lunes, 26 de junio de 2017
Desigualdad social, desigualdad económica
Cada año, las divisiones de Desarrollo Social y de Estadísticas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publican su Panorama Social de esta región del mundo, documento que examina la estructura, describe las variables y establece las principales tendencias de la economía. Más allá de los eventuales señalamientos que el organismo promotor del desarrollo económico y social del área realiza –que pueden ser objeto de distintas interpretaciones–, el ejercicio anual brinda un buen número de indicadores útiles no sólo para leer la realidad económica, sino también para construir posibles escenarios con base en datos verificables.
El más reciente panorama, correspondiente a 2016, tiene como eje el fenómeno de la desigualdad social, a la que define como un enorme desafío que afrontan los Estados, así como el mayor obstáculo para lograr el desarrollo sustentable. Presente en casi todas las estructuras sociales, con independencia de sus formas de organización político-económica, la desigualdad condiciona las perspectivas de crecimiento individual y colectivo, y convierte en mera expresión de deseos los proyectos de mejora social aplicados sin reducir la brecha existente entre las minorías que disponen de ingentes recursos económicos y las mayorías que prácticamente no disponen de nada.
Esta brecha es por sí sola un factor que conspira contra cualquier propósito de desarrollo equitativo, al fomentar y mantener una asimetría que en primera instancia es distributiva (referida a la apropiación de ingresos, bienes y servicios), y luego se hace extensiva a los ámbitos de la política, la salud, la educación, los derechos de las personas y la cultura en el sentido más amplio del término. Pero la cuestión se agrava en América Latina, donde se encuentran las sociedades más desiguales del planeta, y especialmente en México, país tomado de referencia obligada cuando se trata de ejemplificar acerca de la desigualdad. Sobre este particular las cifras son contundentes: baste comentar aquí que, en nuestro país, dos terceras partes de los activos físicos y financieros existentes se hallan en manos de 10 por ciento de las familias. Y el uno por ciento posee más de un tercio de dichos activos.
Si se inscriben los datos del Panorama 2016 en el marco del actual modelo económico se advierte que el diseño de éste no es operativo frente a semejantes cifras. Hipotéticamente, el principio de desregulación, el dejar hacer al libre mercado para que éste fije su propio equilibrio puede funcionar si los participantes están en condiciones de competir dentro de ciertos parámetros económicos, es decir, si no hay entre ellos una desigualdad tan extrema como para que la autorregulación sea imposible. Y éste es precisamente el caso de México aquí y ahora; ¿cómo van a acomodarse por sí mismos los factores de la economía productiva (inversión, costo, precio, beneficio) en un espacio donde un puñado de agentes económicos tiene la inmensa mayoría de los recursos y todos los demás una parte mínima? Sin la participación activa del Estado no hay libre mercado, hay selva.
Puntualiza claramente el documento de la Cepal que desigualdad social no es equivalente automático de desigualdad económica; pero aclara también que el análisis de las desigualdades sociales requiere poner atención en la distribución de activos, de medios y oportunidades, de ingresos y otros resultados, de poder e influencia (...) El hecho es que la asimétrica tenencia de la riqueza conlleva una asimetría en materia de derechos sociales que no se puede separar de aquella; y resulta por lo menos difícil concebir mecanismos que permitan avanzar en la lucha contra la desigualdad mientras permanezca intacta la desigual estructura económico-financiera y productiva que prevalece en México.
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