea del feminismo adaptarse a las necesidades culturales, políticas y creencias de las mujeres, no adaptar las mujeres al feminismo, como si este fuese otra doctrina religiosa más.
De la misma manera, ha funcionado el movimiento en México. A pesar de que muchas mujeres mexicanas, incluidas las mujeres indígenas, trabajan y actúan para mitigar la opresión masculina en la cultura, la economía y la política, la mayoría no se sienten identificadas con el término feminismo per se, y con razón. Lo pregonan con sus hechos y palabras, pero no se conciben como feministas debido a que por décadas el feminismo parecía exclusivamente para las mujeres burguesas, blancas, heterosexuales, cisgénero y europeas que gozaban de prerrogativas para rebelarse sistémicamente. Esa es la paradoja del derecho a protestar. El rebelarse implica también un privilegio sistémico.
Por otro lado, las mujeres lesbianas, negras, trans, indígenas, latinas, africanas, asiáticas, de estratos sociales medios o bajos, mujeres en toda la expresión de la palabra, tuvieron que ajustar ciertos términos y conceptos para poder desenvolverse dentro del movimiento. Sucede, con el feminismo decolonial como lo expone por vez primera la argentina María Lugones en 2008 en su texto “Colonialidad y género”. Este modelo de feminismo está enfocado a solucionar los problemas de mujeres en comunidades que fueron colonizadas, despojadas de sus territorios, que se encuentran en las periferias, en los lugares más vulnerables de una nación en vías de desarrollo y que fueron conquistadas por medio de un brutal genocidio. Estas mujeres que carecen de las mismas oportunidades de vida que otras con grandes privilegios ante el esclavizante sistema neoliberal. Esto indica que el feminismo por sí solo, en su epistemología y praxis, no va a abarcar íntegramente las necesidades de todas las mujeres.
El feminismo decolonial fue creado por latinoamericanas para romper con esa hegemonía feminista, para generar una crítica y una ruptura dentro del propio feminismo, el blanco. Visibilizando que las problemáticas de la interseccionalidad también existen dentro de los grandes movimientos enfocados a luchas sociales. La retórica del privilegio es sistémica.
“En el desarrollo de los feminismos del siglo XX, no se hicieron explícitas las conexiones entre el género, la clase, y la heterosexualidad como racializados. Ese feminismo enfocó su lucha, y sus formas de conocer y teorizar, en contra de una caracterización de las mujeres como frágiles, débiles tanto corporal como mentalmente, recluidas en el espacio privado, y como sexualmente pasivas. Pero no explicitó la relación entre estas características y la raza, ya que solamente construyen a la mujer blanca y burguesa. Dado el carácter hegemónico que alcanzó el análisis, no solamente no explicitó, sino que ocultó la relación. Empezando el movimiento de ‘liberación de la mujer’ con esa caracterización de la mujer como el blanco de la lucha, las feministas burguesas blancas se ocuparon de teorizar el sentido blanco de ser mujer como si todas las mujeres fueran blancas”, dice María Lugones.
Yo, como mexicana, me enfocaré en hablar sobre mi territorio. En México, esta ruptura se remonta a principios del siglo pasado. Durante la revolución mexicana hubo varias detonaciones de libertad colectiva. La revolución no solo simboliza el levantamiento del pueblo en armas contra un dictador, sino que –aquí comienza la retórica feminista– se produjo con aquellas mujeres que lucharon por obtener los mismos derechos que los hombres. Unas lucharon desde la casa preservando el hogar, otras tomando las armas para la guerra y otras como espías para las tropas, pero siempre en resistencia.
Lucha que se vio reflejada en aquel Primer Congreso Feminista de Yucatánen 1916, en donde se habló sobre el derecho a una educación laica y el sufragio femenino, entro otras cuestiones. Además, esta fue la plataforma que creó la organización del Frente Único Pro-Derechos de la Mujer en 1935, evento clave para que las mexicanas de la postrevolución crearan su propia sublevación. Gracias a estas mujeres, nosotras, las guerreras actuales en México, tenemos los derechos básicos de estudiar, trabajar, votar, decidir por nosotras y seguir resistiendo. Pero la lucha aún no termina.
Pero ¿es distinta la visión del feminismo aplicado por una mujer con privilegios sistémicos que por una mujer sin estos mismos privilegios? La lingüista mexicana Yásnaya Elena A. Gil explica a fondo este fenómeno en su texto “Mujeres indígenas, fiesta y participación política” a partir de una comparación de factores socioculturales, étnicos y de clases. Mientras que para muchas mujeres occidentales o norteamericanas de élite –y también a veces en América Latina– cocinar para la familia puede significar ser sumisa y abnegada, en la cultura mixe en la Sierra Norte de Oaxaca quienes trabajan en la cocina mantienen una jerarquía política importante. Manejar los alimentos para la comunidad no es un trabajo para cualquier persona. De hecho, quienes ejercen el cargo en la presidencia municipal deben realizar previamente trabajo de mayordomía, y para ser mayordomo es necesario disponer ante la comunidad una fiesta simbólica de la unión del pueblo, incluyendo así los alimentos para la gente. Antiguamente era un trabajo otorgado exclusivamente a los varones; desde hace un tiempo, las mujeres indígenas se han introducido en estos puestos de poder, estableciendo algunos derechos básicos. Es una lucha que tarda, pero que vale la pena para las futuras guerreras.
“En un intercambio de experiencias con mujeres feministas, algunas mujeres mayores de mi comunidad no entendían a cabalidad por qué en ciertos discursos las labores de la cocina se veían como un espacio de opresión cuando la preparación y la venta de alimentos les habían conferido a ellas espacios de decisión que antes estaban vedados en la organización política de nuestra comunidad”, explica Yásnaya Elena.
El feminismo contemporáneo es un abanico de posibilidades, camaleónico y adaptable ante los distintos enigmas sociales. Es tan feminista la mujer que decide casarse y ser madre, como la que es madre soltera o la que decide no serlo, es tan feminista la mujer que decide ir a marchar con los senos descubiertos para reeducar a los varones sobre la hipersexualización de nuestros cuerpos, como la que se coloca un velo en el rostro y decide ser más recatada. Es tan feminista la mujer que cocina para el pueblo o para su familia que la que sale a trabajar para proveer los bienes básicos del hogar, ya que no existe un reglamento feminista que regule la libertad individual.
Hay que agradecer profundamente la existencia de todas estas guerreras, que desde sus trincheras genuinas logran un cambio desde la casa, el trabajo, el arte, la educación y sobre todo la cultura mexicana. Estas guerreras son nuestras hijas, madres, abuelas y ancestras. Esa es precisamente la sustancia de la decolonialidad: que las raíces originarias prevalezcan y se fortalezcan contra un sistema que nos impone la occidentalización aspiracional. Era justo y necesario verter esa esencia dentro del feminismo para que fuera verdaderamente nuestro y poder acuerparlo.
El feminismo es todo un espectro y, en definitiva, el feminismo latinoamericano o mejor dicho, de Abya Yala (“Tierra viva”, es el nombre del continente americano previo a la llegada de los españoles) difiere mucho del europeo, empezando por el aspecto decolonial, la rama antirracista y la necesidad de cambiar el mismo lenguaje castellano que se nos impuso. Los feminismos están llenos de diversos colores, olores, matices y texturas, así como nosotras mismas lo estamos.
*** Sobre la autora: Irlanda Mainou Montañéz es actriz, artista escénica y feminista mexicana. @IrlandaMM
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