martes, 13 de diciembre de 2016

Populistas



Por La Esfinge Serenísima

Una servidora, que tan popular era hace 3.000 años entre niños y adultos en la infancia de la historia, siente gran curiosidad al oír cada vez con más frecuencia el uso del adjetivo ‘populista’ lanzado a diestro y siniestro (sobre todo esto último) por innumerables políticos, periodistas y analistas (palabro, por cierto, que al igual que ‘politólogo’, no logro entender qué significa: cosa natural, porque con el tiempo me he vuelto bastante dura de mollera).
Lo que más me intriga es que ese adjetivo, que al parecer sólo tiene connotaciones negativas, se aplica por igual a un tipo con coleta, cuya máxima etiqueta en el vestir es una camisa ligeramente despechugada, que a un multimillonario norteamericano que vive en un rascacielos de la Quinta Avenida de Nueva York y que no aparece dos veces seguidas en televisión con el mismo traje.

Hay quien dice que lo que tienen en común ambos personajes es su desprecio por la democracia. Quizá sea así. Pero lo cierto es que ambos se han hinchado últimamente a ganar votos en diferentes elecciones democráticas. Claro que, me aclara el analista de turno, la democracia no se reduce a las elecciones. Quizá sea así. Pero lo cierto es que, cada vez que alguien protesta contra tal o cual medida de un gobierno, lo primero que le restriegan por la cara es que el tal gobierno está legitimado “por los electores”. Pero hay que distinguir, sigue imperturbable mi analista de guardia, entre “legitimidad de origen” y “legitimidad de ejercicio”. Por eso, supuestamente, había que echar al difunto presidente venezolano Chávez del poder, pues era un “populista” que despreciaba la democracia, por más que hubiera ganado tropecientas elecciones. Entonces, ¿por qué en otros casos y en otros países se descalifican las protestas contra el ejercicio del poder apelando a su origen democrático?

La cosa, pues, resulta bastante confusa. Sobre todo si se tiene en cuenta que uno de los partidos que más esgrime el descalificativo “populista” se llama precisamente “Partido Popular”. ¿Será que no tienen nada que ver ser popular y ser populista? Será. Pero las dos palabras derivan de ‘populus’, que es como los romanos llamaban a la gente común, para distinguirla de los “optimates”, miembros de la nobleza, que constituían el senado; por eso el poder, en la antigua Roma, se ejercía en nombre del “senado y el pueblo romano” (senatus populusque romanus, abreviado: SPQR).

De manera que, si alguien se autodenomina “popular”, es porque quiere que se le identifique como interesado por la gente común, no por la gente privilegiada. Pues bien, de la misma manera que quien se siente interesado, digamos, por la historia o la cultura helénica suele llamarse “helenista”, no debería haber obstáculo en llamar populista, pongamos por caso, a Mariano Rajoy (y, con él, a un largo etcétera de políticos ávidos de dirigirse a la gente en mangas de camisa, al menos en campaña electoral).

O sea que, al parecer, estamos rodeados de populistas por todas partes. Cosa terrible si ser populista es tan malo como dicen periodistas, analistas y… políticos populistas (aunque la mayoría de ellos nieguen serlo).

Entonces, para que una se aclare: ¿qué diferencia debe de haber entre las distintas especies de populistas, pues de lo que no hay duda es de que constituyen un vasto género definido por su presunto amor a la gente modesta?

Un primer criterio de demarcación se diría, a simple vista, que es el ya clásico que distingue entre “derecha” e “izquierda”. Pero hete aquí que un ilustre abogado catalán, Miquel Roca Junyent, sepultado su juvenil pasado maoísta bajo gruesas capas de olvido y éxito profesional (amén de fracaso político), dictamina que “no existen populismos de derecha o de izquierda, que todos son lo mismo: un atentado contra la democracia y la libertad”. Ante voz tan autorizada, caben dos opciones: o ponerse a analizar qué entiende el buen señor por democracia y por libertad, o buscar otros criterios que permitan distinguir entre populismos y populismos.

Llegada a este punto, sólo se me ocurre uno, basado en la vieja distinción platónica entre apariencia y realidad. Según esto, puede muy bien ocurrir que el interés de ciertos políticos por las necesidades de la gente común sea real mientras que el de otros sea sólo aparente. Cierto que la cosa se complica por el hecho de que la gente común no es un bloque homogéneo cuyos intereses sean realmente comunes a corto, medio y largo plazo. Cierto asimismo que, aunque así fuera, nada garantiza que la conciencia que la gente tiene de sus intereses sea clara, no enturbiada por una información insuficiente o tendenciosa…

En cualquier caso, parece claro que hay tantas clases de populistas como de políticos, periodistas y analistas. Y que los peores de todos ellos son los que, aparentando preocuparse por los intereses del común, descalifican con el epíteto de marras a quienes realmente se preocupan por ello.

Sobre la Esfinge Serenísima. Con fecha y lugar de nacimiento desconocidos (según algunas fuentes, su origen se remonta a la noche –nunca mejor dicho– de los tiempos), la Esfinge es seguramente el único viviente con más de dos progenitores. En efecto, parece haber sido engendrada de resultas de un coito múltiple con participación de un dragón, un ave rapaz, un perro, un león y una mujer (es decir, un ménage à cinq, lo nunca visto). De ahí su polimorfo aspecto. Guarda un cierto parentesco con las sirenas (las auténticas, mitad mujer mitad ave, no las obscenas deformaciones mitad meretriz mitad pescado popularizadas por Hollywood). Dotada de gran sagacidad, sólo comparable a su perfidia, se dedica a atormentar a los humanos con preguntas capciosas e irritantes reflexiones críticas capaces de estrangular sus ya de por sí estrechas entendederas. Es rotundamente falso que, frustrada por no haber podido confundir a Edipo (quien atinó con la respuesta correcta al enigma que le planteaba), se suicidara arrojándose desde la acrópolis de Tebas. Lo que sí es cierto es que desde entonces fijó su residencia permanente en Giza, Egipto, desde donde sigue interpelando a las cada vez más anquilosadas mentes de los seres humanos (y, de paso, contribuyendo a engrosar las reservas de divisas del Estado egipcio a costa de los turistas que la visitan).

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